Cuando se llega a cierta edad, se les mira con reticencia. Como si su vejez fuera motivo de contagio, su torpeza ridiculizada y su falta de memoria, ausencia y despiste de mofa.
Llevan escrito en sus manos el paso del tiempo y en los pliegues de sus arrugas la experiencia; legado para las generaciones venideras.
I Parte
Apagó las luces y sólo dejó encendida una lamparita que había encima de la pequeña mesa camilla, la misma que había adquirido su padre años atrás en uno de esos rastrillos de muebles antiguos, donde la gente se desprende de todo tipo de enseres que carecen de valor o en estima. Ahora esa misma mesita pertenecía a Margarette y por nada se desprendería de ella, del mismo modo que no se desprendió de todos esos recuerdos plasmados en sus viejas fotografías. Recuerdos que la seguían manteniendo ligada a esta vida.
Recordaba con cariño la adquisición de la mesita. Esa mañana se había levantado muy temprano para acompañar a su padre al rastrillo de Portobello. La noche anterior, su padre le dijo que si se levantaba temprano dejaría que le acompañara.
Era la primera vez que su padre la llevaba con él, y la idea de conocer un rastrillo la atraía, aunque no sabía realmente lo que era; pero estaba tan emocionada de saberse en aquel lugar en compañía de su padre que se le olvidó preguntar. Se acostó vestida por si se dormía y después de todo se levantó tres horas antes.
Aquella cantidad de gente pululando de un lado para otro, ofreciendo sus productos, rodeada de tantos recuerdos la dejó perpleja; gente elegante y otra no tanto se mezclaban en aquél ambiente lleno de magia, donde el presente y el pasado eran uno solo.
Anduvieron bastante hasta llegar aun callejón sin salida, allí en un recoveco había una pequeña puerta de color verde manzana muy sucia y castigada por el paso del tiempo y la interperie. De la puerta colgaba un gran cartel que ponía: “Aquí encontrará todo lo que está buscando”.
Margarette y su padre entraron en aquella pequeña tienda con olor a madera y humedad, pequeñas partículas de polvo flotaban en el ambiente haciéndolo irrespirable.
Los muebles hacinados unos encima de otros, a penas se dejaban distinguir, las formas de los mismos se confundían.
- Papá, ¿Qué estamos buscando?, pregunto Margarette con curiosidad.
- Todavía no lo se, pero tengo la sensación que encontraremos algo útil para nosotros.
Entonces su padre sorteó con gran agilidad todo tipo de obstáculos, se encaramó en lo alto de la montaña de muebles y metió la mano como pudo y comenzó a escarbar.
- Esto no, esto... tampoco, ¡quizá esto sea de utilidad!.
Hasta que por fin paró de farfullar y se quedó en silencio; por un instante, Margarette pensó que le había pasado algo y cuando quiso intervenir para sacarle de aquél letargo, su padre reaccionó.
- Sí, esto sí. Exclamó con júbilo.
Su padre todavía tenía la mano dentro de aquella montaña de muebles, empujó con fuerza y logró no sin esfuerzo, desligar de ese amasijo de patas torneadas, pulidas y talladas, lo que parecía un insignificante mesa camilla.
Cuando la tuvo entre sus manos, en sus labios se dibujó una gran sonrisa; y eso era bueno, pues su padre casi nunca sonreía.
Estuvo cerca de media hora regateando el precio de la mesita con el dueño de la tienda. Un hombrecillo bajito y regordete, de sonrosadas mejillas, de pelo color panocha y con un gran bigote que le cubría parte de su labio superior y le llegaba a las fosas nasales. Discutían acaloradamente en una jerga inteligible para Margarette, el hombre miraba con ojos hostiles y desconfiados, moviendo sus brazos como un molino de viento no paraba de proferir palabrotas. Junto a él había un bocadillo de sardinas con tomate y una pequeña jarra. A medida que la discursión por el precio de la mesita se hacía más intensa, el hombre sentía la necesidad de morder aquél bocadillo y acompañarlo de la bebida que la jarra contenía.
Con gran avidez se sorbió el primer vaso y seguidamente un segundo y mordió con deseo el bocadillo. Aquel inmenso bigote estaba ahora poblado de pequeños trozos de sardinas, migas y salsa de tomate.
Por fin llegaron a un acuerdo y finalmente su padre se llevó aquella “reliquia”.
Mientras que todos en casa andaban alborotados por encontrar el mejor lugar para la mesita, Margarette pensaba en voz alta que el mejor lugar sería la chimenea.
Era de buena madera y seguro que calentaría aquella minimalista habitación.
- Margarette, en ocasiones las personas creemos saber el precio de todo, pero desconocemos el verdadero valor de las cosas.
Aquellas fueron las últimas palabras que Margarette recordaría de su padre. Palabras que llevó siempre consigo.
Hoy sus sentimientos eran diferentes y entendía muchas de cosas que en su juventud ignoraba; como lo de aquella mesita, hoy al mirarla Margarette pensaba que en muchas de las cosas que conservan o adquieren las personas, residen los recuerdos de aquellos de quienes las dejaron. Con una mirada rápida Margarette oteó todo cuanto la rodeaba y advirtió que toda su vida estaba ahí; entre esas cuatro paredes había quedado impregnada la esencia de su existencia. Todos y cada uno de los muebles adquiridos por sus antepasados a lo largo de los años, tenían una historia oculta por contar. Y hoy, esos mismos muebles que en tantas ocasiones despreció, hacían juego con ella.
Como de costumbre Margarette se sentó en el viejo y destripado sofá con algún que otro resorte asomando. Con el álbum de recuerdos sobre su regazo, se dedicaba a leer sus viejas cartas o miraba con inusitada tristeza sus fotografías. Se las sabía de memoria, sin embargo le gustaba regocijarse en su pasado una y otra vez.
Recordaba claramente esa edad en la que todo resultaba maravilloso, donde un mundo entero por descubrir se abría a sus pies. Esa edad, donde se caía en estados febriles de amor, sintiendo que el amor era lo que más deseaba pero menos comprendía.
Margarette, a penas recordaba su presente y mucho menos imaginaba su pequeño futuro; pero sí recordaba con todo detalle su vida pasada.
II Parte
Por aquel entonces sólo contaba con diecinueve años, pero aún así Margarette era una mujer madura, una mujer vehemente, orgullosa e indómita. Una mujer de sentimientos magnánimos y locamente enamorada de Andrés. Un hombre agradable y somático, un hombre sensual, que pisaba fuerte y sabía lo que quería, un sentimental incorregible que se avergonzaba de esa oleada caliente que le subía del pecho a la garganta y de la garganta a los ojos que le impedía hablar cada vez que sus manos acariciaban el cuerpo joven y desnudo de Margarette.
Por primera vez había sentido el sentimiento más puro hacia el cuerpo de un hombre, lo deseaba y quería más allá de ningún límite razonable. Deseó su cuerpo de provocativas formas, su manera de hacer el amor, su modo libidinoso de ser hombre
¡Qué poder tenía para transmitir sus emociones a las de ella!.
Eran tantos y tantos los recuerdos que se le agolpaban a Margarette en su cabeza que había momentos en los que no sabía distinguir el pasado del presente.
Allí sentada y con el álbum de fotografías sobre su regazo, pasaba muy despacio una a una las hojas para no perder detalle de todo cuanto ahí había quedado. Con algunas fotos sentía excesiva nostalgia, y con las letras de algunas de sus cartas se le formaba un nudo en la garganta que apenas la dejaba mediar palabra, teniendo que parar la lectura para hacerse el silencio, e inmediatamente después romper a llorar.
Margarette, miraba con ternura sus recuerdos. A pesar de su falta de memoria, su torpeza y desatino, recordaba con todo detalle el significado de cada una de sus fotografías: si era un día triste o feliz, si llovía o hacía buen tiempo, si estaba a gusto o no, si la gente con la que compartía aquellos momentos eran de su agrado o por el contrario, se sentía fuera de lugar y la situación era embarazosa o de tedio. Recordar tiempos pretéritos la mantenía a su existencia. Regocijarse en ellos la llenaba de vida, de felicidad y de recuerdos que añoraba con una dulce amargura.
Estaba especialmente bonita aquella noche, aquel vestido liviano dejaba ver la silueta delicada y las curvas exuberantes de las diecinueve primaveras de Margarette. Nadie podría pasar por alto la belleza exagerada que envolvía aquella joven que estaba empezando a ser mujer. Su larga melena color negro azabache acababa en su cintura, y la mirada de sus ojos del color de la miel se clavaban en el alma. Tenía la piel pálida, y a pesar de ese blanco enfermizo, se dejaba ver en sus mejillas un color sonrosado que la hacía parecer más hermosa aún si cabía.
Y allí estaba él. Un hombre alto, robusto y de piel atezada. Aquel hombre, poseía la fuerza sin la insolencia y todas las virtudes de un hombre sin sus vicios.
Esa noche un amigo en común de los allí presentes daba una cena para celebrar su despedida de soltero. Carla y Joel vivían desde hacía casi diez años juntos, y ambos habían decidido dar el paso hacía el altar.
Margarette se percató, de que todos se habían dado cuenta de la presencia altiva y belleza de aquél hombre. Ese primer encuentro con aquel que marcaría su vida para siempre. Le atrajo, y no obstante su cobardía fue mayor que su deseo.
Andrés, estaba sentado en una de las esquinas de la mesa, casi presidiéndola. En el otro extremo estaba Margarette. él, levantó la vista y hubo un rápido pero intenso instante donde las miradas de ambos se cruzaron. Margarette notó como el corazón se le salía del pecho, y sintió vergüenza al pensar que los allí presentes pudieran llegar ha oír sus latidos. Aprovechando las diferentes y tediosas conversaciones que compartían unos con otros, sin que nadie se diese cuenta aprovechó para ausentarse. Aquella situación tan violenta la tenía muy nerviosa, y el sólo pensar que él pudiera haberse dado cuenta la avergonzaba aún más.
Daniel, el marido de Margarette, era un hombre de unos treinta y tantos años, su aspecto denunciaba reciedumbre. Tenía un aire entre fiero y melancólico en los ojos, y en la frente la chispa del genio. Era de temperamento desorbitado y de posturas exageradas. Afirmaba con toda seguridad y rotundidad todo aquello de lo que estaba convencido; aunque no tuviera razón.
Este ni siquiera se había dado cuenta de la ausencia de Margarette. Daniel llevaba casi toda la noche entablando amistad con una rubia más que explosiva de silicona. Pero a Daniel siempre le habían gustado las cosa exageradas. Margarette no sólo se marchó de allí por la sensación que le producía la presencia de Andrés, sino por la índole del juicio que le merecía el comportamiento poco delicado por parte de su marido hacía ella.
Pero Margarette estaba más que acostumbrada a los escarceos amorosos de Andrés, a su verbo mentiroso y a su más que probable crisis de los cuarenta.
De pronto, Margarette vovió al presente. Su rostro mantenía la inexpresividad que caracterizaba. De nuevo estaba sumergida en ese mundo que había creado sólo para ella, donde nada ni nadie podía tocarla y mucho menos entrar. Su inconsciente era un maravilloso mundo de fantasía, en el pequeño universo de su mente; donde toda lección era nueva y toda sorpresa posible.
Por un instante Margarette tuvo un momento de lucidez. Salió de ese letargo de inconsciencia que produce el alzheimer, para seguidamente darse cuenta de la vida que había llevado. Después de casi sesenta años, Margarette se dio cuenta que toda su vida había estado llena de verdades nos dichas y de mentiras que ahora le gritaban en el corazón. En cada fotografía había una esperanza truncada y un deseo que nunca se cumplió. El veneno de las dudas, de la sinrazón comenzaba a minar su entereza.
Con los ojo ávidos de brillo, no dejaba de mirar una de las fotografías del álbum que sostenía entre sus manos convulsas. En la fotografía se dejaba ver un maravilloso paisaje de un día de verano. Un gran lago se dibujaba y se extendía hasta donde alcanzaba la vista y grandes sauces llorones rodeaban aquel paisaje ilírico y majestuoso.
Daniel y Andrés se habían hecho muy amigos. A pesar de no haberse visto desde la última vez que estuvieron en casa de Carla y Joel cenando. Margarette no había podido olvidarle, y la idea de reencontrarse la embaucaba y la envolvía de una sensación que le provocaba pensar en esa necesidad pueril de sentirle, de amarle, de vivir por él y para él; todos esos sentimientos la llenaban de una veleidosa sensación de posesión y deseo. Cuanto más se negaba a pensar a sí, con más deseo se aferraba a su recuerdo.
III Parte
Ese mismo verano Andrés y Margarette, volvieron a verse. Daniel, tenia que salir de viaje y no quería dejar a Margarette sin vacaciones, por lo que no tuvo inconveniente de aceptar la invitación de Andrés para que Margarette pasara unos días en una pequeña cabaña que tenía cerca de las montañas.
Margarette, miraba a Andrés inquisitivamente, mientras este le daba la noticia de un viaje inminente y que pasarían unos días con Andrés. No entraba en sus planes someter a discursión lo que ya estaba decidido. A demás Margarette no tenía la suficiente agilidad verbal para responder adecuadamente con un ironía o un desplante. No sentía el acicate de la discursión; muy al contrario, esta le producía un tedio de muerte.
Margarette, sentía que había nacido en ella un profundo desprecio hacía la falsa sumisión de su marido, hacía aquel abandono de su juventud en manos de la tristeza que la fue devorando poco a poco. Entonces Margarette, comenzó a pensar en las pequeñas injurias de Daniel, en las que, hasta entonces, no había reparado: su indelicadeza, su bastedad, el total abandono de la relación de pareja, su violencia cuando estaba irritado por causas de las que Margarette no era responsable, su incomprensión para el diálogo. ¿Por qué aceptar que su destino fuera siempre el de estar rodeada de seres que no la comprendían?, ¿por qué estar eternamente sometida al castigo de sentirse sola en compañía de los demás?. Una cadena de “porqués” surgía dentro de ella. Un deseo enardecido de odio, se dibujaba en sus labios y con un exquisito desdén los plegó. No tenía que trabajar, aquello no era más que una falaz excusa.
Un guía indígena les llevó hasta la colina de la montaña, allí, casi en lo alto se divisaba una pequeña cabaña. Al llegar fueron todos ellos recibidos por Andrés y por una hermosa mujer de piel dorada y de grandes ojos negros y mirada inquietante. Andrés la presentó como Angel Eyes; algo así como “ojos de Ángel”.
La primera reacción de Margarette fue de sorpresa, no sabía que Andrés tuviera pareja. Y sin querer, una mirada de desconfianza y celos se cruzó entre las dos mujeres. Ambas sabían lo que pensaban una de la otra sobre Andrés. Aquella situación no empezaba con buen pié. Su poca delicadeza estaba fuera de lugar, más que una mirada aquello fue una delación. Andrés se dio cuenta en seguida de la rivalidad entre las dos mujeres y quiso quitar importancia a la situación y como pudo rompió esa infranqueable frontera que se había formado en un instante entre las dos.
Días después supieron que era india y que se había criado en aquella montañas; y que ya su padre entonces estuvo al servicio del padre de Andrés.
Angel eyes se marchó y no volvieron a verla. La vergüenza que sentía Margarette por la situación vivida entre las dos, era reprochable. Nunca imagino que pudiera comportarse a sí, y de lo que más vergüenza la llenaba, era de que Andrés hubiese presenciado aquello. No entendía lo que estaba pasando en su interior, pero un amor loco, ciego y venenoso la estaba envolviendo.
Aquel que llega, se introduce en la mente como una idea fija y socava los sesos hasta la propia aniquilación del ser, sintiendo la pasión más desatada y destructiva que pueda acaecer sobre una persona. Y el corazón de Margarette enfermó por aquella locura.
Llevaban cerca de tres días en aquel paraje. A Margarette le encantaba salir todas la mañanas antes de que saliera el sol a pasear y disfrutar del aire puro que allí se respiraba. De vez en cuando se bañaba en aquel río de aguas gélidas y cristalinas.
Un día cuando creía que nadie la miraba, se despojó de todo cuanto llevaba puesto y se zambulló en el agua. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, a pesar de que el agua estaba muy fría le reconfortaba, notaba como la piel se estiraba y la notaba más tersa al acariciarla.
Entonces, sintió como unos brazos robustos la envolvían y la apretaban con fuerza. No se inmutó, ni siquiera tuvo tiempo de pensar en las consecuencias. Sabía que era él quien la abrazaba. Cerró los ojos y se dejó arrastrar al vacío, a sabiendas de que nadie sería capaz de impedírselo ni de salvarla después . Al darse la vuelta para enfrentarle, Margarette sintió desfallecer al ver el cuerpo desnudo e imponente de aquel hombre. Andrés casi doblaba en edad a Margarette, pero esto no fue impedimento para que una corriente de deseos se establecía por encima de la razón y empezara a adquirir vigencia entre los dos. Margarette estaba entonces cegada a partes iguales por la lascivia y un acuciante deseo de saberse mujer.
De repente, sintió como aquellos brazos que la sostenían con fuerza la soltaba, se vio cayendo lentamente en el fondo de aquel río. Pero a medida que iba bajando se dio cuenta que estaba inmersa en un mar profundo, rodeada de todo tipo de peces, crustáceos, algas y de demás. Esas mismas algas la envolvían de pies y manos; a penas podía moverse. sintió un calambre que recorrió cada una de sus extremidades. No podía respirar, algo pesado había caído sobre ella y la aprisionaba el pecho, sintió como poco a poco se le escapaba la vida. Los peces alborotados pululaban a su alrededor como si tuviesen prisa y entonces, llegó la calma. Ya no sentía nada, su cuerpo inerte permanecía inmóvil. No podía reaccionar, no podía moverse, ni siquiera gesticular; pero si oía todo aquello que le decían, aunque el sonido le llegaba como de muy lejos.
Cuando creyó que estaba completamente sola, llegó a ella como una débil voz como de ultratumba. Al principio no podía escucharla bien, ni siquiera entendía lo que le estaba diciendo. Cuando se creía en la desesperación más absoluta esa voz llegaba a sus oídos como un regalo. Era la voz de su madre. Cuando Margarette se vino a dar cuenta toda su vida había pasado como una exhalación delante de sus ojos. Aquel mar profundo no era más que el camino que tarde o temprano todos recorremos, los peces los médicos intentando salvar su vida, el latigazo los electrodos que diariamente le ponían para estimular sus músculos, y aquellas algas que la envolvían eran todos y cada uno de los tubos que la mantenían anclada a la vida.
Se rompía su único vínculo con el ayer, su entronque con el pasado.
La anciana sentía por momentos desfallecer, no sabía como afrontar esa realidad que le estaba tocando vivir de nuevo, pero ahora, en la vejez. No entendía lo que estaba sucediendo en su interior. Se sentía cansada y más vieja a medida que se iba dando cuenta de las cosas, y no pudo evitar el sentirse presa de sus emociones; miedo, rencor e impotencia bullían en su interior como un volcán a punto de hacer erupción.
Había permanecido en coma durante treinta y cinco años. En los cuales, su madre le había dejado su legado.
Alma sintió miedo de que Margarette despertara perdida, por lo que decidió regalarle sus recuerdos.
Día a día y durante todos esos años, Alma le contó la historia de su vida. Cuando esta se quiso dar cuenta la vida trasmitida estaba ahora en Margarette y comenzaba en ella.
Margarette regresó de nuevo al presente, a ese momento en el seguía pasando las hojas del álbum . Al llegar al final, la última hoja estaba completamente vacía en ella no había ninguna foto. A partir de ahí era como si su vida se hubiese borrado. Como sino hubiese vivido más que lo que su mente le dejaba recordar. Por un momento no se sintió dueña de sus recuerdos y una angustia se alojó en su pecho.
Entonces un último recuerdo llegó a ella como la última noción que poseía de su existencia. De pronto, se vio en aquel mercadillo de Portobello con su padre, como salían de la tienda de antigüedades, y como recorrían el camino de vuelta a casa. Y cuando estaban a punto de cruzar la calle, Margarette fue atropellada por un conductor que había perdido el control del coche.
Quizá fue en ese preciso momento, donde la relación de Daniel y de Alma se fue deteriorando. No fue suficiente el dolor que les unía, para mantenerles juntos.
Margarette había creado un pequeño mundo, donde poder abstraerse y esconderse de todo cuanto le hacía daño o no quería recordar. Pero ahora, el cuerpo de aquella niña era el de toda una mujer, el de una anciana. Habían pasado cerca de setenta años y no recordaba nada de su vida excepto aquellos recuerdos que llegaban a ella esporádicamente a través de las vivencias legadas por su madre.
Abstraída por el momento y con la mirada perdida, siguió pasando las hojas de aquel álbum que contenía la historia de su vida, como si nada; con aire de costumbre y aún de tedio. Una, otra, y otra más....
El hombre nunca puede saber qué debe querer,porque vive sólo una vida y no tiene modoalguno de compararla con sus vidas precedentes,ni de enmendarlas en sus vidas posteriores. (....)
¡Oh, Jeniva, Jeniva! Bello es el día bello es el canto, bella es tu risa, dulce es tu llanto. ¡Oh, Jeniva, Jeniva! Bello el amor, bella es la rosa, bella tu lira, sabia es tu prosa. ¡Oh, Jeniva, Jeniva! Sabes de penas, de alegrías sabes. Sabes que sabes que mi dicha llenas. (La vida es sueño, ...)