Ojala pueda ver que algún día, todas las cosas se arreglen, mientras tanto aquí seguiré, en la puerta de mi casa, esperando a que mi esposa y mis hijas me comprendan y perdonen por ser como soy: un escritor, uno de esos que viven con un dedo del pie en la tierra y los otros, en sus sueños y visiones…, ya que yo soy algo más que un traductor.
Traté de cambiar muchas veces, pero las visiones eran tan hermosas que cada noche llegaba a sentirme como una araña tejiendo líneas imaginarias, letras luminosas sobre el papel, con el fin agresivo de apresar la atención del lector, esperando que al final de la obra, yo, sintiese la total complacencia por la obra acabada…
Dejé tantas traducciones sin acabar postradas en mi oficina, por estar sumergido en mis notas, apuntes, libros, embarrándome en aquella tierra de letras mezclada con la lluvia de la imaginación, y así día y noche escribiendo, leyendo… es que, era hermoso… hasta que en un despertar encontré a un par de enfermeros, que a la fuerza cogieron mi cuerpo y, como una muela picada, me arrancaron de mi hogar, llevándome a un tétrico sanatorio.
Tuve muchas entrevistas en el Loquero y en todas ellas concluyeron con el mismo veredicto: “Demente”. Realicé que la locura es el gesto o la sombra del genio, por ello sonreía, me sentía especial... Muchos de los enfermeros y pacientes me apreciaban, pues apenas abría la boca, los cuentos, poemas, historias chorreaban como lava de un volcán… encendiendo sus almas y haciendo brincar aquel ser escondido en ellos… Al ver esto, el médico central, que era un tipo serio, culto y tan especial como yo, me pidió que fuera a dialogar en su oficina con él…
Así pasaron los años. El doctor se hizo como un hermano. Una mañana, decidió que yo escapara, y él, lo haría del sanatorio exterior… Me dijo que deseaba viajar en un barco que lo llevara a La Atlántida, le agradecí infinitamente, y me fui a buscar a mi familia a la que nunca olvidé ni dejé de escribir y amar, las pocas veces que tuve la oportunidad de tocar un lápiz y papel…
Y aquí estoy, en la puerta de mi casa, tocándola una y otra vez sin que nadie me abra. Si no fuera porque llegaba el coche del sanatorio, me hubiese quedado para siempre en la puerta.
Huí como esos perros que se escapan de los barrotes que nos separan de la libertad y vagué por todos lados, como un mendigo… En un momento en que estaba sentado bajo el puente de un río observé un bote navegando, y recordé al doctor y su viaje hacia Atlántida… Lo busqué por todo el puerto y lo encontré sentado sobre una inmensa maleta, esperando la salida de su barco. Lo saludé y le pedí si podía acompañarlo, aceptó. Subimos, era un barco de pesca, y como obreros, partimos rumbo hacia la otra parte del mundo…
Limpiábamos el barco de proa a popa, del motor a cubierta, del mástil al ancla. Llegué a quererle, sobre todo por las noches en que, mientras dormía el doctor, me ponía a escribir sobre el mar, los marinos, los peces, la luna, en fin… todo aquello que llamara mi atención, para luego guardar mis escritos en mi bolsón… Los pescadores se burlaban al ver que lo único que guardaba era cientos y cientos de papeles, maderitas, conchas y muchas experiencias transformadas en poemas…
Cuando llegamos a tierra, escuché el clamor de mi destino. Bajé solo, pues el doctor deseaba continuar su viaje. Recuerdo verlo alejarse en una bella tarde, quieta y llena de sol, en las costas ibéricas; aún recuerdo el rostro perlado de lágrimas de mi amigo, desapareciendo en las profundidades del océano…
Paseé como un mendigo de un lado a otro hasta llegar a la ciudad luz, y allí, junto a los Closhards, compartimos el arte, la literatura, la vida de un poeta… Una mañana, vi que de un lujoso auto bajaba una familia vestida con trajes suntuosos. Reconocí a la mujer y los niños, era mi familia. Me acerqué con el corazón palpitando desbocadamente y los llamé por sus nombres. Voltearon sorpresivamente, y al verme en aquel estado, sucio, con los cabellos largos, con un lápiz en la mano, y un bolsón lleno de papeles llamaron a la policía para alejarme de sus vidas…
Los vi separarse de mi vida, una vez más… Y lloré por mi suerte, y cogiendo mi pluma comencé a escribir, la triste historia de un escritor que perdió todo por aquella locura llamada arte… quedándose libre, bebiendo de su botella embriagadora haciendo su existencia a ratos alegre y a ratos triste… Lloré mientras escribía, quizás para sentirme mejor, pero lo cierto fue que una nube llegó a mis ojos y sentí que la vida me daba una mano, una oportunidad... Aturdido y sin saber qué hacer, cogí mi escrito, lo retorcí y lo tiré por la calle. Me senté en la vereda, desolado, con los mocos que caían como savia de un viejo árbol… Y cuando vi que un auto estaba por pisotear mi escrito, algo en mi interior brincó, como si aquel coche fuera a atropellarme. Salté como un gato y la cogí, pero no pude esquivar al golpe, volando por los aires como una piedra…
Cuando abrí los ojos, estaba rodeado de gente que me observaba intensamente; me pareció reconocer cada uno de sus rostros… No sé cómo, pero pude ver en cada uno de ellos, los ojos de mi esposa, sus manos delicadas, sus cabellos largos y encrespados, la sonrisa y dientes de mis hijas, todo, todo… Sí, en cada uno estaba mi familia, repartida en cada ser que me miraba con esos ojos llenos de brillo, afecto, inquietud… Quise pararme, no pude. Cogí mis escritos, y los besé con total alegría…
Lima, 08/12/12