Caminando por un bosque ví una subida empinada, y quise subir para ver si había vista panorámica en la cima. Arriba descrubí un cementerio muy antiguo, y en cada tumba había una estatua con forma y tamaño humano. “¿De quiénes serán estas tumbas?” pensé, “¿y por qué tantas estatuas? ¿Quién las habrá hecho con tanto detalle y realismo?”
Sentí una gran tranquilidad en aquel lugar y por lo tanto decidí que quisiera ser enterrado ahí el día que me muriera. Poco tiempo después, me encontré con un viejito que decía ser dueño de esa propiedad, y le expliqué lo que estaba sintiendo y le hablé de mi deseo que había surgido de esa sensación. Me dijo que lo mejor sería que yo me sentara ahí a esperar que anochesiera para ver si no cambiaba de parecer. Me senté en el borde del precipicio al lado de una de las estatuas observando la puesta del sol.
Empecé a ver luces por haber estado mirando al sol por mucho tiempo cuando ví un objeto circular luminoso. De repente me dí cuenta que el sol ya había bajado y que era otra cosa lo que yo estaba viendo. En eso la estatua a mi izquierda se estremeció un poco, como estirándose, suspiró, y dijo, “la luna” y otra vez se quedó inmóvil. Por un momento pensé que me lo había imaginado hasta que dijo “la veo amarilla”. Miré la luna y le contesté que yo la veía amarilla, azul, y roja. Todas las estatuas voltearon sus cabezas un poco para verme, y me miraron con cara de “¿y éste?” como si nunca me hubieran visto antes, o como si fuera un recién llegado, y luego se enderezaron como si se habían dado cuenta de que sí me conocían, o que por lo menos no les molestaba que yo estuviera ahí, y en ese instante entendí el gran misterio.
Comprendí que una persona había sentido tanta emoción al ver la luna alguna vez, que se acordó aun después de muerto, se acordó del ser que había sido, un ser que seguía siendo, un ser tan poderoso que aun sin carne y hueso podía usar una estatua de mármol para expresarse. También sentí mi ser. Pasé la noche de esta manera, casi inmóvil, y justo antes del amanecer me dí cuenta de que yo podía hacer lo mismo, o sea que yo era nada más y nada menos que un ser eterno, y con el primer rayo de luz, justo antes de perder el conocimiento, supe que había estado sentado encima de mi propia tumba.
Vaya que desenlace imprevisto...así que estaba muerto...y tranquilo consigo mismo, se ve...no será tan malo morirse, digo yo. El cuento lo mantiene a uno en vilo. Mis saludos.