Cuán difícil resulta para los mortales el aceptar que la edad y el paso de los años son inevitables. Dentro de poco tiempo –días, para ser preciso- pasaré a formar parte si Dios me lo permite, de los seres que acumulan en su espalda cuatro décadas. Sí, pronto llegaré a los 40. Se dice rápido y fácil, sin embargo que duro es aceptar que la vida va declinando. Me siento y estoy fuerte, pero –ahí está el pero que nunca falta- siento nostalgia al recordar las “hazañas” que de joven realizaba.
La mayor parte de mi vida transcurrió en mi querido barrio Loma de Juárez. Se llama así por que el Benemérito fue el epónimo de dicho sector. Siempre vivimos a la falda del cerrito en cuya cima está la estatua perenne de Benito Juárez. (Para aquellos que no sepan quién fue, es un personaje muy importante de la historia de México). Recuerdo que aunque el acceso hacia la parte alta del cerro era bastante inclinado, mis piernas también eran muy fuertes y sobre todo ligeras y con que facilidad subía corriendo dicho promontorio. Ya sobre la cima, corríamos a todo la velocidad que podía darnos nuestras extremidades inferiores. Fue una infancia feliz, sin sobresaltos. Los turistas que en ocasiones se aparecían por el lugar, nos daban monedas de denominaciones pequeñas: Pennies. Desde lo alto del cerro, se puede apreciar una vista increíble, pero sobre todo, hermosa. Se logra ver los cuatro puntos cardinales y mi ciudad en todo su esplendor. Con que gusto esperábamos el día 21 de marzo (natalicio de don Benito), porque el monumento se llenaba de gente venida de todas partes, era hermosa en verdad la celebración de que les hablo. Ya casi al caer la tarde, la bóveda celeste se puede apreciar claramente en virtud de que no hay obstáculos que lo impidan. La llegada de la Navidad no era menos importante en nuestras vidas. En la parte central del monumento, se instalaba –se sigue haciendo- un inmenso árbol navideño, que créanmelo o no, media éste más de 30 metros. Miles de luces multicolores lo adornaban, y la visita era obligada de todo el pueblo. Los chamacos o niños, entre ellos yo, corríamos bajo la égida mirada de nuestras respectivas madres. Aquello se convertía en una fiesta de todos y para todos. Por eso y por muchas razonas más, siempre he estado orgulloso de mi cerro, como cariñosamente le llamamos. El monumento cuenta con bancas, luces, vigilancia y un área aproximada de 8000 metros cuadrados. Por cuestiones familiares aún visito el sitio descrito, pero vienen a mí, sentimientos encontrados porque creo que nunca más podré subir a mi cerro con la agilidad y destreza con que lo hacía en mi niñez y posterior juventud. Bien dicen, los años no pasan en balde, se quedan en las personas y naturalmente yo no iba a ser la excepción. Ya no soy un niño, la infancia y juventud quedaron atrás, pronto pasaré a ser el hombre de las cuatro décadas, sin embargo no me puede tanto el que los recuerdos de vez en cuando me invadan, sino que me duele más el no poder escalar corriendo a la cima como cuando era un chamaco. 40 años viví cobijado por la sombra de mi cerro. 40 años pasé visitando sus piedra y escalones que permanecen tan lozanos como cuando era un niño. 40 años que fueron como un relámpago que cruza el cielo en busca de un final, así fueron lo que yo creo hasta hoy es la mitad de mi vida. Infancia querida, juventud amada, agilidad extrañada, el tiempo tiene que seguir y cada cual soportarlo a su manera. A veces me canso, sin embargo la vida tiene que marcar su camino. No cabe duda de que los años pasan... y cuarenta a lo mejor son muchos.