Sílice vivía en una tribu en el corazón de África, rodeada de cebras, leones, guepardos y hienas. Todo tipo de animales que los turistas de fuera observaban con asombro y curiosidad en sus safaris y que para ella eran parte de su vida desde que había nacido. Su padre era el herrero del pueblo y su madre se dedicada a impartir clases a los más pequeños.
A unos kilómetros del pueblo había un lago en el que los más ancianos de la tribu decían que habitaba un extraño ser de aspecto indeterminado. Decían que devoraba con velocidad pasmosa a todo el que merodeara por la zona. Por lo tanto, nadie se acercaba. Sílice, en cambio, era muy valiente.
Cuando cumplió 15 años, la tradición marcaba que sus padres debían dejarle hacer un viaje en solitario, para empezar a madurar y a caminar hacia la vida adulta. Ella eligió viajar hasta el lago y descubrir si ese monstruo existía y, de ser así, si era tan fiero como lo pintaban. Así que, a la mañana siguiente a su quinceavo cumpleaños, Sílice inició su aventura.
Al llegar al lago, todo parecía estar en calma. Se respiraba aire fresco y puro y el agua transparente emitía un agradable y relajante sonido. Tan relajante era que Sílice apoyó la cabeza un momento en un árbol tras merendar. Casi al momento se quedó profundamente dormida. Al despertar tenía tanto calor que le apeteció darse un chapuzón. Durante un buen rato nadó sin darse cuenta de que el monstruo se acercaba sigilosamente. De hecho, no se dio cuenta de que se estaba paseando por la orilla y llevándose su mochila.
Avergonzada por no haber creído la existencia del monstruo, corrió al pueblo para contar lo que había sucedido. Nadie le creyó. Sus padres la acompañaron entonces hasta el lago y vieron la mochila en lo alto de una palmera. Dijeron que en realidad Sílice era una chica muy despistada. Ella insistió en que había sido aquella criatura, pero nadie la creyó.
Desolada, se fue a la cama, pero en mitad de la noche aquel ser se acercó a su ventana. Le susurró que, si los mayores le advertían de ciertos peligros, había que hacerles caso. Sílice entendió entonces que lo único que había hecho aquel monstruo era darle una valiosa lección. Enseñarle a que hay que ser precavidos ante los peligros de los que nos alertan quienes saben más que nosotros.