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Categoría: Infantiles

blanca y radiante

Querido Diario: 

¿Recuerdas que te conté anteayer que ese apuesto cazador del bigote oscuro y los brazos musculosos finalmente se atrevió a hablarme? ¡¿Y que me invitó a pasear con él, eso lo recuerdas?! Bueno, yo pensé que mi madrastra nunca lo consentiría, siendo él más rústico que la estopa y yo la distinguida hija de un rey, con la tez blanca como la nieve, los labios rojos como la sangre y el pelo negro como el ébano. 

Pero ayer, cuando le pregunté si objetaría que faltase a mi clase de “Bordado de Refranes Etruscos” para pasear con este buen hombre, mi madrastra no dijo ni “chis”. 

“Mh. Qué extraño”, pensé yo en aquel entonces. Pero estaba tan emocionada, que corrí a elegir mis mejores ropas y la dejé a solas con su espejo, secreteando como todas las mañanas si el jabalí se sazona mejor con arándanos o chimichurri. 

Entonces, al terminar la clase de “Aseveraciones, Complacencias y Mohines Dignos de Princesas II”, partí rauda como una liebre a encontrarme con el lozano jinete. 

Mi corazón galopaba a la par de nuestros corceles. 

Marchamos a campo traviesa por un buen rato. Los rayos del sol rebotaban en los cabellos claros de su testa varonil. Unas primorosas gotas de intenso sudor perlaban su frente, bozo y tres cuartos de su chambergo, hundiéndose en la tela en caprichosos semicírculos bajo sus axilas. Exudaba, entre otras cosas, una imponente aura heroica. 

Nos la estábamos pasando de lo más lindo. Yo le contaba sobre el lote de satín color lavanda que unos mercaderes orientales le obsequiaron a mi padre, el rey, para mi vestido de 15. Él, tímido, balbuceaba deliciosos sonidos guturales cuando, de repente, nos internamos en el bosque prohibido. 

“Uy”, pensé yo en ese momento, “¿me habrá traído aquí para confesarme su amor irrefrenable, lejos de miradas curiosas, oídos indiscretos y civilización alguna?”. 

Mi vientre gorjeaba de los nervios y un ligero atisbo de hambre (llevábamos cinco horas de cabalgata continua, sin detenernos siquiera para otear el paisaje). 

Pero no podía estar más equivocada. 

Tras adentrarse en el follaje, mi pretendiente se detuvo en seco. 

Ofreciéndome su mano velluda, me invitó a descender del zaino. Y allí, en medio de la arboleda sombría, finalmente se confesó. 

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