Soñó con su viejo que hubo conocido con apenas con dos años de edad. Muy poco tiempo para conocerlo, pero qué importaba el tiempo para un niño sin madre siquiera. Al menos tuvo padre reconocido, algo que pocos, en su pueblo y miseria tenían tamaña suerte. Claro que ahora el viejo debiera de estar hecho polvo, pues bajo cemento era muy difícil, el problema siempre fue la plata y la ignorancia del pueblo. El dinero era algo que escaseaba tanto como la suerte, algo que el viejo nunca gozó, sobre todo eso de morir en un retrete, cagando y cagando hasta hacerse mierda pura, quedando tan solo sus huesos y el pellejo, y, claro, sus harapos… Dicen que fue hechicería, puede ser, pues aquella zona estaba inundada de gente que no sabía morir en paz. Unos llegaban hasta más allá de los cien años, y eso porque se alimentaban de esa mierda de culebras, gusanos, hongos y ranas, y esas raras hierbas extrañas de los montes… Cierto, era un pueblo olvidado y maldito, pero uno que siempre vive por allí se acostumbra hasta a las desgracias en la vida.
Despertó asustado, pues sus sueños con su padre siempre fueron agradables, pero este último no lo fue… En el sueño se hallaba caminando por un parque de hojas plateadas sin un solo árbol, lleno de personas enfermas, sin brazos, sin ojos, medios locos, cuerpos desangrados y, en medio de ellos, su viejo calato, con tan solo un tapa rabos a lo Tarzán, acercándose como si flotara con un puñal en la mano, clavándosela una y otra vez en su estómago, para luego gritar y gritar, saliéndole chorros de mierda rojiza por su boca, y en sus manos las manchas de sangre de su hijo. De todo, creyó escuchar que muy pronto estarían muy juntos.
Se movió de su catre y vio a su mujer. Aún dormía como una cerda, ocupando el espacio de toda la cama. La vieja roncaba, balbuceaba, mentaba sonidos como lenguajes perdidos, no lo sabía ni entendía muy bien… Siempre pensó que su mujer era bruja. Le temía, pero la quería porque cocinaba como nadie en el pueblo. Suspiró de su suerte y se dispuso a sacudirse como los perros de la calle ante toda su pesadumbre y realidad. Saltó de la cama sin que se diera cuenta la gorda, y cuando estaba alejándose fuera del cuarto un dolor en el pecho le hizo doblarse como la caía de un viejo árbol cortado por un leñador… Se tapó la boca, pues no quiso hacer ruido, para qué, si a nadie le importaba su vida ni salud.
Sesenta años tenía, al menos eso es lo que aún recordaba, quizás fueran muchos mas, no estaba seguro, pero qué importaba. El dolor, se dijo, era constante y periódico. Recordó el sueño de su padre. Podría morir ahorita mismo si el diablo lo quisiera, pero guardaba un anhelo, quizá un sueño: el de ver por TV el último mundial de fútbol. Sabía que iba a morir. El doctor del pueblo le dijo lo del cáncer, que era fatal, maldito y que le quedaba poco tiempo de vida... Sonrió cuando recordó la pregunta que le hizo: ¿Doctor, el cáncer tiene que ver con la mierda…? No, le dijo. Salió del hospital y no le contó a nadie, excepto a su padre, su bendito padre que estaba hecho polvo… Era su único receptor y amigo, con quien dialogaba de día, tarde o de noche desde que el mundo lo escupiera a la soledad de los miserables. Por suerte el dolor se le fue así como picadura de muela que se agota cuando le da la gana. Respiró profundo y pensó en la receta que el doctor para el dolor y, si existían los milagros, para salvarle la vida…
Metió las manos en los bolsillos y vio que no tenía un solo mango. Que miseria, que miseria…, pensaba. Que desgracia, que desgracia, ni siquiera tengo dinero para adormecer mi dolor… Sí mi padre existiera. Si hubiera comprado la huerta, pero… mejor no soñar, jamás llegaré a ver el mundial. Salió a la calle con su ropa que le quedaba demasiado grande. Estoy flaco, parezco una momia, un deshecho de pellejo y hueso de pollo… ¡Qué desgracia dios mío, qué desgracia dios mío…! Caminó hacia una esquina del pueblo y vio a los muchachos que llegaban de una fiesta, borrachos, con las camisas en los brazos y los cabellos apelmazados como engrudo… Pobres, pensó, no saben lo que hacen con sus cuerpos, pronto lo sabrán…
Uno de ellos, a quien reconoció como su hijo, se le acercó, diciéndole que venía de la pollada. ¡¿Qué pollada?! El muchacho le explicó que el barrio se había juntado para hacer una pollada, y, con el resultado, es decir, con la ganancia, comprarse los uniformes de fútbol. ¿Y…? ¿Les alcanzó? ¡¡Nos sobró viejo, nos sobró!! Sino, ¿de dónde salieron las chelas?... Empezó a reírse como un títere y entró hacia el interior del callejón, hacia su casa.
Una pollada, pensaba, una pollada, pero… ¿con cuánto se puede hacer una pollada? La ganancia, la ganancia, eso de la ganancia me puede servir para comprarme la medicina, claro, puede ser… Para mí, con que la vida me alcance para ver el mundial. Una pollada, puede ser, puede ser… Ver el mundial antes que me junten con mi viejo, ¿qué más se puede pedir?
Regresó a su casa, cogió un pedazo de papel y se puso hace cálculos: ¿Cuántos pollos se necesita para una pollada? ¿Cuánta verdura, papa, ají, servilletas, salsa, cerveza, vasos descartables, platos de lo mismo… se necesita?, pensaba. Hizo sus cuentas y sumo, necesitaba bastante… Empezó a desilusionarse. De pronto se dio cuenta que podría vender tarjetas, vales por una porción de pollada. Su alma se iluminó. Todo comenzó a verse mas claro que una hoja en blanco.
Salió de la casa y fue donde su amigo que tenía una imprenta. Le dijo que necesitaba cien tarjetitas para hacer una pollada y que el dinero se lo devolvería cuando vendiera las tarjetas. ¡Ayúdame hermano! Necesito comprarme la medicina, le dijo a su amigo. Le mostró la receta, su amigo lo leyó y le dijo que bueno, que estaba bien y que confiaba en él, y que desde ya le separase una porción de la pollada.
Contento regreso a su casa para hablar con su gorda. Le explicó lo de la pollada, la manera en que buscaría la financiación, y que ella se encargaría de cocinar todos los pollos. Qué, y, ¿cuánto para mí?, le dijo su mujer. Toda la diferencia, toda, lo único que quiero es una poca de plata para comprarme unas cositas, ¿ya? Ta bueno flaco. Y así, una vez ordenado la preparación fue a conversar con toda la gente que conocía, hablándole acerca de la pollada que estaba haciendo su mujer y él. ¿Para qué?, le preguntaron. Para llegar al mundial, para eso nada más…
Al día siguiente ya estaban las tarjetas. Salió como un periodiquero a ofrecer uno por uno, y uno por uno le pagó su tarjeta. Juntó más de lo necesario. Compró los pollos y todo lo demás. Llevó todo a su casa y su mujer empezó a preparar la pollada. Llegó la noche. Puso un potente equipo de música y la gente empezó a entrar en su casa y en la plaza que había adaptado para colocar una pequeña mesita, llenesita de botellas de cerveza al polo que había conseguido en calidad de concesión a la tienda de la esquina del pueblo. Todo estaba bien. La gente estaba tomando, comiendo, bailando, hablando, riendo, chismeando cuando uno de ellos comenzó a doblarse de dolor. Fue corriendo hacia el baño y no salió… Se hizo un silencio. Apagaron el equipo de música y se acercaron hacia el baño… Horror de horror, el pobre hombre estaba bañado de mierda por todos lados. Recordó a su viejo, su sueño y, sin esperar ni un instante, salió corriendo hacia la salida del pueblo. Vio el bus que salía y sin dudar un instante subió. Pagó y se sentó al fondo como para que nadie lo reconociera. Cuando el bus empezó a rodar, sacó la cabeza un instante y vio a mucha gente doblándose de dolor… Extrañamente vio a su mujer mirando a través del callejón, media descubierta, media irónica, y pensó: Es una bruja, una bendita bruja. Metió sus manos en los bolsillos y sintió un manojo de papeles, papeles, verdes papelitos, dinero, dinero contante y sonante de la bendita pollada… Voy a llegar al mundial, sí, sí, claro que sí… Gracias viejo, gracias viejito, gracias…, pensaba mientras veía el dinero para comprarse la medicina...
Lince, febrero de 2006