Una oscura y tortuosa lengua se zambulló violentamente en las claras aguas de un arroyo selvático. Tras agitarse durante unos instantes, salió del agua y desapareció entre las fauces de un Rex. El animal se irguió para internarse en la espesura que tenía detrás, pero en lugar de eso se distrajo con unos pequeños y chirriantes Procompsognathus que saltaban alegremente por la orilla. Cuando los hubo espantado a base de enseñarles sus terroríficos coilmillos, encaró la jungla y desapareció con la enorme cola dando bandazos tras él. Aquel Rex, en particular, era más belicoso que los demás de la región, y tenía aterrorizados a todos los hervíboros, e incluso a algunos carnívoros.
Unos minutos después salió a campo abierto. Una altísima hierba cubría el terreno, y a la derecha discurría un sinuoso río. De pronto, la hierba se abultó en seis puntos que rodeaban simétricamente al coloso. Poco a poco, los bultos fueron acercándose a éste y entonces, zas!, seis raptores, tres a cada lado, saltaron violentamente sobre la oscura pìel del Tyrannosaurus. Mientras le acuchillaban y mordían en el lomo y la cabeza, éste lanzó un terrible alarido. Estaba perdido.
Pero de repente, y al mismo tiempo, los raptores se descolgaron de su cuerpo y se alejaron del lugar en un abrir y cerrar de ojos.
El Rex, no entendiendo por qué habían realizado ese ataque tan extraño, siguió adelante mientras se resentía de sus heridas. De nuevo en la selva, fue víctima de otros tantos velocirraptores. Esta vez eran cuatro, y de la misma manera que los anteriores, le infringieron todo el daño que pudieron y después desaparecieron al mismo tiempo. El Rex gimió de nuevo, azotando con una terrible bocanada de aire las plantas que le rodeaban. Reanudando la marcha, tropezó torpemente con la raíz de un árbol, y cayó al suelo. Ahora se encontraba en un minúsculo claro, pero no estaba solo. A la derecha, pudo oír los gorjeos y chillidos de varios Compsognathus. Sabía lo que aquellos animalitos podían hacerle, y ahora más que estaba malherido, y por eso intentó levantarse. Pero no pudo.
Saltito a saltito, los carroñeros se subieron a su lomo y comenzaron a arrancar pequeños trocitos de carne. Nueva sangre se unió a la que ya tenía de las heridas de los raptores. Poco después, entre gruñidos de desesperación y fuertes dolores, el gran Tyrannosaurus murió desangrado.