Con el propósito de conocer la dialéctica del pueblo vecino fue que un día me encaminé con todo y mis maletas hacia la estación del tren. El tren, según me informé, cruzaba dos veces por semana la frontera, pero casi nunca llevaba pasajeros; sólo llevaba mercancías que por una tradición indescifrable intercambiaban mi pueblo y el pueblo vecino. Y es que no existe relación alguna entre los dos pueblos, y las razones no son conocidas con certeza. Por eso es que yo quería ir.
Dicen que la gente de allá tiene costumbres muy extrañas, y ellos dicen lo mismo de nosotros, a pesar de que casi nadie conoce gente del otro lado de la frontera.
Mi bisabuelo una vez fue. Como no habían terminado de construir la vía del ferrocarril hizo el trayecto a pie. Mas yo nunca supe de sus experiencias pues él murió antes de que yo naciera. Todo quedó en una mera anécdota familiar. Y cuando se cuenta en fi estas con amigos mi padre se enorgullece de la destreza de su abuelo. Pero mi madre no lo entiende de esa manera ya que para ella eso no constituye ninguna hazaña, y lo que es más, le parece que el bisabuelo haya perdido el juicio.
Es tan difícil -por no decir que es imposible- la comunicación entre mi pueblo y el pueblo vecino que en una ocasión en que estuvo a punto de estallar la guerra (nadie se acuerda por qué), por falta de entendimiento no se pudo hacer una declaración que c omprometiera a ninguno de los dos pueblos. Dicen que esa vez ambos gobernantes, que por otra parte nunca se habían visto, se miraron todo el tiempo con un gesto de incomprensión que terminó por aburrirlos. Los dos intérpretes, muy talentosos por lo demás, nunca pudieron poner en claro las peticiones que los gobernantes llevaban por escrito, y terminaron despidiéndose con gestos indiferentes: ni amistosos ni retadores. Es por eso que se mantiene la paz.
Casi nadie se atreve a cruzar la frontera. Y no es precisamente miedo lo que se siente al cruzarla ya que el pueblo vecino es muy pacífico. Es más bien un sentimiento de estar todo el tiempo observado como si fuera uno un bicho raro. Y eso lo sabemos acá porque cuando vemos a alguien que por razones que se nos escapan ha atravesado la frontera hacia este lado, así es como lo miramos. Y no es por maldad que lo hacemos, ni por incomodarlo, sino porque en verdad resulta curioso. Se elimina inmediatamente l a posibilidad de que venga por un asunto de negocios, pues nadie en su sano juicio tendría interés en hacer negocios con alguien del pueblo de al lado. No obstante, se ha dado el caso de algún borracho tambaleante que se mete en los vagones del tren para dormir un poco en total inconsciencia y amanece al día siguiente en un lugar donde no entiende nada y nadie hace nada por hacerlo entender.
Los del pueblo vecino y los del mío nos reconocemos inmediatamente unos a otros aun sin hablar. Tenemos un modo de mirar diferente y cuando en alguna ocasión nuestras miradas se encuentran nos ponemos nerviosos y las miradas resbalan en sentidos contrari os con una suavidad empalagosa. De cualquier manera, la mayoría de las veces evitamos cualquier tipo de contacto, sea cual sea, y los motivos distan considerablemente del odio.
Quizá una de las más notables diferencias estriba en que no hablamos el mismo idioma, y esta diferencia se acentúa debido a que no hay manera de aprender el otro lenguaje: no hay escuelas para eso ni profesores. Son muy pocos los que dominan ambas lengua s y generalmente trabajan para el gobierno como intérpretes traductores. Estas personas tienen muy poco trabajo ya que no hay mucho que traducir, y esto se debe a la falta de interés en general por conocer lo que sucede del otro lado de la frontera. Al pr incipio -cuentan- no había este desinterés, pero las esperanzas se fueron perdiendo al pasar de los años. Se intentaron todo tipo de acercamientos: hubo una época en que los viejos e ilustrados traductores hicieron una versión en nuestro idioma de los lib ros de más tradición del pueblo vecino y ellos hicieron lo mismo. Desgraciadamente ya no se tienen esas traducciones. La historia nos dice, sin embargo, que a pesar de que aquellos libros podían leerse en nuestro idioma, ni siquiera los sabios de aquel ti empo entendieron una sola idea de las que nuestros incomprensibles vecinos planteaban con su literatura. Y al parecer la nuestra tuvo el mismo efecto allá.
Las únicas personas que cruzan con frecuencia la frontera son las que trabajan en el ferrocarril; es un trabajo muy bien pagado por lo demás. Estas personas son escogidas en comisiones; es muy sencillo de este modo, y así pueden hacer sus labores sin sen tirse incomunicados. Se hace de la siguiente manera: cuando el tren viaja de aquí para allá el personal lo conforma gente de mi pueblo, y cuando es al revés el tren es manejado por gente de allá. Una vez que el tren llega a su destino y los comisionados d escargan la mercancía, se les asigna a éstos un vagón con provisiones donde esperan a que el tren vuelva a partir para regresar a sus hogares.
Ni hablar de una posible relación amorosa entre algún hombre o mujer de mi pueblo con alguien del otro pueblo. Sería muy poco probable, pues aun contando con el hecho de que hubiera cierta atracción y algún entendimiento, rondan leyendas que dicen que su s genes son totalmente incompatibles con los nuestros. Las leyendas informan de ciertas aberraciones genéticas que han sido condenadas al destierro.
Por todas estas razones fue que un día llegué a este pueblo que ahora es mi pueblo. He llegado a muy pocas conclusiones en cuanto a las causas de incomunicación, pero por lo que me he dado cuenta al cabo de los años, aquí las mujeres también lo pueden de jar a uno sin aliento con sus lindas sonrisas y los niños ríen y lloran como en todas partes.
Ciertamente no siento nostalgia de mi pueblo pues eso no sería comprendido aquí, y tampoco tengo intenciones de volver, de cruzar otra vez la frontera que un día crucé en un vagón de carga con la vaga sensación de estar atravesando un espejo.