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Asimetria

Una preciosa tarde de otoño. El sol se demoraba aún un momento en perderse definitivamente tras los edificios. En su resplandor, los árboles, colmados de hojas marrones, amarillentas, rojizas, ardían en un fuego que no existía, pero que era perfectamente visible para todo aquel que supiera mirar de la manera adecuada. El tiempo seguiría estable al menos una semana más, decía el hombre del tiempo. Las temperaturas agradables y los cielos despejados serían la nota predominante en este otoño, decía el hombre del tiempo. El viento, sin embargo, soplaba fuerte. No era un vendaval, ni mucho menos, pero agitaba el fuego de los árboles con fuerza, y rugía en los oídos, y silbaba en las rendijas.
Manuel permanecía sentado en un banco de piedra, mirando el parque donde los niños pedían en silencio, y casi sin darse cuenta de ello, que el sol tardara aún horas en esconderse, que el tiempo de juego entre la condena del colegio y la esclavitud de casa se alargara indefinidamente. El viento agitaba en torno a su cabeza los cabellos largos de Manuel. Ese mismo viento le hacía entrecerrar los ojos. Buscó en el bolsillo izquierdo de su cazadora y sacó un caramelo de menta. Le quitó el papel, que tiró al suelo, y lo arrojó al interior de su boca. Un niño de unos cinco años se detuvo ante él, alejándose de sus dos amigos, que continuaron caminando, aparentemente ajenos al hecho de dejarse atrás a su compañero.
-Los papeles, en la papelera –dijo el niño.
-Ops, lo siento –dijo Manuel, inclinándose de inmediato a recoger el envoltorio del caramelo y arrojarlo a la papelera que tenía al lado del banco. El niño aceleró el paso hasta encontrarse de nuevo entre los otros dos chavales. Manuel lo siguió con la mirada y una sonrisa, hasta que una voz le hizo volverse bruscamente.
-Hola.
Era Silvia, que se echaba una y otra vez la melena, que casi era tan larga como la de él, hacia atrás, en un vano intento por vencer al viento en su lucha por alborotarlo alrededor de su cara. Tenía la cara seria, una ligera blusa de colores vivos y unos vaqueros gastados.
-Hola –respondió.
-¿Puedo sentarme?
-Sí, por supuesto –dijo, apartándose para dejarla un hueco.
Silvia se sentó, y volvió a echarse el pelo hacia atrás, el cual volvió de inmediato a flamear en torno a ella. Le regaló una rápida mirada y volvió los ojos hacia abajo. No sólo estaba seria, sino disgustada, quizá apenada. Manuel la miró y la miró, y no se decidía a tocarla o no. Antes había sido fácil, casi como un acto reflejo: su mano caía sobre la de ella, se inclinaban el uno sobre el otro, y se besaban. Ahora, sobre el banco de piedra, parecían dos torpes amantes primerizos que no se decidían a dar el primer paso.
-Tenemos que hablar –dijo Silvia.
-Sí.
-Seriamente.
-Lo sé.
Pero de nuevo el silencio los envolvió. Los niños, enfrente, se columpiaban, corrían, trepaban, se perseguían, reían y chillaban. Ellos permanecían en silencio. Medio sol se perdía ya tras los edificios.
-¿Qué puedo hacer? –preguntó Silvia, sin mirarle, con una voz pequeña e inhabitual en ella-. Dime qué hago.
-Nada. No puedes hacer nada. Ni tú ni yo. Las cosas han ido demasiado lejos.
-No quiero que sea así. Quiero volver a como era antes.
-No podemos.
Silvia cerró los ojos y tragó saliva. Intentaba retener las lágrimas, Manuel se dio cuenta. También se dio cuenta, sorprendido, que él trataba de hacer lo mismo. Durante los dos minutos siguientes, la miró, la miró. El viento volaba su negro pelo en torno a su cara, inclinada hacia abajo, sin atreverse a levantar la vista hacia él. El viento también hacía ondear las mangas anchas de su blusa. Sus manos no sabían que hacer; nerviosas, se estremecían la una contra la otra. Él, sin embargo, sentía una tranquilidad extraña en su interior, una tranquilidad que supo falsa. Las lágrimas retenidas así lo atestiguaban.
La miró y por un momento olvidó el motivo de aquella inesperada, inverosímil y triste situación. La miró y, mientras la miraba, la recordó sonriente, cubierta de rubor, la primera noche que la besó. La recordó dulcemente seria cuando se desnudó por primera vez ante él. La recordó traviesa y cariñosa, emocional y serena, dormida y riendo. La recordó tocando la guitarra bajo aquel sauce, para él, sólo para él. La recordó desnuda y cubierta de chocolate, completamente colorada por la vergüenza, en aquel San Valentín. Recordó cómo se intuían el uno al otro; cómo eran capaces de coincidir a veces en pensamientos, sin necesidad de utilizar las palabras. Recordó que la amaba, que la amaba más que a nada en el mundo, por más que la frase estuviera tan manida. Recordó que ella también lo amaba, que se lo había dicho riendo y llorando, con besos y con miradas, con gestos y con caricias.
Hubo una lágrima que no pudo reprimir, y cuando la sintió rodando por su mejilla, volvió la vista hacia los niños. Silvia al fin elevó la mirada hacia él.
-¿He de pedir perdón?
-No cambiará nada –respondió Manuel, notando cómo se le quebraba la voz.
-Te amo, Manu. No quiero que se acabe. Te amo.
Manuel la miró, y sus ojos se encontraron. Por un momento, se sintió tentado. Ríndete, se dijo a sí mismo. Pero no podía, y no pudo. Tarde o temprano, volvería. Volverían las brutales, inesperadas palabras, las de ella, las de él. Volverían de la manera más cruel. Volverían cuando todo fuera bien, cuando las raíces que ya existían de ese amor fueran tan profundas y grandes que para arrancarlo habría que devastar el terreno. No podían permitir sucumbir ahora a los sentimientos para posteriormente caer en la desgracia más profunda, más oscura, más devastadora.
-También yo te amo. No lo dudes. No lo olvides, como yo tampoco te olvidaré a ti.
Silvia suspiró, y en ese suspiro Manuel escuchó claramente el final. No habría hecho falta esa última reunión. Silvia podría haber suspirado así, y con eso se habrían dicho todo. Manuel volvió a tragarse las lágrimas. Los edificios se tragaron el sol.
-Mira –dijo Manuel-. No me hagas caso. Lo mejor será olvidarnos de todo. Tú te olvidas de mí, yo de ti, seguimos nuestras vidas y…
-¿Y aquí no ha pasado nada?
Silvia no retenía su llanto. Su cara brillaba, y algunos mechones de su revoltosa melena se quedaron pegados a ella. Eso era sin duda lo que Manuel iba a decir, pero ahora le pareció una frase horrible, casi criminal. ¿Cómo no iba a pasar nada, si por absolutamente nadie, por absolutamente nada sentía lo que sentía ahora, en ese momento, por Silvia?
-No. Ha pasado lo que ha pasado.
-Y ha sido el tiempo más maravilloso de mi vida.
-Pero se ha acabado.
-¿Se ha acabado?
-Sí. No… no me hagas repetirlo. Duele mucho.
-Si duele tanto, entonces…
-Entonces nada. Tengo que irme.
Y en un acto reflejo, cogió la mano de Silvia. Esta apretó la de él, y otra vez quedaron atrapados, uno en los ojos del otro. Sin pensarlo apenas, Manuel se inclinó hacia ella y le besó en los labios. Luego deshizo la unión de sus manos, se puso en pie, se metió las manos en los bolsillos, y dio media vuelta. Había comenzado ya a caminar cuando dijo:
-Adiós, Silvia.
Silvia no respondió. No podía. Se quedó mirando cómo se marchaba, y un momento después, volvió a bajar la vista hacia su regazo.
Manuel se alejó, caminó hacia casa con paso rápido. Las lágrimas se le agolpaban en el pecho, doliendo mucho, y no quería llorarlas en público. Sabía que le esperaban días agónicos. Caminando deprisa, se cruzó con Sebastián. No le miró, ni Sebastián le miró a él. No tenían por qué; no se conocían. Sebastián sonríe, tiene los ojos llenos el fuego que ha ardido en las copas de los árboles. Pasa junto a Silvia, llorando en el banco, sin mirarla siquiera. Un instante después, Silvia deja el banco y se aleja en dirección contraria a la que ha tomado Manuel.
Sebastián se sienta en un banco de piedra. El parque y sus niños quedan a su espalda. El viento parece calmarse un tanto mientras el sol, más veloz ahora que ha comenzado su retirada definitiva, se lleva consigo la luz del aire. Sebastián está nervioso: sus manos juegan la una con la otra, mientras espera allí sentado; cada vez que se da cuenta de ello, riñe a sus manos mentalmente y trata de alejar a la una de la otra, pero al final vuelven a juguetear. Sebastián sonríe por dentro y por fuera, se muerde los labios, mira al reloj, levanta la vista al cielo, mira al reloj, carraspea y mira al reloj. Sebastián mira hacia el fondo de la calle, le ha parecido… pero no, no es, y mira el reloj. Un niño que pasa frente a él deja caer al suelo el envoltorio de un polo. Sin duda, hace el suficiente calor como para que apetezca uno. Mientras Sebastián se debate entre ir a por uno o no, le dice al niño.
-Los papeles en la papelera, chaval.
El niño le mira durante un instante con la clara intención de pasar de él, pero por alguna razón incomprensible, retrocede dos pasos, recoge el brillante papel y lo arroja a una papelera. Sebastián le guiña un ojo; el niño levanta el pulgar y se va.
¡Qué precioso es el otoño!, piensa Sebastián, en un arranque romántico muy poco propio de él. Pero fíjate, se siente romántico, y con razón, cree él. Mira al fondo de la calle, nada aún. Mira el reloj.
Sobre él, el cielo se oscurece cada vez más deprisa. Los niños abandonan poco a poco el parque, tendrán que bañarse, cenar, ver un poquito la tele y acostarse pronto; mañana es día de colegio aún, pero viernes, así que tampoco está tan mal. De pronto, y sin que sepa exactamente de dónde han salido, dos chavales, hermanos por lo parecido de sus rasgos, están en mitad del parque, cogiendo el mayor de ellos una cuerda que asciende hacia el cielo, y ambos mirando hacia arriba con expresión contenta. Sebastián levanta la mirada, y ve una cometa. Hace piruetas, volteretas, rápidos descensos y remontadas espectaculares a las ordenes del chaval mayor, que no hace más que apartar las manos de su hermano, que intenta una y otra vez hacerse con el control del juguete volador. Se han convertido en el centro de atención de los otros niños, los que aún no han dejado los columpios y los que ya han emprendido el regreso a casa, y que se quedan a medio camino, con el rostro arrobado vuelto hacia arriba. Finalmente, el hermano pequeño se hace con el hilo, y a Sebastián no le extraña que el otro no le dejara, pues en apenas cinco segundos, ha superado sus acrobacias en espectacularidad y altura. El chico es un maestro de las cometas, sin duda.
-Hola.
La voz le sorprende y se vuelve bruscamente. Allí está Miriam, que le sonríe, se inclina sobre él y le posa un suave beso en los labios.
-Hola –responde él, apartándose de inmediato para dejarle hueco donde sentarse. Miriam se sienta, con los ojos atentos a las evoluciones de la cometa-. Estás preciosa.
Ella baja los ojos hacia él, sorprendida, complacida y azorada; unos ojos verdemar, amplios y luminosos. Después los baja aún más y se mira nerviosa las manos.
-Gracias.
-No, ¡qué va! Gracias a ti.
-No estaba segura de venir.
-¿Por qué?
-No sé. Estaba nerviosa. Es la primera vez que… quedo con alguien… No estaba segura de si vendrías.
-Pues aquí estoy.
-Sí. Aquí estamos.
Después, hablan de cosas intrascendentes. De las clases, de los problemas pequeños y grandes de cada uno, ríen, se miran, se tocan casi con cautela, se miran, hablan un poco más, él la besa, y luego se miran. Sebastián siente el corazón felizmente alterado. Miriam, siente el estómago felizmente contraído. Los nervios han pasado; durante la banal conversación, se han ido acercando, y ahora, cuando ya no queda luz en el cielo, cuando las farolas se han encendido, eclipsando la luz de las estrellas, cuando ya no quedan niños en el parque, se siente bien el uno junto al otro, se sienten como si siempre hubieran estado el uno junto al otro, se sienten en casa, el uno junto al otro. Sebastián le acaricia el pelo corto y rubio, mientras ella le habla de su hermano pequeño, al que adora. Finalmente, cuando las palabras se acaban de momento, Sebastián le pregunta:
-¿Dónde vamos?
-Donde quieras.
-Bueno, pero, ¿qué hacemos?
-Lo que quieras –y se vuelven a mirar, y un pensamiento nada propio de Sebastián surge en su cabeza. Un pensamiento que, por inesperado, hace surgir en su cara una expresión de sorpresa, ante la que Miriam, que quizá ha tenido ese pensamiento un tiempo antes, sonríe. Sebastián piensa: Quiero pasar el resto de mi vida con ella. Miriam repite-: Lo que tú quieras.
Sebastián sonríe. Se levantan del banco de piedra y se alejan calle arriba, dejando en el total abandono al parque. Más tarde, esa noche, mientras Sebastián, tendido sobre la cama y a oscuras, repasa mentalmente todos y cada uno de los segundos que había pasado junto a Miriam esa tarde, a escasos dos metros de él, tras una pared, en el piso de al lado, tendida en la cama, encogida, Silvia sigue llorando. No ha parado de hacerlo desde que volviera a casa, esa tarde.
Datos del Cuento
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 6.22
  • Votos: 73
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1 comentarios. Página 1 de 1
Lágrima Azul
invitado-Lágrima Azul 04-05-2005 00:00:00

Asimetría de sentimientos, similitud de palabras pero por dentro, solo por dentro. Bello relato, me atrapó por completo, sentí el dolor de Silvia y Manuel, sentí la plenitud y calma interior de Miriam y Sebastian. Precioso entorno y ambientación, mis felicitaciones con mi diez.

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