Recuerdo sus manos. Sobre todo aquellas manos. Hablaba con ellas. Silenciaba mi atronadora voz con ellas. Fue el hombre que más corrompió mi rutina. Escalar por el puro placer de ahondar en procacidades. Mala mujer. Fui la mala mujer de un poderoso hombre de finanzas mientras la egolatría se pagaba a buen precio y los restaurantes eran un espectáculo para los inmigrantes y los votantes. Sus manos me pagaban, claro; a la puta había que pagarla. Pero sus manos, como las de las mujeres del lobo estepario alemán, también servían para esconder penas, pesadillas, panfletos absurdos, odios y temores. Era su puta pero en realidad no era una puta. Hay mujeres que deseamos ser la puta de nuestro hombre, como hay hombres que desean ser, y lo son, nuestros esclavos. Eso tiene un nombre. Muy poco me importan a mí los nombres. Él se llamaba Maximiliano. Tenía una compañía de telecomunicaciones. Viajaba. Con diez años menos que yo, me enseñó a vivir y a morir con dignidad.
Hoy me conceden un premio importante. Dicen que soy generosa, buena persona, una santa del siglo veintiuno. Dicen los periódicos que les recuerdo a muchas otras mujeres que, por culpa de las circunstancias (ellos ponen nombre y apellido a las circunstancias), permanecieron en el anonimato.
Maximiliano ya auguró que esto ocurriría. Que mi popularidad sería mi muerte. Así que, después de llamarme Lola, solo Lola, ahora me llaman Dolores y señora, ilustrísima. Él ya no me desea. De esta manera no. No me quiere limpia, austera, pretendida por muchos, fotogénica, amiga y sensible. Yo tampoco me soporto así. Tan querida, tan comprometida con lo justo, tan popular, tan atractiva.
Prefería la desnudez entre sus manos. Cual culebra imposible de domesticar. Y tengo ganas de confesar que, siendo puta era yo misma; menesterosa y, al mismo tiempo, satisfecha, depredadora, franca e insaciable.
Con sus sacudidas recuperaba años perdidos.
De vez en cuando sé algo de él y él sabe algo de mí. Nos ubican en las posiciones más altas de la popularidad mediática. Hacemos como si nos conociéramos. Nos tratamos de usted. Elogiamos el trabajo, la brillantez y la profesionalidad del otro. Follamos con otras personas. Yo en Japón, él en Toledo. Mañana en Manila, yo; él en Lima.
Nunca más nos encontraremos. Al principio me ayudo a escalar. Ahora, sin poder evitarlo, los dos descendemos al infierno. Y es como si subiéramos más. Más y más. El vértigo en este averno es insoportable.