Un crujir de neumáticos lo alertó. El ilusorio paseo dominical por la terraza de Cartagena se esfumó como volutas de cigarro. Unas sacadas de madre se colaron por la ventana del auto, borrándole a Diego Domínguez la idílica panorámica que pintaba en su mente al rememorar finales de marzo y las Termas del Flaco. Otra vez, se sentía engañado por sí mismo, por ese defecto –para estresantes amigos, una sana virtud- de enajenarse de la realidad.
La detención le advirtió que manejaba su fiel V 16, año 94, y que Américo Vespucio era su destino de viraje hacia su casa en Colina. Por el parabrisas, vio los motivos de tan repentina frenada: el semáforo sin energía eléctrica y un accidente que se podía solucionar con palabras entre un motociclista y quien latigaba una carretela. Se dio cuenta, en cámara lenta, como sus oídos despertaban con la música de Alejandro Lerner que competía en decibeles con el celular, que avisaba de una llamada desde el asiento del copiloto.
Domínguez no tenía reparos en perderse por momentos de lo visible y tangible a centímetros, una especie de evasión involuntaria de uno de sus sentidos que lo hacían mirar sin mucho tino y volver a lo cotidiano como si nada hubiera pasado. Por su vista merodeaban suplementeros, payasos y jokers ofreciendo fortunas en juegos de azar; campesinos con sus verduras recién arrancadas del terrenito cercano a la urbe. Más de alguna vez llegaba a casa con algo que no recordaba ni sabía cómo lo obtuvo. Común era que recibiera volantes, folletos y promociones de talleres mecánicos, supermercados y grandes tiendas, que se apilaban en una singular biblioteca comercial en la parte trasera del auto. Cotidiano también era aguantarse bocinazos que le recriminaban el taco que hacía cuando dormía con los ojos abiertos y sus manos al volante. El espejo retrovisor era un impotente testigo de amenazantes y ajenos dedos. Su mirada volvía a reconocer la mano, metiendo los cambios, y el pie, en el acelerador. Le divertía a Domínguez ese tránsito personal del letargo a la acción consciente; una sonrisa le surgía al percibir cómo se amistaban sus dedos con el dial, desde el “Diario de Cooperativa” a la “Frecuencia Rock”, de radio Futuro. “Eres entero AM, a-e-me de amante melancólico”, le bromeaba su ex novia.
No sólo la música lo enajenaba. Lectura dominical en el parque le producía un efecto soporífero, en medio de niños-lanza-llamas, otros que jugaban con clavas y diablo, y varios más con el torso desnudo entregándose a la capoeira. No se daba cuenta del tiempo transcurrido hasta que el frío obligaba a los transeúntes a ponerse abrigos, y el encendido de los faroles anunciaba, con un pellizco, el despertar de la noche. Lo mismo le sucedía al viajar en tren, cuando se reflejaba en la ventana buscando conversar con lo inanimado. Su nariz, como imán al vidrio del coche, sentía la gelidez del valle de Colchagua. Frío no molesto y que sólo avizoraba con el traqueteo de los durmientes. “Qué ironía -pensaba Domínguez- volver de un plácido sueño al ruidoso entorno por unos maderos y metales llamados durmientes”.
Una vez al mes repetía aquella visita a Rancagua para ver y escuchar a sus padres. Del último encuentro, el otoño había dicho adiós hacía meses y la celebración de las Fiestas Patrias pasó sin noticias, cartas ni llamados telefónicos.
Cada viaje era una suma de expectativas en él. Que si la madre estaría mejor de salud a sus setenta otoños, alicaídos por el cuidado entregado a él y de sus hermanos. Del padre, su mejor hincha de tiempos futboleros en el colegio, Domínguez anhelaba verlo feliz, lleno de energía. No obstante, cada visita a la casa de reposo lo devolvía a Santiago con una cruz de decepción, al recordar más débil la voz de su viejo; verle andar al ritmo de un temblor, y tocarle sus manos, con surcos más notorios, que extrañaban las tibias caricias del amanecer. Sin embargo, los ojos de ese hombre internado en las soledades colchagüinas sólo sabían de la mañana a las diez y media. Siempre y cuando no ingiriera pastillas para dormir la noche anterior.
Si no estuviera en ese nauseabundo asilo con olor a medicamentos, vómitos, meados y naftalina, donde un tele blanco y negro era la compañía más cuerda, Domínguez podría alegrarse de las historias narradas por su padre. Pero, la raíz de cada aventura estaba en el desvarío de un hombre que añoraba lo perdido o lo que nunca tuvo. Más de alguna vez, alzó la voz ante las autoridades de esa doméstica clínica por los remedios que le daban a sus padres. Sin embargo, la lejana voz de su viejo lo calmaba, y las caricias de su madre lo hacía acurrucarse, otra vez, a escuchar las noticias campechanas nacidas de una tiritona lengua que se asomaba entre postizos dientes chocleros:
-La siembra se inicia esta semana, antes del aguacero de abril; la cosecha de porotos dejará unos cincuenta sacos más que el año pasado; el ganado está flaco, ni en las ventas se recupera lo invertido, así que hay que llevarlo a talaje al fundo de don Eufracio; el abono está dañando la viña, la venta de miel y mora viene floja...
Así ocurría, una y otra vez. Frases nacidas de la senectud a cuestas de un padre, a quien el sol regalaba un haz de luz en el cielo de sus ojos al ver al hijo, al menor, allí, sin preguntas y siendo todo oídos. Imagen para una postal, salvo por esa lastimera realidad de enfermeras y comidas para huelguistas. Una contradicción salpicada de preguntas si se sacaba punta al recuerdo, a aquellos dominicales y concurridos almuerzos con platos de entrada y fondo, sin que faltaran ensaladas varias, jalea, flanes y frutas esperando en el refri; una jarra de vino o borgoña en la mesa, quedando en el estómago espacio para un té, y tiempo para el comadreo de ellas y juego de brisca hasta las seis para los hombres. Eran las divagaciones de un hombre que no dimensionaba su realidad en el asilo campestre, que compartía con su esposa. Ella, resignada con sólo mirar el paisaje, tejiendo y vuelta a destejer como Penélope un chaleco para su nieto. Feliz de compartir con otras huéspedes sus recetas de pastel de choclo y caldo de ave con chuchoca, o el postre que se hace con la marraqueta añeja remojada por un día. El viejo sacaba de su chupalla, cada vez que iba su concho, añoranzas de veinteañero. Como su récord de trabajar más de cuarenta años en la misma fábrica textil, ganándose respeto y dinero a punta de esfuerzo, viveza y cumpliendo con horarios que eran lo peor para su familia.
Domínguez se dio cuenta que el semáforo volvía a encenderse, se iluminó la verde, y el accidente pasaba al olvido. El celular seguía alertando de una llamada que, por el visor, reconoció que era el número del asilo. Una inquietud se dibujó en el rostro. Por la radio, Piero cantaba “que él tiene los años viejos y yo los años nuevos”. El entorno olía a bencina, que quedó derramada en la calle. Señal de ciudad, pero también brotaba la frescura del campo entre sandías y melones calados cruelmente por el accidente. Sintió un aviso interior. Sumó, restó y concluyó algo que tenía como una puntada al corazón: la estadía de sus padres, por tres años en ese geriátrico, debía terminar. Había que olvidar odios y estupideces del pasado –como que ellos no aceptaran el matrimonio con su actual mujer, embarazada de cinco meses antes de dar el sí en la iglesia-. Todo ese resentimiento acabaría porque él los extrañaba. Y los quería, como fueran, y para ellos, él era lo más cercano como familia. Sus hermanos estaban a kilómetros de distancia: uno con un MBA en Derecho Comercial en Michigan, y el otro con una empresa turística en las cercanías del lago Caburga.
Domínguez dibujaba imágenes de su infancia: la madre bordándole el nombre en la cotona café con leche y el padre, tras el turno de noche, dejándole su colación en el velador. No había otra salida, meditaba con una expresión afirmativa estampada en el espejo interior del V 16. Había que rescatarlos, ésa era la misión que trazó en el parabrisas como un lugarteniente planificando la invasión con tanques y soldados en un mapa ficticio. La fila de vehículos comenzaba a moverse. Se los traería a su casa de campo en Colina, con aire fresco, algunos caballos, gallinas y pavos, y con bastante espacio para que ellos reconstruyeran parte de su pasado y malherido corazón.
Un halo de grandeza y felicidad iluminó el interior del automóvil, por lo que intentó al mismo tiempo acelerar, cruzar la autopista y contestar el teléfono. Gritarles que iba a buscarlos, de inmediato, que tomaría la Norte Sur, y que en tres horas estaba con ellos. Que los quería sin medida, a su lado, y que le perdonaran todo este período de destierro. Se escuchó una carcajada y notó como otros coches bocinaban salir de ese taco. Una fuerza ajena le estimuló a salir veloz, considerando que la verde del semáforo le daba de frente. Hundió embrague, hizo cambio y aceleró más con el alma que con el pie, viendo en el horizonte el abrazo eterno de sus padres que lo recibían tan felices, como la vez que les obsequió el título universitario o la medalla de campeón de liga escolar. Esa sonrisa quedó marcada en el retrovisor, al tiempo que se agachó hacia la derecha para contestar el celular y cantarles: “Los quiero viejos...y perdonen...”.
Un ruido seco, como derrumbe de hojalatería y concreto, acompañado de trizaduras de vidrio y frenadas, se unió a esa corta respuesta. La conversación se interrumpió por unos segundos. El cuerpo de Domínguez yacía sangriento fuera del vehículo y a metros suyo el teléfono aún sin cortarse la llamada, pues se escuchaban sollozantes voces.