Todo comenzó una calurosa tarde cuándo el sol se escondía a lo lejos, y Carlos López, el pescador más osado de aquellos lugares, salía a cumplir su jornada de pesca llevando a Camilo su pequeño hijo. Carlos muy pocas veces llevaba a Camilo en sus rutinas pesqueras, a pesar de que él venía de generaciones de pescadores, y tristemente podía observar que su hijo no había heredado ese linaje de arrojo y valentía capaz de desafiar al mar para capturar peces. En lo más profundo de sí, Carlos se sentía culpable de que su hijo rompiera con aquella tradición, que tanto orgullo había representado a la familia López por tantas generaciones.
A Camilo, en cierto sentido le gustaba el mar, no para vivir de los peces como lo habían hecho sus antecesores, sino para disfrutar de la existencia de las especies marinas y contemplar sus habilidades y formas de defenderse. El ratificaba las sospechas de su padre, de que no había nacido para ser pescador.
A pesar de todo, aquella tarde había sido muy productiva para Carlos, ya que su bote estaba cargado de peces, cinco cestas completamente llenas, producto de una incansable jornada en compañía de su hijo. Carlos atrapaba los peces y Camilo los acomodaba en las cestas de acuerdo a sus tamaños.
Al llegar a la playa de regreso, Carlos se bajó cansado de la embarcación en compañía de su hijo y ambos se acostaron en la húmeda arena, al tiempo que ordenó a los ayudantes que trabajaban en la orilla de la playa, a desembarcar las cestas cargadas de peces; allí comenzó la odisea de Camilo. Una, dos tres, cuatro... “Sólo hay cuatro, Carlos” gritaba el hombre después de haber revisado el bote. Carlos se levantó presuroso subió a la embarcación y pudo comprobar que efectivamente habían cuatro cestas. “juraría que habían cinco, no sé que pudo haber ocurrido, tal vez estoy poniéndome viejo y ya comencé a perder la memoria”, fue su comentario final, mientras recibía el pago por la venta de sus cuatro cestas.
Camilo seguía tendido en la arena con sus ojos cerrados, es cierto que estaba agotado por la ardua tarea que había realizado, pero no era el cansancio quien lo obligaba a cerrar sus ojos, sino el miedo a ser descubierto por su padre. Claro que habían cinco cestas llenas de peces, sólo que él, al observar que un tiburón merodeaba cerca del bote decidió en el silencio de aquella noche arrojarle una cesta llenas de peces para hacerle más fácil la cena, todo aquello sin el consentimiento de su padre. “Hay tantos peces, que no se dará cuenta de que los arrojé al agua”, era su justificación ante lo ocurrido, pero ahora estaba a punto de ser descubierto y por eso fingía dormir.
Camilo había observado al tiburón en la oscuridad y pudo detallar heridas en los costados, que parecían ser hechas por arpones, seguramente realizados por pescadores en intentos fallidos por capturarlo. Su aleta dorsal estaba partida en la parte de arriba, como si hubiese librado una dura lucha y hubiese sido golpeado con los remos. Sea como fuera, Camilo se condolió de aquel tiburón y decidió sellar su amistad con él, con la entrega de aquella cesta de peces.
Al paso de algunas semanas comenzó a correr el rumor por la playa de la presencia de un tiburón que en su insaciables ataques sorpresivo había dejado sin pesca a muchos pescadores, que indefensos en sus faenas de pesca entregaban sus peces al temible depredador. Comenzó entonces a gestarse una campaña de captura y muerte para aquel tiburón, donde ofrecían premio en dinero para el que lograra capturarlo vivo, ó para el que lograra matarlo.
Inmensas cantidades de botes salían cada tarde de la playa hacía las profundidades del mar en busca de la ansiada recompensa, todos los pescadores llevaban la idea fija en su mente de capturar aquel temible pez y devolver la calma de aquella playa que lucía atemorizada por aquellos ataques tan seguidos.
Al parecer era el único tiburón de aquellos alrededores, pues todos los que lo habían visto, aseguraban que tenia una herida en la aleta dorsal, lo cual lo hacía ver como un animal peligroso y resistente, capaz de enfrentar a cualquiera.
Aquella tarde Camilo, salió solo en la embarcación de su padre, aprovechó que Carlos estaba enfermo y no iba a salir aquella noche para ir al mar en busca del tiburón de aleta astillada, no para capturarlo como lo harían el resto de los pescadores, sino para espantarlo dando golpes con los remos para ahuyentarlo de aquella playa y evitar que le dieran muerte y cobraran la recompensa.
Tanto golpeó el agua Camilo, que quedó completamente agotado, al comienzo pudo vislumbrar la presencia del tiburón, pero después de tantos golpes al agua, no volvió a verlo, estaba seguro que había logrado ahuyentarlo, aunque tuviera que volver a la playa a soportar el castigo de la horda furiosa de pescadores que lo esperaban en la orilla, por haber obstaculizado la labor de captura.
Mientras más se acercaba a la orilla, más fuerte se escuchaban los gritos de aquella gente ávida de sangre, dispuesta a maltratar y agredir todo lo que tuviera que ver con aquel tiburón; aún así Camilo decidió llegar a la orilla, resignado a recibir su castigo... Al llegar a la orilla extendió sus brazos y bajó su cabeza mientras los pescadores se agolpaban a su embarcación. De pronto lo levantaron en brazos y mientras lo vitoreaban entre aplausos y palmadas en la espalda, sacaban al tiburón de la aleta astillada del fondo de la embarcación, inmerso en el pequeño charco de agua que había dejado Camilo de tantos golpes de remos lanzados al agua, porqué esa noche el tiburón, había decidido entregarse a los pescadores a espalda de su amigo, para salvarle la vida y llenarlo de gloria y honores, en pago de aquella breve amistad nacida una noche de pesca.
Me ha gustado tu cuento sobre la amistad, tan escasa en estos tiempos en los que vivimos tan aprisa y no la valoramos. Mayita