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~Otro día en mi reino, otra noche en mi santuario, otra tarde en mi habitación. Es todo lo que veo pero ¿que mas necesito? Después de todo, lo único que aprendí en mis veinticuatro primaveras es que el mundo puede ser cruel, ¿y para que quererlo dentro si se lo puede tener fuera? Muchas personas no me entienden, y no espero que lo hagan, a veces ni siquiera yo misma pueda entenderme. Pero las cosas están así, y así se van a quedar.
Algunos hablan de lo gloriosa que es la libertad, de lo mucho que han luchado por conseguirla, y de lo hermoso que es utilizarla como les venga en gana. Pero yo particularmente solo aprendí que abusar de ella es pagar un precio desmesuradamente grande. Un precio que ya pagué, y no pienso volver a ofertar.
La habitación estaba a oscuras, como siempre. Eso me dio cierta seguridad, pero todavía no estaba de todo segura de si las cosas estaban como correspondía. Tenia que cerciorarme. Me levanté de mi cama de dos plazas que alguna vez había pertenecido a mis padres ahora fallecidos, me puse las sandalias y desnuda me dirigí hacia el comedor. Contuve el aliento mientras caminaba silenciosamente por el pasillo, pero el alma me volvió al cuerpo cuando descubrí que todo estaba como debía. Ni luz, ni viento extraño, ni sonidos que pudieran alarmarme. Todo era paz.
Pensé durante unos instantes si valía la pena acercarme hasta una ventana, pero llegué a la conclusión de que hacer eso sería una locura, además, se encontraban totalmente tapiadas. Me había costado muchísimo esfuerzo hacerlo, y tuve que arrancar maderas del suelo, y clavos de las sillas, pero el trabajo valió la pena. Ahora ni la mirada del sol, ni de la luna, podrían entrar en mi casa. Así como estoy me siento segura, y nada ni nadie me hará cambiar de parecer.
Entonces alguien golpeó la puerta. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, y aferré un cuchillo que estaba sobre la mesa. Alguien habló pero la tormenta que arreciaba en mi mente no me dejó escuchar nada. Temblé y estuve a punto de arrojarme al suelo y acurrucarme en un rincón, pero recordé que ya había pasado una semana, y una vez a la semana Ainara traía las provisiones que necesitaba para no morirme de hambre.
El sudor frío que me había caído por las axilas y el cuello, desapareció en centelleantes gotas cristalinas, que golpeando el suelo polvoriento, dejaron una aureola de humedad. Mire la puerta y controle mi miedo. Sacudí la cabeza para borrar todo tipo de pensamiento y una vez que logré dejar mi mente en blanco, me acerqué hasta la puerta de hierro, y carraspeé.
-¿Sayen? ¿Estas ahí? Contesta por favor.
La voz era femenina, y provenía de Ainara. Me sentí muchísimo mas tranquila, pero de todas maneras quería que todo aquello acabara rápido. Tener gente al otro lado de la puerta es algo que no puedo tolerar. Pensar que alguien está del otro lado esperando… aguardando, acechándome. ¡El simple pensamiento me pone como loca! ¡Ya no puedo soportar esas tensiones!
-Vamos Sayen, no hagas de esto una eternidad, tengo que marcharme, ¿dónde te dejo las cosas?
-¿Quién eres? -interrogué por las dudas, una nunca sabe cuando puede venir otra persona e imitar la voz de tu mejor amiga.
-¿Que dices? ¡Soy yo Ainara! -exclamó ésta con mucho énfasis.
-No te creo. -respondí.
-Bueno, entonces tenemos un problema, y no tengo ni ganas ni tiempo de solucionarlo.
-Yo sí.
-Me parece que tu tienes todo el tiempo del mundo.
-Cierto, pero de todas maneras no te dejaré pasar…
-¿Quien habló de pasar? ¡Dime donde quieres que deje esto!
Los ojos me escocían, había dormido demasiado y no tenia idea si era de día o de noche.
-¿Hay sol?
-Generalmente, querida Sayen, cuando es de día el sol está en el cielo. No se que te habrán enseñado a ti.
-Deja todo en la puerta y vete.
-Muy bien dejaré todo aquí y…
-¡Vete! -grité furiosa.
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