Ayer fui a tu casa, tu madre es un mar de lágrimas cada vez que habla de ti. Todo está tal y como lo dejastes, tu ropa, tus libros, y la tumbadora que nunca llegastes a tocar. Tus dibujos me transportan a la vida, que soñastes tener, tus apuntes de la escuela, también reflejan el profundo amor que sientes por ese hombre, que dices que es tu amigo, pero que en él fondo deseastes como padre, tu tío. Tu madre me cuenta, que no puede ni salir a la calle, que en cada rostro de un chico, ve tu cara, en las noches de insomnio aprieta tu foto sobre su pecho, deseando que vuelvas, pero sabe que es imposible. La última vez que te vió, ibas con bata blanca sobre una camilla, y le dijistes no te preocupes pronto estaremos juntos. Tus amigos estuvieron hasta el final junto a ti, tu novia también, y con una flor te dió el último adiós. ¿Donde estaba Dios en ese momento?, me preguntó ella. Sólo pude decirle, no soy quien para juzgar sus actos, no tuve fuerzas para más. Pero a veces es injusto y nos hace dudar de su existencia. Y sobre todo al no oir las súplicas de una madre, ante el dolor de un hijo. Ella sabe que donde quiera que estes, estaras junto a ella, y la esperanza que le queda, para terminar sus días, es que quizás en algún día en algún lugar del infinito, te pueda abrazar nuevamente en sus brazos y volver a decirte: te quiero hijo mio.

(Dedicado a Damián, un chico de 14 años, que murió repentinamente)