Corría el año de 1905, antes de la Revolución Mexicana, cuando los campesinos vivían en la más horrenda de la miserias y ligados a las famosas "tiendas de raya" que los mantenían endeudados de por vida. Vivía por esos lugares un campesino muy singular, lleno de hijos, de deudas y de patrones, que se pasaba la vida trabajando para otros, de sol a sol.
Uno de esos patrones era Don Juan de Irizabal, terrateniente de todas las tierras fértiles del sur, y amo y señor de todos los campesinos. Prepotente, explotador y déspota, vivía humillando a este campesino y a sus hijos, poniéndolos a trabajar en los quehaceres más bajos.
Pero un buen día, a Don Juan se le ocurrió la idea de cavar un nuevo pozo de agua en el patio de su fastuosa hacienda, para poder bañarse cada vez que quisiera, en la intimidad de su casa y rodeado por las enormes acacias que rodeaban su patio. ¡Qué gran ironía del hacendado, mira que poner un pozo de agua para sus placeres mientras los campesinos se morían de sed porque el río se secaba dos veces al año!
Comenzó las tareas de inmediato, los trabajadores cavaron un enorme pozo y avanzaron hasta que el agua apareció manando de las paredes, sólo les faltaban unos cuantos metros para terminar cuando de pronto, en el fondo, una gran cantidad de fierros, piedras, insectos y materia orgánica negra les impedían seguir avanzando. Don Juan se puso furioso porque nadie quería limpiar la inmundicia que generaba el lodo, los alacranes y las tarántulas que habían salido de la nada en el fondo del pozo. Entonces mandó llamar al campesino y le ordenó que sacara todo el material del fondo del pozo y que lo tirara lejos, porque de esa manera obtendría favores acerca de la gran deuda que él y sus hijos tenían con él.
El campesino estaba acostumbrado a hacer los trabajos más bajos y asquerosos, incluso los quehaceres que ningún trabajador se dignaba a hacer. Así que unos cuantos alacranes, tarántulas y bichos no lo asustarían para sacar los fierros que se hallaban en el fondo y que impedían el avance de la obra.
Cuando logró sacar uno de los fierros, éste pesaba tanto que no pudo resistir la tentación de raspar uno de sus bordes. Se dió cuenta de que brillaba como el sol. El campesino no era pendejo y de inmediato supo lo que era. ¡Esos inmundos fierros llenos de lodo, ramas y minerales eran barras de oro macizo! De inmediato envió a sus hijos a que trajeran las dos carretas con las que se iban a arar el campo todos los días. Trabajaron duro todo ese día, y al atardecer, las dos carretas estaban hasta el tope de su capacidad, tanto, que los pobres burros apenas podían moverlas. Los trabajadores se burlaban del esfuerzo que hacían los hijos del campesino al ayudarles a los animales a llevar la pesada carga.
Después de eso, en casa, el campesino se puso a limpiar todas las barras de oro y las dejó impecables. Esa misma noche, él y sus hijos desaparecieron para siempre de esa tierra maldita.
Un año más tarde, Don Juan estaba descansando a la orilla de su enorme pozo, disfrutando de la copa de tequila que acostumbraba tomar todas las mañanas, cuando entró uno de sus sirvientes y le entregó un paquete sin remitente que había llegado para él. "¿De quién será?" -se preguntó a sí mismo-. Abrió el paquete, y en el fondo se hallaban un lazo grueso y una carta. Tomó la carta, y lo que leyó lo dejó putrefacto :
"¿Cómo está usted, Don Juan? Espero que bien, porque créame que yo he mejorado mucho gracias a usted. Sí, ahora soy un hombre rico y próspero, pero supongo que todavía no sabe quien soy. Soy yo, Julián, ese campesino al que tanto pateaba y humillaba, ese esclavo que trabajó tantos años para usted, pero mire lo que son las cosas, y sobre todo, las casualidades. No me lo va usted a creer, pero fíjese que los fierros llenos de lodo que estaban en el fondo de su pozo, no eran fierros oxidados, no, ni tampoco tierra endurecida, eran barras de oro puro, sí, oro macizo y de ley, de los tiempos de Santa Anna, que a alguno de sus tacaños antecesores se le ocurrió enterrar ahí para que no se los robaran, pero mire lo que son las cosas, que yo me los encontré gracias a usted. Pero no se preocupe, ni tampoco se empeñe en buscarme, porque aquí le mando un lazo de cuero de marrano para que se ahorque por PENDEJO".
Cuatro años después, estalló la Revolución Mexicana, y Don Juan, sus tierras y su enorme poder, fueron absorbidos por los revolucionarios.