A lo lejos, se oía el suave murmullo de un fado que anunciaba con tristeza la llegada del otoño, mientras que un replicar de campanas avisaba a los transeúntes el final de un largo día, por fin había llegado el otoño. Una gélida brisa me obligó a colocarme la chaqueta que llevaba en el bolso y soñolienta continué esperando. Esperando como cada año la llegada del otoño. Sentada como cada año en el Miradouro de São Pedro de Alcântara. El corazón me decía que sí, que esta vez, él iba a aparecer; pero mi cabeza me repetía continuamente que no vendría. A pesar de todo, seguía allí, sentada, observando la ciudad desde su punto más alto; imaginando que en alguna de esas calles estaba él, esperándome, como yo lo esperaba.
Hacía diez años que no le veía, pero sabía que lo reconocería al instante, no le había podido olvidar en todos estos años, era imposible. De súbito, el recuerdo de aquella despedida apareció ante mí… como si de una novela se tratara.
“Corría el año 1972 y bajo un cielo anaranjado, las primeras hojas del otoño caían al suelo, ofreciendo el espectáculo más sorprendente que la naturaleza nos puede brindar. Amarillos, naranjas, rojizos…; toda una mezcla de colores cálidos teñían de alegría el último día de aquella estancia en Lisboa.
Amaro dedicaba la mejor de sus sonrisas a Lucía, y ésta cautivada por su mirada se dejaba querer como una niña pequeña. No le importaba nada, ni nadie… salvo Amaro; ese niño que había crecido junto a ella, aquel compañero de juegos que ahora se había convertido en algo más. En algo muy especial para Lucía…
La ciudad se veía insignificante desde el mirador, como tantas otras veces; sin embargo, esta vez no tenía el brillo y la belleza de siempre, pues Lucía debía abandonar la ciudad de sus abuelos y volver a España, muy a su pesar, debía regresar a su hogar…
Con lágrimas en los ojos, Amaro le hizo una promesa: todos los años la esperaría en ese mirador, el mismo día en que el verano dejaba su turno al otoño. Pero Amaro no fue ni el siguiente año, ni ningún otro… Para él, Lucía sólo había sido un amor de verano, de esos que desaparecen cuando el otoño llega.”
Tras recordar mi propia historia, volví a repetirme mentalmente que iba a venir, tenía una corazonada y hasta entonces, mi intuición nunca había fallado.
De entre las sombras apareció un chico de mi misma edad, andaba con paso firme y decidido, seguro de sí mismo. En ese momento, mi corazón dio un vuelco… ¿sería él el chico que tanto había estado esperando?
Me fije en sus rasgos, su tez era morena y su sonrisa blanca. Sus profundos ojos negros y su cabello, rizado y despeinado, te obligaban a mirarle, aunque yo ya sabía que no se trataba de Amaro, pues sus claros ojos azules no podían haberse convertido en azabache.
- Disculpa, ¿esperas a alguien?
Esta pregunta me pillo por sorpresa y con cierta timidez asentí, el chico de los ojos negros siguió hablando.
- Te parecerá una tontería, pero yo también espero a alguien. Hace más de
siete años que no nos vemos y ningún otoño he dejado de venir en su busca.
Sonreí ligeramente.
- No, no me parece una tontería; si te soy sincera, yo estoy aquí por lo mismo.
Y no se porqué, pero le conté toda mi historia: mis viajes de verano a esta ciudad portuguesa, mis esperanzas y miedos cada vez que empezaba el otoño, los días enteros que había estado esperando… y cuando terminé, el misterioso desconocido sólo dijo una frase, que ha quedado grabada en mi memoria.
- Pues creo que Amaro se ha olvidado de nosotros…
Sí, en efecto, aquel portugués de pálida piel y ojos claros nos había mentido a ambos, haciéndonos creer que siempre nos esperaría, a él como amigo y a mí como algo más.
Desde ese día, el chico de los ojos negros y yo nos encontramos cada año en el mirador de Lisboa, y la transición al otoño se hace más dulce que nunca.