Detuvo el viento, condensó el aire y se adueñó del único haz de luz que brotaba de un pequeño vidrio mal cubierto. Todo lucía opaco, menos él.
Su presencia le robó el brillo a la casa, a los espejos, a las lámparas venecianas, a las sillas art-decó, a los cubiertos de plata con mangos de marfil. El reloj antiguo dejó de sonar, los teléfonos de repicar.
La niña apenas pudo distinguir que en las repisas de las vitrinas y en las cristaleras habían bandejas con dulces, pasteles, frutas frescas.
Los amplios ventanales que daban al jardín estaban clausurados por cortinas de terciopelo rojo; imposible ver las llamas que habrían dejado de desplazarse con garbo, ni la aracanga prisionera en una jaula de bambú, ni las rosas que ella había plantado o las hojas de los árboles que, desnudas de viento, estarían embrujadas en una inmovilidad perfecta.
Dentro y fuera de su casa, la llegada de su legendario tío lo paralizó todo. No en balde le llamaban El Chief.
Como imágenes de un retrato de familia captado por una cámara indiferente, Graciela su madre, de pie entre floreros de cristal de bohemia adornados con claveles y rosas blancas, parecía una estatua de cera; y Ernesto su padre, también de pie, casi tan alto como el legendario visitante, parecía un niño asustado a su lado.
“Ven acá, Princesa, siéntate con tu tío".
Hipnotizada por la cercanía de ese personaje de imponente estampa ataviado de impecable traje militar, Claudette bajó las escaleras de mármol.
Se detuvo en el último escalón. Dibujó la mejor de sus sonrisas y le hizo una pequeña reverencia.
Anastasio Somoza García alargó sus brazos buscando un abrazo y, casi susurrando con una ternura para ella sin precedentes, le dijo:
“Eres más linda que una Princesa. Así te imaginaba, muñeca".
Despedía el olor de los leones, ese olor abrasador, que más que olor es dominio. Igual que los leones, su presencia era inmensa, temible pero adorable.
Apenas tenía labios y masticaba un gruesísimo puro apagado. Era casi totalmente calvo. Una enorme nariz le saltaba en el rostro como estilete deforme, que le permitía respirar no sin cierta dificultad, en un juego silencioso en el que sus diminutos ojos de color indefinido, escondidos bajo escasas cejas grisáceas que habían vivido mejores tiempos, se apropiaban del mundo, protegidos por su mirada de flecha.
Solitaria en ese rostro vetusto, su sonrisa era un pequeño gesto de una ternura amplia.
“Te va a encantar Nicaragua. Es cálido, verde, la gente siempre sonríe contenta, como tú, muñeca".
Sentado en el sillón favorito de su padre, la tuvo sobre sus piernas un buen rato, mirándola con esa misteriosa ternura que ella decidió era patrimonio de los poderosos, de los reyes y seguro que también de los leones con sus crías.
Nunca se había sentido tan protegida, tan a gusto, sentada allí, entre sus rodillas musculosas, mientras él jugaba con uno de sus rizos engomados, con esas sus manos estilizadas, casi femeninas. Parecían de seda, pensó marvillada.
Quizá adivinó lo que ella estaba pensando.
“Oculta en mi guante de seda tengo una mano de hierro", le dijo, y soltó una carcajada inmensa.
La risa le brotaba palpitante, como una resonancia de su bienestar biológico, el de su sangre.
“Te estaremos esperando con una gran fiesta y así será tu vida en Nicaragua --te lo promete tu Tío Tacho Viejo".
Con la arrolladora impertinencia de los niños, Claudette rompió el embrujo de su monólogo, haciéndole el lugar común de una pregunta:
“¿Por qué te llaman El Chief, si tu nombre es Anastasio?”
La tenía clausurada entre sus piernas. Dejó de reír y su expresión se volvió entre melancólica y desafiante, una extraña combinación de las dos.
“Nadie me lo había preguntado antes. Creo que tiene que ver con la leyenda de mis tres pes: plata al amigo, plomo al enemigo y palo al indiferente. Pero es sólo una leyenda y te debe de tener sin cuidado".
La tuvo sin cuidado, en efecto. Prefirió no distraerse con lo que no entendía. Simplemente lo ignoró. Posiblemente él lo notó e intentó explicarse.
“Soy una leyenda, muñeca. Desde hace mucho, demasiado tiempo, soy el protagonista de una leyenda ancestral; de una raza triunfadora que me conoce como El Jefe, El Chief, en español y en inglés, así como hablamos todos en la familia; pésima costumbre, eso de hablar en dos idiomas, pero así somos".
Todas palabras que para ella sobraban. Ni las entendió, ni le interesaron. Estaba maravillada por era el dominio que él había logrado con su sola presencia.
Acostumbrado a escucharse y que lo escucharan, él siguió hablando, ya no contestándole.
“Las cartas que me escribe tu padre en español son infames; las que escribe en inglés, perfectas. Se nota que desde niño estudió en Estados Unidos. Algún día todos podremos estudiar en Nicaragua y escribir bien en español. Por ahora, así somos: mitad en Estados Unidos, mitad en Nicaragua. Ya lo entenderás cuando llegues“.
Más palabras que cayeron en saco roto para ella, que seguía seducida por su pariente que vivía en un castillo en Nicaragua, donde había nacido su padre.
“Pero qué tanta palabrería. Si lo único importante es que vine a prometerte que tu tío Tacho Viejo --nunca El Chief para tí-- te resolverá todo siempre, aún después de muerto. Te doy mi palabra que nunca te faltará nada, que siempre serás feliz. Te lo mereces porque eres de mi sangre. Y eso no es leyenda, muñeca".
Esas sí fueron palabras mayores que, al ritmo de un adagio perfecto, sellaron su destino sin que ella lo supiera entonces.
No se quedó mucho tiempo. No tomó té ni comió ninguno de los pastelitos que Graciela había ordenado. Sólo pidió un vaso de agua, y nunca dejó de masticar su puro.
Parecía que había llegado con un sólo propósito y lo había logrado sin mayor esfuerzo --que su sobrina Claudette, de seis años recién cumplidos, se sintiera especial, única; que a él le debería todo, que de él dependería su felicidad y su futuro.
Esa misma noche, como si fuera la pregunta más inocente del mundo, la niña de apenas seis años le preguntó a Margarita Debayle, su abuela paterna:
"¿El Tío Tacho Viejo es dueño de toda Nicaragua? ¿Todo es suyo?"
Otra persona se hubiera al menos asombrado con la pregunta de su nieta. Pero a la abuela le pareció lo más normal del mundo. Estaba feliz de sentirla tan interesada por lo que “algún día podría ser tuyo”, le dijo.
Era su cuñado -esposo de Salvadora (Yoya) Debayle, su hermana mayor-, y por ello, la abuela Margarita se sentía con derecho de dueña, o por lo menos de socia, de la Nicaragua del Tío Tacho Viejo.
Sin hacerse esperar, tomó un libro de notas y con una finísima pluma dorada antigua, escribió una lista de las propiedades de su “cuñadito”, que parecía saberse de memoria, para dársela a su nieta.
Según su lista, era dueño de compañías navieras, aéreas, marítimas, ganaderas, cafetaleras, pesqueras y mineras; tenía por lo menos tres fincas de café; era socio mayoritario de la empresa que distribuía vehículos Mercedes Benz, del único matadero del país y de otras empresas de pesca en una isla cercana a Nicaragua.
También era dueño de Aislite, la empresa que se dedicaba a fabricar poroplast; de Esinca, que elaboraba esponjas para la confección de camas y de Doresta, que distribuía las camas. Y le pertenecía la única cementera de Nicaragua; la única empresa fabricante de aluminio, persianas y cielos rasos; la única línea aérea nacional y la línea marítima encargada del transporte de carga.
Habían más, muchas más que no recordaba en ese momento, pero la abuela le aseguró que el país le pertenecía a él y a su familia, que las incluía a ambas por supuesto. No faltaba más.