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Esta es una leyenda de la época colonial, muy popular en México. Comienza así; cierta vez, ya muy entrada la noche, circulaba por callejuelas retorcidas y mal formadas de la ciudad un hombre pasado de copas. Las calles eran alumbradas apenas con unos pequeños candiles que al reflejar las sombras formaban tétricas figuras fantasmagóricas, hecho pasado por alto por aquel hombre en evidente estado de ebriedad. Caminaba por ahí sin sobresalto, de pronto escuchó levemente el llanto de un bebé, era un llanto ahogado. Se detuvo tambaleante pero ya no escuchó nada más que el aullar de los perros en la lejanía.
Al desplazarse unos metros más escuchó ese llanto, ahora si era claro era el llanto de un bebé no podía confundirse, se escuchaba más fuerte, desesperado buscó en los rincones, y justo debajo del puente que cruzaba se hallaba la infortunada criatura rosada y regordeta que solo estaba cubierta por una pequeña manta. El hombre levantó al bebé sin antes maldecir a la desnaturalizada madre.
Aún tambaleándose el hombre siguió su camino, murmurando pestes contra la infame que dejó a su pequeño crío en tan retorcida situación. Apenas había recorrido un par de metros cuando empezó a tener la impresión de que el niño pesaba un poco más. Siguió avanzando 4 calles más y evidentemente se percató de que el chiquillo era más grande y pesado, ya no podía con él.
Parecía que en lugar de niño llevaba un cerdito cargando, cuando se acercó a la luz del siguiente faro para ver bien al niño, levantó la manta y efectivamente para su sorpresa era un cerdo lo que tenía entre sus manos, el cual lo miró con los ojos encendidos, cual brasas ardiente, rechinó los colmillos como si saboreara el terror que le provocaba al hombre, lanzado al animal por los aires y exclamando un – Ave María Purísima – se echó a correr por las retorcidas calles empedradas.
Se dice que era una broma muy acostumbrada por el maligno, para divertirse en las noches oscuras cuando algún incauto rondaba aquellas calles.
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