Cuando el conde Francisco Nádasdy se sintió ofendido y humillado por el Archiduque Alberto V de Austria, no dudó un instante y lo retó a duelo. Las afrentas obedecían a la mirada insinuante del desafiado, hacia las ondulantes caderas de su prometida, la condesa Elizabeth Báthory.
El lance se produjo en la fiesta que los Reyes de Hungría brindaron en honor al onomástico de la Reina.
Ambos participantes, abandonaron sus buenos modales al ritmo de la ingesta del mejor vino de la Región Vinícola de Eger, el Leányka, dulzón, fructuoso, dulce y armonioso.
Los antecedentes donjuanescos de Alberto V completaron el escenario para que el guante de Francisco azotara la cara del fisgón que no dejaba de reírse.
Los invitados no paraban de asombrarse, ya hacía muchos años que no se solucionaba los conflictos con estos métodos.
Los padrinos se ofrecieron al instante, azuzados por sus parejas que no querían perderse el acontecimiento.
Fueron ellos los que ultimaron los detalles del duelo. Sería con armas de fuego, a primera sangre, es decir que la deshonra se daría por satisfecha, ante la herida de alguno de ellos.
La distancia se acordó que sería de 17 metros o como se acostumbraba decir, a 20 pasos. Los contendientes de espaldas avanzarían sus pasos al ritmo que le indicaría el árbitro, luego girarían apuntaban sus mosquetones y pum.
Como era habitual, el duelo sería al amanecer. Minuciosamente se acondicionaron las armas
Dado la absurda de la situación, los padrinos buscaron disuadir a los contendientes de la situación, que, ya lejos del alcohol, poco se acordaban de los motivos que llevaron a tamaña disputa.
Elizabeth fue una de las primeras que quiso minimizar el hecho, no solo se jugaba el honor de su prometido sino las generosas tierras que poseía el conde.
Era una de esas mañanas en que el sol brillaba por su ausencia, una pesada bruma se depositaba en el “campo del honor”; los contendientes ya estaban dispuestos, mientras el árbitro les alcanzaba la discreta caja de nogal que contenía las armas.
A su tiempo, los duelistas insertaron la pólvora, el proyectil y un tapón de papel que mantenía comprimido el cañón.
Ambos se profesaban un amor imposible de pasiones encontradas, cargados celos enfermizos de Francisco que temía perder el amor de Alberto entre las caderas generosas de su prometida.
-Uno, dos, tres…
Los recuerdos fluían en cada paso de los contendientes, que, ya distantes, veían como se esfumaban los sueños y promesas incumplidas.
-Diez, once, doce…
Una imperturbable mañana de otoño, para nada hacía presumir una tragedia
-Dieciocho, diecinueve, veinte.
Cuando giraron recién pudieron mirarse a los ojos, la trémula mano de Alberto apenas podía alzar la pistola. Francisco ya dispuesto, apuntó al corazón de su amado, a sabiendas de que nunca iba a ser suyo.
Un estruendo que hizo volar a las aves que observaban desde los árboles, como privilegiados testigos de la ignominia.
Mientras se desplomaba por el artero disparo, desde el otro lado, el inconsolable llanto de Francisco, ponía punto final a la utopía.
OTREBLA