No había conseguido dormir más de seis horas en las últimas noventa y seis, producto, quizá, de mucho beber, mucho fumar, mucho divagar. Pero esa no era mi prisa; mi bisabuela había muerto y mi madre quería que la acompañara al funeral.
Los cementerios y yo no nos llevábamos bien, tal vez por lo que no lo consideraba como una opción para mí. Tal vez, el verme atrapado entre tantas lápidas, tanto dolor, tanta soledad, me daba cierta nostalgia sin sentido. Pero igual acepté su petición.
De camino, todo me daba vueltas, todo brillaba con demasiada intensidad, como pidiéndome explicaciones por mi comportamiento, a ojos mortales, deplorable. Mi madre me decía cosas que no conseguía encadenar en algo coherente; algunas tías, que recogimos en el camino, me miraban con ojos lastimeros aludiendo que estaba así por la recién fallecida. No era así, chicas.
Finalmente llegamos, y en efecto todo estaba dispuesto para echar a la vieja al hoyo. Una multitud de gente lanzaba lamentos haciéndome sentir como en el infierno mismo. Una tras otra, pasaban las personas que habían convivido más tiempo con aquella persona; yo les abrazaba y alentaba con ridículas frases:
"Ella está mejor ahora"
"ya había hecho suficiente"
y así durante media hora. Aun estaba resacoso por lo que pensaban que yo también sufría su pérdida. ¿Pero, cómo extrañar a alguien que a duras penas recuerdo en vanos recuerdos? Me preguntaba una y otra vez.
Entre esas personas que acudían a los venturosos brazos del "consolador", o sea, su servidor, llegó una nena de buen cuerpo, poca cara y mucho pecado en sus ojos. Eso si, estaba deshecha con la pérdida, pero por lo que pude averiguar, ella era menor que yo, así que no conseguía entender su trauma. Muy seguramente, ella no la conoció tampoco.
El párroco terminó de balbucear unas últimas palabras y comenzó lo peor. El descenso del cuerpo a su nuevo hogar. Aquí las personas, pero sobretodo las damas, rompieron en llanto. Pero no era como siempre lo había escuchado, estos quejidos eran estremecedores, como de ultratumba. Lo peor era que estos retumbaban en mi cabeza en un eco incesante.
Y mientras ese eco, casi perpetuo, se reflejaba en casa una de mis paredes craneanas, pequeñas imágenes, como recuerdos, pasaron fugaces por mi memoria. Pequeños instantes de tiempo donde aquella señora, ahora vestida de muerte, me sostenía en sus brazos y apretujaba sus labios contra mis pómulos, frente y manos.
La parafernalia se terminó sin darme cuenta. Bueno, en realidad, había ido por una cerveza y un cigarrillo. Perdí de vista a mi madre así que fui en busca de la nena acongojada. La hallé sentada cerca de una lápida de un Sr. Smith cualquiera, luego no vi inconveniente en sentarme a su lado. Hablamos un poco sobre la difunta, sobre como se llamaba; - la nena - Marlene, me dijo, y la acogí en mi humilde posición de tipo duro. Terminé mi cerveza y mi cigarrillo y la invité para el sábado siguiente. Regresé con mi madre y tomamos rumbo hacia casa, donde me esperaban una cama fría y solitaria en la que podría descansar un poco; después de todo, la bisabuela no era la única con ese tipo de privilegios