Regresaba el matrimonio de una larga cena de reconciliación, en un restaurante del centro. Luego de múltiples súplicas y juramentos, Lili había convencido a su marido de que nada había sucedido con aquel misterioso hombre que había conocido en un gimnasio, el año anterior; ahora los esposos se hallaban sumergidos en un neutral silencio, camino a casa.
Llegaron a eso de la una de la madrugada; Lili, que se retocaba el lápiz labial en el espejo del coche, miró las escalinatas de acceso a su hogar y apretó el brazo de su marido.
-Los chicos- señaló-. Los chicos están afuera.
-Oh, mierda, y ahora qué- gruñó Luis.
Los dos chicos mayores, Juan y Cristina, vestidos ambos con pijamas, estaban sentados en el porche de la casa y se abrazaban entre sí. Luis detuvo el coche y se bajó, maldiciendo, seguido por su mujer, que se apresuró a levantar en brazos a sus dos retoños.
-¿Qué pasó?- preguntó el padre, la cara de repente transformada por la furia-. ¿Dónde está la niñera? ¿Por qué los dejó salir, con el frío que hace?
-¿Dónde está el bebé?- casi chilló la madre.
Los chicos estaban muy nerviosos y balbuceaban, sin embargo, al cabo de unos segundos, los padres comprendieron lo que querían decir. Según ellos, había un problema con Lula, la niñera.
Al principio, dijeron, Lula se comportó de forma normal. La chica les dejó ver la tele un rato, y luego los bañó y los mandó a dormir. Pero a eso de las once y media de la noche, el teléfono en la planta baja empezó a sonar, y cuando la niñera atendió, algo pareció cambiar en la casa.
-¿Cómo que empezó a cambiar?- se impacientó el padre.
-El frío… empezó a hacer mucho frío- dijo Cristina-. En toda la casa.
-Y la niñera… ella empezó a gritar- agregó Juan-. Aunque más que gritar, parecía ladrar. Y se empezó a arrancar la piel de la cara con sus propias manos...
-Después subió por las escaleras, y se metió en la habitación del bebé- dijo Cristina-. Nosotros teníamos mucho miedo, miedo por el bebé, y salimos de la casa, a esperarlos a ustedes...
-¿Y el bebé? ¿Dónde está mi bebé?- dijo la madre, llevándose una mano a la boca.
-Ya les dijimos: Lula está con él.
-Oh, por Dios, oh por Dios… ¿qué es lo que está pasando?
-Yo sé lo que pasa- dijo el padre, y abrió la puerta de un golpazo-. Esa chica anda con drogas. Todos los adolescentes son iguales…
-¡No, papá!- dijeron los chicos, al unísono, tratando de retenerlo.
Sin embargo, luego de avanzar dos o tres pasos dentro de la casa, el hombre se detuvo por cuenta propia, pasmado por lo que veía delante de sí. El living, el mismo que su esposa había decorado con esmero durante tantos años, siguiendo siempre los últimos gritos de la moda, ahora aparecía cubierto por una inexplicable capa de hielo. Los sillones y los muebles estaban congelados, y del techo pendían estalactitas del tamaño de piernas humanas. Por las escaleras, ubicadas entre la cocina y la pequeña bodega, descendía una lenta y constante bruma de frío, que se arremolinaba en torno al pasamano de madera. El hombre retrocedió un paso, y la alfombra congelada crujió bajo sus pies. Bajó la vista y se quedó mirando la alfombra repleta de escarcha, pestañeando estúpidamente. Luego observó a su esposa:
-Lili, ¿qué mierda…
-Lula está allá arriba- dijeron los chicos, sus rostros como dos óvalos blancos de miedo-. Se volvió mala. Aquella llamada la volvió mala, la transformó. Ahora tiene la cara negra, y camina de una forma rara. Como si estuviera doblada en dos. Nosotros la vimos. Queremos irnos, papá. Marchémonos de aquí…
Las súplicas de los dos hermanos se vieron cortadas por el llanto del bebé, nítido y penetrante desde las profundidades del segundo piso. La madre se tapó la cara con ambas manos y comenzó a sollozar.
-Mi bebé, mi bebé…- decía.
-Iré arriba a buscar al bebé- dijo el padre, ante la renovada desesperación de sus hijos. Tomó el extintor sujeto a la pared y lo blandió a modo de bate-. Lili, quédate aquí con los chicos, y llama al 911. Yo me encargaré de esa desgraciada.
-Iré contigo- dijo la mujer-. No me quedaré a esperar aquí abajo, mientras mi bebé está en manos de esa loca.
-No, mamá, no, papá…- chillaban los chicos.
-Ustedes quédense aquí- vociferó el padre.
-Pero, ¿es que no se dan cuenta de que todo esto está mal? ¿No ven el hielo por todas partes? Tienen que escucharnos, esto es obra del Diablo…
Pero los adultos no prestaron atención a tan coherente objeción por parte de los chicos. Comenzaron a subir los escalones, aferrándose al pasamano, porque la escalera estaba muy resbaladiza. Cuando llegaron arriba, miraron hacia el pasillo y se perdieron en sus profundidades; Lili gritaba con desesperación el nombre del bebé, mientras el padre blandía el extintor de un lado a otro.
Los chicos quedaron al pie de las escaleras, mirando hacia arriba, sin saber qué hacer. Pasaron los minutos, y no se escuchó otra cosa más que sus respiraciones agitadas, además del crujido del hielo al resquebrajarse. Creyeron escuchar un golpe amortiguado, aunque luego no supieron decidir si lo habían imaginado o qué.
-¿Mamá?- gritó Cristina, al cabo de unos minutos-. ¿Papá? ¿Dónde…
-Shhh… hay algo… algo que baja por las escaleras…
-¿Dónde?
Juan lo señaló. Al cabo de un rato, los chicos se tomaron de la mano y retrocedieron un paso. Por las escaleras, bajando como una serpiente escarlata, venía un pequeño aunque constante arroyo de sangre. El arroyo bajaba lentamente, escalón por escalón, y parte del mismo se congelaba sobre la superficie escarchada de los escalones. Parecía que había mucha sangre allí arriba. Mucha, mucha sangre.
La pregunta era: de dónde. De dónde venía esa sangre.
Ninguno de los chicos se quiso hacer la pregunta.
-Debemos irnos- murmuró Juan en cambio-. Debemos irnos, antes de que ella baje.
-¿Y el bebé? ¿Y mamá y papá? No podemos dejarlos ahí.
-Es cierto- dijo el chico, súbitamente reflexivo.
Luego de unos instantes de duda, comenzaron a subir, tomados de la mano. Evitaban pisar el reguero de sangre, aunque era muy difícil porque a esas alturas las escaleras se habían vuelto casi por completa rojas.
El frío parecía mucho más intenso allá arriba. Podían notarlo por cada escalón que subían. El segundo piso permanecía en tinieblas, por lo que no podían ver más allá del descansillo. A mitad de las escaleras, se detuvieron para escuchar.
-¿Qué es eso?
-No lo sé- dijo Juan, con la respiración entrecortada-. Parecen… ¿pelotas?
En efecto, parecía que algo pesado, como una pelota de fútbol, o de básquet, rodase a través de los corredores del segundo piso. El problema era que en la casa no había ninguna pelota; Juan se dedicaba al atletismo, mientras que Cristina tomaba lecciones de danza.
Se miraron.
-Tal vez sea una de las maceta de la habitación de mamá- aventuró Juan, tratando de apartar las horribles imágenes que poblaban su mente.
-Es posible, sí- dijo Cristina, lanzando un trémulo suspiro.
En ese momento, en la habitación de arriba, el bebé reanudó su penetrante llanto.
-No podemos dejarlo- se recordaron a sí mismos.
En ningún momento pensaron en llamar a la policía. Intuían, con la sabia y primigenia intuición de los chicos, que aquella situación no se resolvería con un llamado a las autoridades. Simplemente siguieron subiendo, hasta llegar al final de las escaleras, donde se encontraron con un horror indescriptible…
La casa había quedado en silencio otra vez.
De vez en cuando el hielo crujía, y alguna estalactita se desprendía del techo y se hacía añicos contra el suelo congelado. Pero, salvo por estas interrupciones, el silencio era absoluto.
El teléfono comenzó a llamar.
Llamó cuatro, cinco veces, en la oscuridad de la casa, hasta que saltó el contestador automático.
-Cuídalo, Lula- dijo una voz repugnante e inhumana, una voz que, de haberla podido escuchar, Lili la hubiese relacionado, siquiera remotamente, con la voz de aquel fascinante y misterioso hombre con el cual había engañado a su marido, hacía ya doce meses atrás-. Cúidalo con tu propia vida. Es mi Hijo, y tú serás la Tutora. Así que cuídalo con tu propia vida, porque Él, cuando crezca, heredará la Tierra, y será la perdición de todos los Hombres...