EL MAR DE LA SOLEDAD.
Aquí estoy una vez más escribiendo palabras de tristeza, abandonado a la dicha y desdicha de tus infranqueables caprichos, pensando en que es lo que te pasa, sintiendo como la duda de tus pensamientos carcome las palabras dulces y las acciones más nobles y puras.
Abandonado en un mar de soledad, donde el canto de las sirenas recuerda el calor de tus manos e inspira melancolía de los tiempos donde tus ojos de hielo, sucumbían al cariño, expresando con miradas la plenitud de tus expectativas.
Palabras mudas, espiabas en lo profundo de mis ojos tratando de pescar algún sentimiento compartido, te llenabas con mi compañía tanto como el frió y negro cielo con los rayos de un sol que espera su momento para ser recibido, donde su único anhelo es que le permitan calentar y nutrir la tierra para cosechar un fruto de felicidad recíproca.
De igual manera yo contaba los minutos para verte, con la misma ansiedad que un niño pequeño espera la llegada de aquel presente siempre soñado, tu eras mi ilusión, mi única inspiración, la razón de mi sonrisa al despertar.
-Hace frío, y me tiemblan las manos…
-El viento no sopla, sigo perdido y sin señales
de ti en este inmenso mar de soledad.
Recuerdo en este momento la primera vez que me regalaste un te quiero, tomaste mi diestra, y con una tibia y sentida sonrisa, clavaste una mirada de júbilo en mis ojos capturándome para siempre en este enorme mar.
En esos días en que el aire olía a ti, había un tibio sol que calentaba todo lo que tocaba, mi bote navegaba tan bien, que parecía volar entre la espuma de las olas, aquella brisa que despedía el danzar de tu cabello, acariciaba mi vela llevándome a descubrir lugares que no habían sido profanados por nave alguna, siempre acompañado por el susurrar de tus labios en mi oído, que siempre despertaba en mi un deseo incontenible de alegría y pasión.
Aun de día el cielo me mostraba alguna estrella fugitiva de la noche que siempre dirigía mi rumbo a las costas de la felicidad plena, el agua era tibia y muy azul, la arena en estas playas era polvo de diamante, tan fino, que podía sentir su caricia en todo mi cuerpo, tu presencia era sublime.
Un día pensé que no habla qué temerle a este bello mar, decidí izar velas y aventurarme en aguas profundas. Te confieso que tenía un poco de miedo, pero respire hondo, y saque del fondo aquella ancla que me mantenía en la seguridad de la costa y partí.
Al principio todo marchaba perfecto, el viento soplaba con fuerza, en ocasiones mi vela parecía querer reventar mientras yo viajaba a toda velocidad hacia lo desconocido, todo lucia perfecto, a lo largo podía ver como el cielo azul se abrazaba con el mar formando destellos de luz que parecían invitarme a reunirme con ellos en un hermoso celaje de colores ámbar.
-No siento las manos...
está helando y la neblina se acerca,
tengo miedo... todo es negro y frío, en el
cielo no hay ni una moribunda estrella.
-¿Adonde estas?
-¿Por que me dejaste solo?
El tiempo empeoraba, debía hacer algo, ¿pero qué? si a la hora de partir tu me llevabas así que nunca aprendí a navegar solo.
Luego llegó la tormenta, ya mi pobre vela estaba echa pedazos, entraba agua helada al bote la cual se sentía como agujas en mi piel, y aquel sonido ensordecedor del viento tratando de despedazar lo poco que quedaba de mi bote, parecía como querer arrancar mil recuerdos que yo no iba a ceder. Y aun con el continuo azotar de las hirientes olas y la furia de aquél violento cielo, pude sentir como una tibia lágrima abandonó mi rostro, seguramente presagiando el desastre.
Llego otra nave a ofrecerme un mejor mar, la rechacé alegando tu pronto regreso, pero no se alejó, se quedó acompañándome aun cuando mi naufragio amenazó arrastrarla conmigo.
Pero lo peor de todo fue sentir como mi boté se hundía echo pedazos arrastrándome con él, y tu nunca apareciste para auxiliarme.
Me ahogué esperándote.
(Esteban Escalante 29/10/00)