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El Perro en el Jardín

Para Celamar Albejar, una de las más fieles y queridas lectoras de estas historias.
 
1
 
“El perro”, pensó el padre, mientras recortaba el seto del jardín. “Ese maldito perro me está dando muchos problemas”.
 
2
 
Siguiendo la moda desatada entre sus vecinos, había instalado la piscina y el quincho la semana pasada, luego de meses de ahorro y privaciones. Ahora la piscina lucía espléndida, tan espléndida como la de los Rodriguez, que vivían enfrente, o la de los Alvarenga, vecinos de la derecha, y el quincho invitaba a pasar horas comiendo y bebiendo bajo su sombra, pero el problema seguía siendo el perro.
“Con sus pezuñas me arruina todo el césped”, pensaba el padre, con el ceño fruncido.
“Y también mea en las plantas, y las arruina”.
Sus vecinos, en cambio, no tenían problemas similares. Ellos, sabiamente, tenían caniches toys o a lo sumo perros salchichas, que ni siquiera molestaban y hacían zurullos del tamaño de pequeñas nueces. Por eso sus jardines lucían espléndidos, y el césped brillaba casi fosforescente. Pero él, en cambio, con su enorme y atolondrado Gran Danés…
“Debería eliminarlo”, pensó. “O regalárselo a alguien”.
Pero, ¿quién, en nombre de Dios, querría semejante bestia del Infierno, que además de romper todo, comía toneladas de comida por día?
Escuchó que su mujer llamaba para el almuerzo y entonces dejó el trabajo a medio hacer. Se lavó las manos en el grifo de la piscina y luego miró al perro, por enésima vez. El animal, sentado bajo la sombra de un ficus, le devolvió una lánguida mirada y luego se echó a dormir.
Para cuando el hombre se sentó a la mesa, ya había decidido eliminarlo de la faz de esta Tierra.
 
3
 
El problema consistía en que Sirio era propiedad de Celamar, su hija menor. Ambos habían crecido juntos y la niña extrañaría al perro, a tal punto que enfermaría, como le había ocurrido aquella vez en que estuvieron dos semanas afuera, por vacaciones, y Celamar comenzó a levantar fiebre y a pronunciar el nombre del maldito perro entre sueños.
“Se acostumbrará”, pensó el hombre, mirando con los dientes apretados los restos de una hermosa y floreciente buganvilla, que Sirio acababa de destrozar. “Lo extrañará unos días, pero le compraremos otro perro y al mes ni siquiera sabrá quién era Sirio”.
Por supuesto: el nuevo perro debía ser minúsculo, insignificante, cosa que no estropeara su jardín y éste quedara, al fin, tan espléndido y envidiable como el de sus vecinos.
Decidió hacerlo esa misma noche. Fingió dormirse temprano, y cuando se hicieron las dos de la madrugada, muy lentamente se salió de la cama y comenzó a vestirse. Su mujer, envuelta en el profundo sueño de los barbitúricos, ni siquiera abrió un ojo. Terminó de ponerse las zapatillas y salió de la casa. La noche era cálida, aunque había mucha humedad y había comenzado a caer rocío. Sirio dormía en el porsche, hecho un desmañado y enorme ovillo, del color del ébano. Cuando escuchó que el hombre se acercaba, levantó la cabeza y comenzó a azotar su pesado rabo contra el piso.
-Sirio, muchacho- murmuró el hombre, poniéndole la correa-. Vamos a dar una vuelta, ¿qué te parece?
El animal contestó lamiéndole la mano y sacudiendo el cuerpo. El hombre lo condujo al interior de la camioneta y luego sacó el vehículo del garaje, sin encender las luces. Sirio parecía mirarlo curioso, como si se preguntara qué diablos era lo que sucedía. Sin embargo, lo miraba con confianza, y eso era bueno, porque no quería tener a un perro de sesenta kilos y un metro de alto gruñéndole dentro de la cabina de la camioneta. Condujo el vehículo rumbo a las afueras de la ciudad, y cuando llegaron a un campo despoblado y sin luces, se detuvo y obligó a Sirio a bajar.
-Vamos, muchacho- dijo, tironeando de la correa-. Vamos a dar un paseo, ¿te parece?
El perro no parecía muy dispuesto a dar un paseo a esas horas de la noche, más bien parecía querer seguir durmiendo, pero de todas formas bajó. En cuanto se alejó un poco, olfateando los pastizales, el hombre sacó el rifle bajo el asiento y le disparó en el lomo. El animal lanzó un gañido y luego cayó desplomado en el interior de una enorme acequia repleta de barro. Lo último que el hombre vio de él fueron sus rígidas patas, que se hundían rápidamente en la mugre. Y luego lo perdió de vista.
Regresó a eso de las tres de la madrugada. Su esposa seguía durmiendo en la misma posición de antes. Se acostó y trató de dormir un poco; al día siguiente tenía que ir a la oficina y por culpa del perro pasaría un día interminable.
Eso, sin contar con los quejidos de Cela, en cuanto se percatara de que le faltaba su querido perro.
Pero creía que, pese a ello, todo saldría bien.
 
4
 
Y, por lo menos al principio, no se equivocó.
Su jardín, sin el castigo constante de las garras y los deshechos de Sirio, mejoró muy pronto y en cuestión de una semana se veía tan espléndido como el de sus vecinos. Cela tuvo un par de noches de fiebre, pero luego pareció aceptar la realidad y se sumió en un profundo aunque gratificante silencio. Al menos había dejado de decir que un hombre malo le había matado el perro. La familia entera había llegado a la conclusión de que Sirio había saltado la reja y luego se había perdido por ahí, y pegaron carteles y pusieron anuncios en los periódicos con la foto del perro, aunque por supuesto, nadie llamó ni reclamó la recompensa. Pasó un mes, y el tema de Sirio comenzó a hacerse menos frecuente en las conversaciones familiares. Y mientras tanto, el parque de la casa rebosaba de verdor y las flores parecían estallar en colores. El hombre pasaba gran parte de su tiempo libre sentado bajo la sombra del quincho, bebiendo algunos tragos y disfrutando del espectáculo que le regalaba aquella reducida porción de naturaleza. No se sentía tan feliz como había creído que lo estaría, pero al menos había logrado su objetivo y eso era muy importante para él, porque él era un hombre de negocios y odiaba cuando las cosas no salían según lo planeado.
Aproximadamente cuarenta días después de la desaparición del perro, le dijo a Cela que le compraría otro. “No será tan grande como Sirio, de hecho será muy pequeñito, pero te gustará”.
La niña asintió, no muy entusiasmada. Y fue así como el hombre se apareció, al día siguiente, con un caniche toy minúsculo, que depositó sobre la cama de la niña.
-Aquí tienes. Puedes ponerle el nombre que quieras.
-Pelito- dijo la niña de inmediato, como si lo hubiese pensado toda la noche. Y lo abrazó y el hombre pensó que, al menos en la mente de su hija, Sirio quedaba definitivamente enterrado y sólo quedaba seguir adelante.
Esa misma noche, comenzaron los problemas.
 
5
 
Primero fue la piscina. Su mujer se dio uno de sus chapuzones nocturnos, y al rato regresó envuelta en una toalla, con los gestos contraídos por el asco.
-Tiene olor a podrido. El agua tiene olor a podrido.
-No puede ser. Si la boya de cloro…
Fue al patio, a ver. En efecto, las aguas de la piscina despedían un hedor putrefacto, como si se tratasen de las aguas de una ciénaga o un pozo ciego. El hombre vació la pileta y luego la llenó de nuevo, pero al cabo de dos días el hedor regresó. Llamó a un especialista en piscinas, y pese a que el experto revisó cada centímetro cuadrado de la superficie, no encontró nada raro en la misma.
-Tal vez sea el agua- aventuró-. Tal vez las napas de agua… se pudrieron.
-¿Y ahora qué hago?
-Haga otro pozo.
-Si hago otro pozo, me destrozarán el jardín.
El técnico se encogió de hombros.
-Entonces no haga nada.
-Maldición…
Llamó a la empresa que se encargaba de realizar perforaciones, pero le dijeron que tenían demoras de hasta un mes. El hombre, sin dejar de maldecir, decidió vaciar la piscina hasta que pudiera arreglar el desperfecto. Pero sin embargo, el olor a podrido continuó, a tal punto que era imposible pasar mucho tiempo al aire libre sin comenzar a sentir náuseas.
Pero eso no fue todo. Las plantas del jardín, lentamente, comenzaron a arruinarse. Algunas se secaron, y a otras las  afectó un hongo que les quitó el color, y las fue transformando en retorcidas y feas raíces. El césped también sufrió el mismo mal, y cuando llegaron las lluvias el parque se convirtió en un auténtico lodazal. El hombre, colérico, llamó al diseñador de parques y jardines, que se lavó las manos y dijo que él no tenía la culpa si los dueños no cuidaban las plantas como era debido.
-Pero si yo las cuido, las riego todos los días- casi gritó el padre-. Incluso tuve que deshacerme del maldito perr…
Se contuvo a último minuto. Dedicándole al diseñador unas últimas maldiciones, cortó y siguió con su trabajo en la oficina. Eran días atareados, y se sentía al borde del colapso. Los números de la empresa estaban en rojo y podía quebrar en cualquier momento. Si sucedía esto, el hombre quedaría automáticamente en la ruina. Tomó uno de los ansiolíticos que le había robado a su mujer y continuó con su tarea.
 
6
 
Se sentía tan agobiado por sus problemas que no fue consciente de lo que sucedía con “Pelito”, el nuevo perro de Cela. De hecho, nadie en la familia se percató, excepto por supuesto la niña. El perro pasaba la mayor parte del tiempo en la habitación de Cela, quien se encargaba de darle de comer y sacarlo a pasear. Le cepillaba el pelo y jugaba con él hasta quedar dormida. A veces, sin darse cuenta, lo llamaba “Sirio”, aunque enseguida rectificaba el error.
Una noche, luego de otra agotadora jornada de trabajo, el hombre entró a la habitación de su hija. Pensaba arroparla y darle las buenas noches, pero se detuvo al contemplar la sombra de ojos relucientes que lo miraba desde debajo de la cama.
-¿Qué mierda?- dijo, encendiendo la luz.
Allí abajo, tendido sobre una desgastada alfombra, estaba “Pelito”. Sólo que el perro, que supuestamente era un caniche toy, había crecido hasta alcanzar el tamaño de un perro mediano. Y su pelaje, anteriormente blanco como la lana, ahora parecía estar… oscureciéndose. Exactamente como había sido el pelaje de Sirio…
-¿Qué mierda?- repitió el padre, atónito.
Al día siguiente, a primeras horas de la mañana, lo llevó al veterinario que se lo había vendido.
-¿Me quiere decir qué carajo es esto?- le espetó, poniendo el perro sobre la camilla.
El veterinario examinó al animal brevemente, y luego negó con la cabeza, entre sorprendido y apesadumbrado.
-Un caso raro de gigantismo- sentenció-. Los huesos crecen más de lo debido y se deforman. Con los seres humanos pasa lo mismo. Y en cuanto al pelaje... bueno, se oscureció un poco. También suele suceder. Si quiere le devuelvo el dinero y le doy otro perro.
-¿Y qué le digo a mi hija? Perdió un perro hace dos meses, ahora perderá otro… ¿Acaso quiere que mi hija muera de tristeza?
-Entonces, qué quiere que le diga, llévese el perro y trate de cuidarlo lo mejor posible.
-¿Hasta cuándo seguirá creciendo?
-No sabría decirle. Pero, considerando que tiene apenas dos meses, supongo que alcanzará el tamaño de un doberman… quizás algo más.
-¡¿Qué?!
-Ya le dije, puedo devolverle el dinero y darle otro. Otra cosa, no se me ocurre…
Regresó a la casa a toda velocidad, aún maldiciendo su suerte. Había encerrado al perro deforme en el baúl, porque quería tenerlo alejado de sí todo lo posible. Paró en una estación de servicio y se comió un par de hot dogs, mirando pensativamente el cielo.
El perro, encerrado en el baúl del coche, rascaba y gemía para que lo dejasen salir.
-Ya sé que haré contigo- dijo en voz alta-. Iremos a pasear. Ya lo verás.
Se desvió por el camino que, meses atrás, había tomado para eliminar a Sirio. Pero a mitad de trayecto reventó una goma, y el auto se estrelló, a unos ochenta kilómetros por hora, contra un bosque de pinos al costado de la ruta. El hombre, que nunca utilizaba cinturón de seguridad, salió despedido por fuera del vehículo, y luego todo fue negrura.
 
7
 
Cuando despertó, minutos después, descubrió que no podía moverse. Algo en su cuerpo estaba fallando. Probablemente se había roto la columna.
“Oh, por Dios, y ahora qué”.
Trató de moverse otra vez, pero un dolor omnipresente, que le quitó el aliento, se lo impidió. Estaba tendido sobre las hierbas en medio de un camino solitario. Y ni siquiera tenía el celular consigo: lo había dejado en la guantera del auto.
-Ayuda- trató de decir, pero su voz fue un susurro agónico.
Cerró los ojos. Tal vez fuera mejor morir. Las cosas se habían ido definitivamente al diablo. Su mujer prácticamente era un zombie que deambulaba por la casa, bajo el poderoso influjo de los sedantes. Sus hijos ni siquiera le hablaban. Y la empresa por la cual había dedicado gran parte de su vida, finalmente parecía que iba a quebrar.
“Y el jardín”, pensó. “Ya no queda nada de él. Todo se ha ido al carajo”.
Sintió un ruido de hierbas a su derecha.
Abrió los ojos. Algo venía arrastrándose hacia él. Pensó que podía tratarse de alguna alimaña, y buscó con su mirada alguna piedra, algún objeto que pudiera servirle de defensa. Pero luego escuchó el gemido y comprendió: era “Pelito”. La baulera sin dudas se había abierto por el impacto, y el perro, al igual que él, había salido despedido del coche. Y ahora regresaba como podía hacia él, hacia su verdadero dueño.
“Porque yo soy el dueño de Pelito”, pensó el hombre. “Yo lo compré, yo le di una familia, y yo pensaba quitarle la vida”.
Al parecer el perro también se había roto algo, porque no podía caminar y se arrastraba penosamente sobre las hierbas. Tenía la boca abierta, como si sintiera mucha sed. Y sus ojos…
“Están fijos en mí”, pensó el hombre, con un escalofrío. “¿Qué se propone?”.
“Pelito” se acercaba. Sus muslos traseros resbalaban en la tierra y una baba le colgaba del hocico. No dejaba de mirarlo, de esa forma tan fija, como si supiera… como si supiera…
-Largo- dijo el hombre, con voz entrecortada-. Largo de aquí, maldito perro.
Trató de darse vuelta y huir, pero su columna rota lanzó un alarido y el hombre se orinó por el dolor. Con los ojos anegados en lágrimas, vio que el perro estaba cada vez más cerca, cada vez más cerca, y abría la boca como si quisiera tragarlo entero…
-Largo- sollozó el hombre-. Por favor, largo…
Ahora tenía el perro frente a frente. Pudo sentir su aliento tibio, su olor animal. Y cerró los ojos. “Jesús Jesús Jesús…”
Una humedad le recorrió la cara de arriba abajo. Al cabo de un rato, sintió que la humedad le pasaba por la oreja.
El hombre abrió los ojos.
El perro lo estaba lamiendo.
Y entonces el hombre lloró. Lloró porque se dio cuenta de que todo era su culpa, absolutamente todo: había descuidado su matrimonio, se había olvidado de sus hijos, había dejado de amar y de vivir. E, incluso, Dios bendito, había matado al perro de su hija, a Sirio, el perro que la había visto nacer y había jugado con ella, el perro que era casi su hermano. Y todo por aquel jardín, aquel caprichoso y estúpido jardín…
Se abrazó al perro y lloró. Y el perro, atraído por el olor y el sabor de la sangre del hombre, siguió lamiendo y lamiendo…
 
8
 
Lo encontró, horas después, un campesino que regresaba de la ciudad. Vio el cuerpo tendido y se bajó para ayudar. Al lado del hombre había un perro muerto, que el campesino apartó sin mayores consideraciones. Alzó la cabeza del hombre, aunque de inmediato dio un paso atrás: porque ese hombre no tenía rostro. En su lugar sólo había una máscara repugnante de carne y sangre.
Comprendió de inmediato que el perro, en sus últimos instantes de vida, le había comido la cara.
El campesino, lentamente, regresó a su camioneta y tomó el celular para llamar a la policía.
Había comenzado a oscurecer.
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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