Todos creían que era sordomudo. Andaba por todos los caminos y se mezclaba con toda clase de gente y aunque sus alegres ojos y su sonrisa atrayente intuían su sentir, nadie pudo nunca presentir cual era su real vocación.

Cierto día conoció a un buscador sagrado y desde entonces vioseles siempre juntos compartir alegremente la simpleza de sus vidas. Nada parecía turbarlos; ni el cauteloso recelo de los ricos de aquella gran comarca, ni el gentil encanto de la joven aldea que no tardo en aceptarlos.

Se diría que aquellos silenciosos personajes basaban la esencia de sus vidas en un equilibrado sentimiento de sinceridad y que sus acciones, incluyendo las más insignificantes, eran el más dulce regalo para ser compartido. Sin embargo había en ellos también una especia de determinado alejamiento, como si estuvieran buscando una ignota soledad.

Debió ser de noche cuando se marcharon. Alguien contó que aquella tarde, cuando los vientos helados soplaron con más fuerza, se les vio cruzar aquel inmenso arenal.

Tiempo después se les encontró casi exhausto. Otro hombre con la piel destrozada jadeaba junto a ellos. Ninguno musito una palabra. Estaban clavados en una cruz.