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Categoría: Bélicos

El Rey de Negras

Pronto daría comienzo la experiencia que sería retenida para toda la eternidad en nuestras retinas, o al menos en las de aquel que a su holocausto sobreviviera, porque dichos momentos se hacen eternos; y en ellos es donde un hombre se juega su cordura. Las piernas te tiemblan, la respiración se entrecorta y el corazón parece ahogarse en sus propios latidos. Son los nervios: tan traicioneros como necesarios; los mismos nervios que hacen que un instante, tan solo un instante de tiempo, caiga en los abismos de los evos y allí quede congelado para toda una eternidad. Y en esos momentos vislumbras el mundo de una manera tan extraña y diferente que crees sentirte preso de un sueño del que no consigues despertar: el infinito se ralentiza bajo tus pies, y las voces y sonidos ambiente antes tan cercanos parecen entonces tan distantes como si de sombras que gritaran a la luna se trataran. Y de la misma manera, percibes el mundo con unos sentidos insólitamente desarrollados para la ocasión; notas como el chispear de la lluvia moja tu piel, y como las gotas de sudor y agua descienden desde tu frente hasta el cuello; respiras aire, pero cada bocanada llena menos tus pulmones pues llega hasta ti malsanamente cargado en el aroma sutil del miedo y la sangre, tu cuerpo enteramente cubierto en el metal frío te quema la piel, y mientras, como si de diapositivas se tratara, los mejores momentos de tu vida invaden y afloran en tu mente intentando evadirte de la cruda y gris realidad.
Y de aquella manera, y acorde a mi respiración, notaba la excitación del animal, pues me acababa de montar sobre el caballo de guerra más grande y fuerte que había por estas tierras. Allí donde pisaran sus herraduras jamás volvería a crecer la hierba, pues era enorme, valeroso y puesto que no conocía el miedo se enfrentaría conmigo a nuestros enemigos sin dudarlo un instante. Su barda era de color verde y amarilla cubriendo su pelaje de color negro brillante como la noche oscura, oscuridad solo manchada en su frente por una ralla blanca y vertical que partía desde su hocico y se perdía en el entrecejo de unos ojos grandes y negros que reflejaban la compresión y sabiduría que nunca antes había visto en un animal. Aquella era mi bestia, mi montura, mi animal, mi compañero y amigo en aquel momento; Ares se llamaba y se impacientaba y ponía nervioso ante lo que sus ojos osaban contemplar.

Las filas enemigas caminaban todas acorde al mismo paso, manteniendo su formación, hasta que a una distancia prudencial de nosotros se pararon en seco. Uno de sus generales, montado a caballo, se paseaba por las primeras líneas mientras voceaba los mentirosos versos que debían de despertar el ánimo de sus tropas, las cuales gritaban y alzaban sus espadas al cielo invocando a sus dioses para que intercedieran a su favor. Aquel griterío ponía nerviosos a mis hombres que aguardaban de pie, en posición y en silencio. Siempre se dijo que el ejército que más gritaba siempre se imponía animosamente sobre sus enemigos, pero nosotros aguardábamos así, era parte de nuestra estrategia.
Ante ellos apareció un caballero al trote sobre un corcel blanco con barda morada; era el Conde de Neviah, y ante su imponente figura todo el anterior griterío cesó. Fueron escasos minutos los que duró aquella calma aprovechada para infundir valor y moral en sus estúpidas tropas, el mismo discurso tantas y tantas veces utilizado por aquel que se queda en la retaguardia de su ejército…

..Mis más de seis mil hombres y yo seguíamos esperando con relativa calma, hasta que incluso al más valiente le dio un vuelco el corazón. Pues una vez acabó el discurso del Conde, todos aquellos soldados de a pie, levantado las espadas al cielo y gritando, comenzaron a correr a paso lento la escasa distancia de kilómetro y medio que les separaba de nosotros. Se acercaban lentamente mientras gritaban sin dispersar sus filas; y la caballería, que iba detrás de ellos, se dividía en dos grupos que protegerían los flancos de aquella masa humana armada hasta los cintos en metal.
Sólo tenían que correr un centenar más de metros y estarían en el alcance óptimo de nuestros arcos.
Pronto el griterío, que traían consigo, subió de tono y aquellos soldados rompieron filas y echaron a correr como bestias hacia nosotros a la vez que sonaban sus cuernos de guerra; griterío que en aquel momento fue ofuscado desde nuestro campamento por el sonido silbante de una carga disparada de dos mil flechas. El juego acababa de empezar.

Aquel comienzo tuvo que ser una experiencia horrible: el estar clamando a gritos una victoria aventajada, y que el cielo negro de la noche se tornaba lleno de estrellas fugaces que trazaban líneas de luz al surcar el cielo, el mismo cielo que fue surcado por tal cantidad de flechas de fuego que llegaron a disipar las tinieblas más oscuras. Notar como una punzada de hierro incandescente atravesaba tu piel y se anclaba en lo más profundo de tus pulmones, y desde allí, menguaba y ahogaba la respiración que tan solo unos escasos momentos era tan fuerte y vigorosa, pero que ahora mismo se lastimaba hasta desaparecer.
Tuvo que ser una experiencia horrible: el ver como litros y litros de aceite hirviendo eran catapultados por el aire y como un baño de semejante líquido invadía e inundaba tu piel. Esta se tornaba roja y caía laceradamente a pedazos resquebrajándose sobre si misma a la vez que tu cuerpo se tambaleaba y se derrumbaba al suelo preso de convulsiones inimaginables que amenazaban con romperte la espalda.
Todo aquello era lo que contemplaban nuestros ojos, y si ya de por si era aberrante para nosotros, tanto o más sería para nuestros enemigos que lo vivían en su propia carne. Y no sólo para el desgraciado soldado que fuera alcanzado por nuestro fuego a distancia, sino por el que contemplaba como su amigo o compañero era herido de muerte cayendo instantáneamente al suelo, y acabando así su carrera por nuestras almas querer liberar.
Y sin embargo, pese a las traumáticas condiciones, aquellos hombres, cuyas filas iban siendo melladas, seguían corriendo hacia nosotros sin ningún temor y sin mirar hacia atrás. Sé que lo sabían, y sin embargo no cesaban en su empeño, sabían que jamás volverían a contemplar un amanecer, sabían que jamás saldrían de aquel escenario con vida, y pese a ello siguieron corriendo hacia nosotros. Admiro y reverencio su valor.

Las cargas de flechas fueron disparadas una y otra vez, y las catapultas fueron empleadas más allá de sus propios límites; gracias a ello era considerable el número de hombres que había quedado en el camino. Aunque, como si de una marea negra se tratara, la cantidad de soldados que sobrevivió a nuestras armas de largo alcance, chocó contra nuestra primera línea de tropas abriendo la primera brecha en nuestro imponente e imbatible acantilado escarpado. Aquellos hombres espada en mano chocaban contra mis guerreros de a pie, y su caballería era frenada en su salvaje acometida por nuestros piqueros.
Las piezas habían sido colocadas sobre el tablero y según la estrategia a utilizar habían sido repartidas. Y puesto que este rey no se encontraba enrocado ni protegido tras su línea de peones, era ahora cuando le tocaba el turno de salir al centro del tablero a jugar.

Las espadas silbaron al cortar el viento y entonaron su dulce y asesina melodía, eclipsada por el sonido asfixiante de la carne desgarrada, cuando dos de ellas chocaban en su cruzada de metal. Los caballos relinchaban, los hombres gritaban, tanto unos enfurecidos como otros exhalando su último aliento, y toda la tierra era nutrida por la sangre derramada. Donde en un principio hubo un orden, ahora mismo se había sembrado el caos de las líneas de soldados que se habían roto, tanto unos atacando, como otros aguantando la acometida enemiga, a los cuales íbamos menguando de manera considerable.
Mis piqueros se encargaron a la perfección de enfilar sus lanzas y derribar a la caballería enemiga del mismo modo que mis hombres de a pie hacían frente a la embestida de los soldados enemigos que seguían llegando, chocando y amontonándose contra nosotros haciendo que ambos bandos se fundieran en un amasijo indeterminado de hierro y carne. Y sobre todos ellos las flechas de fuego de mis arqueros apostados en la retaguardia de mi ejército seguían cayendo, drenando, lenta pero incansablemente, las tropas que hasta nosotros seguían llegando.

Recuerdo como miré al cielo, y contemplé el resplandor de la luna que se ocultaba tras las difusas nubes que descargaban sobre nosotros aquel melancólico chispear. Y alzando la vista a lo más alto recé a mi padre para que velara por mi vida o guardara mi alma bajo el manto de estrellas que cubrían el firmamento; pues el miedo inundaba mi pecho; y en el papel de rey no me estaba permitido expresar mis dolencias y temores, y mucho menos en aquella situación, donde aquellas gentes tenían que ver reflejado en mis ojos la valentía y moral que no encontraban en si mismos.
Levanté mis espadas, y bajo un grito asfixiante que sofocó mi garganta, salí al galope sobre mi caballo, y tras de mí, y bajo mis ordenes, me siguió toda la caballería que debía encargarse de acabar con aquellos adversarios que nuestra tierra y patria querían arrebatar.

Todas las cargas de flechas fueron disparadas y nosotros nos separamos en dos compañías; la mitad salimos desde la retaguardia por el flanco izquierdo, y la otra mitad por el flanco contrario; y desde allí y a la carrera, mellamos las líneas enemigas entrando desde sus costados y topándonos mayoritariamente en nuestro asalto con la acometida de la caballería enemiga.
Mis espadas bastardas, una por cada brazo, surcaban el aire a una increíble velocidad machacando y segando cabezas que salpicaban de sangre mis pies; pues el filo de estas era perfecto y su peso extremo, por lo que arrancaban la vida sólo con dejarlas caer. Y entre aquel ir y venir de golpes, y con la adrenalina invadiendo cada músculo de mi ser, es cuando me percaté de la situación: en aquel instante vi la mirada vacía de mi victima, que acababa de ser desprovista de vida a causa de mi golpe que incrustó su mandíbula en el cráneo, y sus ojos buscaron los míos, y en ellos no vi ninguna causa, ni ideales, ni tan siquiera gloria ni honor. Aquel soldado no quería saber nada de aquella guerra, pues su vida y su paz dormían lejos de allí. No era nada admirable matar a aquellos hombres y del mismo modo, en aquel momento, nuestro comportamiento distaba mucho de ser racional, no siendo digno ni de las bestias más salvajes del campo. Las guerras, para mí, nunca fueron actos heroicos.
Recuerdo como mi mente se sumergía en estos pensamientos mientras mis espadas se manchaban más y más en sangre; y como, una y otra vez, tenía que hacer tanto o más esfuerzo para clavarlas en los cuerpos de mis enemigos como para extraerlas de ellos.
Y fue teniendo mis dos brazos de hierro descargados y sin ninguna posibilidad de defender mi torso cuando recibí un estacazo en el costado. Mi armadura cedió bajo el metal y este inundó mi ser. Frente a mí había un caballero que en embestida junto con su montura me hundió su lanza. No lo vi venir hasta que fue demasiado tarde, y por ello no pude esquivarlo. En mi memoria aun conservo el recuerdo de sus ojos mirándome fijamente con aquella expresión sádica en el fondo de sus retinas, ojos azules de contornos verdes y mirada penetrante. Lo recuerdo claramente, pues aquellos ojos eran tan cercanos a mí, como si de los míos propios se tratara. Y tras aquel casco, en las pocas facciones que quedaban al descubierto del rostro de mi captor, se dibujó una irónica sonrisa al saber que había derribado a un rey.
Datos del Cuento
  • Autor: Haissen
  • Código: 12794
  • Fecha: 09-01-2005
  • Categoría: Bélicos
  • Media: 4.89
  • Votos: 133
  • Envios: 0
  • Lecturas: 4335
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