No estuvo bien. El alivio que la desaparición del suegro le generó no alcanzaba para tranquilizarla. La nuera le daba vueltas al asunto con algo de remordimiento pero sabiendo que la presencia del viejo la exasperó más allá de lo razonable y el odio por el intruso no hizo más que crecer durante el tiempo que duró su permanencia en la casa. Vivió todo ese período con la sospecha de que jamás iba a marcharse y, para colmo, no hacía más que demandar con su presencia derechos que suponía le correspondían nada más que por estar ahí, como si alguien lo hubiera invitado alguna vez.
Nadie lo invitó, la mujer se acordaba bien de aquel primer día, de la mañana luminosa de invierno que lo trajo, depositándolo en el umbral como la resaca aguachenta que queda en la vereda cuando se derrite la helada.
-Soy el padre. –murmuró el húmedo parásito y la miró sin levantar la cabeza, alzando sólo los ojos para que parecieran piadosos. Ella vaciló cuando un relámpago premonitorio la cegó por un instante, y después no tuvo valor para cerrarle la puerta en la cara. Se apartó para dejarlo pasar y el viejo entró como si conociera la casa. Sin abandonar el bolso sucio que sostenía en su mano, se dirigió a la habitación donde agonizaba su marido.
Ella se rezagó a propósito porque la escena le resultaba bochornosa. Ningún consuelo podría brindar ese viejo andrajoso a su hijo, al cual abandonó cuando tenía diez años y, según se cansó de repetir el marido, no quería verlo nunca más.
Se entretuvo en la cocina tratando de serenarse. Sin embargo, guardaba silencio tratando de escuchar; no quería ver pero atisbaba los sonidos que provenían de la habitación. Murmullos apenas, donde su imaginación ponía las palabras que no escuchaba y, de pronto, nada. Los minutos pasaban. Comenzó a sentirse ridícula escondida en la cocina. Se quitó el delantal que se puso en cuanto entró, como si fuera un escudo y volvió a la habitación de su marido.
El viejo estaba sentado a los pies de la cama mirando absorto a su hijo muerto. La mujer se quedó largo rato en le umbral sin atreverse a entrar.
Luego, mientras lloraba con desesperación, lo increpó: -Usted lo mató. No ahora sino cuando tenía diez años y se mandó a mudar dejándolo en manos de su madre, tan loca que raramente lo reconocía. ¿Para que volvió? ¿Porque no podía perderse el final?
El viejo no contestó y las lágrimas corrieron por sus mejillas ásperas llevándose en parte la mugre acumulada en las arrugas.
La ambulancia se llevó al marido pero el viejo se quedó, atrincherado en su tardío dolor de padre y se instaló en la casa como si esa fuera la jubilación que merecía.
Ocupó un cuartito del fondo abrazando su bolso y sollozando en cuanto lo miraban, como para evitar cualquier pregunta.
Tratando de demostrar su deseo de pasar desapercibido nunca aparecía a la hora de las comidas pero se las arreglaba para asaltar la heladera en cuanto se apagaban las luces.
La situación se prolongó durante meses y la viuda no sabía qué hacer. A veces le daba pena pero, cuando veía las huellas de sus manos sucias en la heladera, tenía ganas de matarlo.
Era imposible hablar con él porque contestaba con murmullos incomprensibles y rara vez la miraba cuando lo hacía. Se limitó a darle órdenes simples como "báñese o cámbiese la camisa” y el viejo obedecía sin chistar.
Notó que comía de todo menos la carne de cerdo y, como el viejo no demostró pertenecer a ninguna religión, supuso que sería alérgico o algo parecido. Archivó el dato en algún lugar de su memoria y siguió pensando en cómo lograr que el viejo se fuera de su casa de una vez.
Para Navidad fue a cenar a la casa sus hijos. Pasó allí la noche y, por la mañana, trajo consigo restos de la abundante cena navideña; guardó en la heladera postres, empanadas y una buena porción del pastel hecho por su consuegra; todos consideraban que era delicioso: una mezcla levemente dulzona de carne de vaca y de cerdo, muy bien adobado y envuelto en una masa liviana y crocante.
El viejo esperó, como siempre, la llegada de la noche y, quizá porque era Navidad, abandonó su cautela habitual y se llevó todo el pastel y la mayor parte de los postres.
Por la mañana la mujer lamentó la desaparición del pastel pero como la cena en lo de sus hijos le resultó levemente indigesta no se enojó demasiado. El día pasó sin que el viejo asomara la nariz pero como eso ya había ocurrido otras veces, no se preocupó.
Al otro día notó que nadie había tocado la heladera y, parada ahí con la puerta abierta, recordó de golpe la sospecha de que su suegro no comía cerdo porque le hacía mal.
Corrió hacía el cuarto del fondo y abrió la puerta sin llamar.
Sobre la cama deshecha estaba el cuerpo del viejo, hinchado, quieto, y absolutamente muerto.
Fin
21/07/05