El teatro de arena
Abelardo ya no distinguía entre meditar y respirar. Cincuenta años de práctica le habían enseñado que ambos eran la misma obra de teatro: un espectáculo donde el aire fingía entrar y salir, y él fingía ser el actor. Pero esa noche, mientras el centro comercial hervía en luces de neón, algo cambió.
Al cerrar los ojos, no vio oscuridad. Vio el telón del mundo descorriéndose.
I. La función de las olas
El ayudante contaba billetes con la urgencia de quien cree que el dinero es real. Abelardo, en cambio, contaba respiraciones:
Inhalación: El mar sube.
Exhalación: El mar baja.
No eran metáforas. Eran leyes físicas, tan impersonales como la gravedad.
"¿Quién soy yo para respirar?", pensó. "El mar no decide mojar la arena. Simplemente lo hace."
Un mareo lo sacudió. No era Yama (el dios de la muerte) llamándolo. Era el universo recordándole su papel: ni actor ni espectador, sino el teatro mismo.
II. El gran engaño
En su departamento, el sillón de su madre seguía en su lugar. Pero ahora Abelardo lo veía como lo que era: un escenario diminuto.
Se sentó y comenzó la función:
Inhalación: "Soy Abelardo, el hijo abandonado."
Exhalación: "Soy Abelardo, el contador de sueños ajenos."
Pausa: "Soy..."
El guion se quebró. Entre respiración y respiración, descubrió el secreto: el personaje nunca había existido.
—Todo es arena —susurró—. Hasta el aire que creo inhalar.
III. La tramoya divina
En la meditación profunda, cuando la respiración pareció detenerse, Abelardo vio los hilos:
Los cinco hermanos eran marionetas de una misma mano invisible.
La profecía de su madre, un libreto escrito en lágrimas secas.
Él mismo, un títere perfecto, convencido de su libre albedrío.
Pero no hubo miedo. Solo asombro, como un niño que descubre que los trucos de magia son espejos y palmas.
—¿Y si lo sobrenatural es solo mala iluminación? —preguntó a la nada.
La nada le devolvió su risa.
IV. El actor que se despide
Al abrir los ojos, supo que nunca más necesitaría fingir. Empacó lo único real:
Un puñado de arena (robada del florero de su madre).
El reloj sin pilas (símbolo del tiempo que nunca midió nada).
El guion quemado (las páginas donde anotaba quién creía ser).
En la puerta, miró el sillón-escenario una última vez. No había nostalgia. Solo gratitud por la función.
V. Epílogo: Donde la arena vuelve al mar
En el muelle, un vendedor ambulante ofrecía caramelos con forma de estrellas.
—¿Son de verdad? —preguntó Abelardo.
—No más que usted o yo —respondió el hombre.
Abelardo compró uno y lo dejó caer al agua. El caramelo se disolvió en segundos, pero el mar siguió siendo mar.
—Igual que yo —pensó, caminando hacia las olas—. Dulce ilusión que no altera el sabor de lo real.
Cuando el agua le llegó a las rodillas, recordó un lejano poema que brotó de su alma:
"El aliento es como las olas del mar
mojando las secas arenas de la existencia."
Y entonces, por primera vez en ochenta años, dejó de actuar.
Nota del autor
A veces, vivimos como actores en una obra que olvidamos haber aceptado.
Corremos de escena en escena, repitiendo libretos que no escribimos, buscando aplausos que no necesitamos.
Este cuento no es un llamado a abandonar el mundo, ni a despreciarlo.
Es una invitación silenciosa:
detenerse un instante
escuchar la respiración
sentir que debajo de todos los papeles, simplemente somos.
Como las olas que llegan y se retiran, sin buscar aplausos, sin temer la despedida.
Quizás, en ese sencillo respirar, descubramos que siempre fuimos parte del mar.