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El amigo imaginario

-Tú eres el anfitrión, así que nada de cosas raras. Te quiero feliz y despierto en el cumpleaños ¿entendiste?
-Sí... -responde con cierta duda el niño, desde la penumbra de su habitación.
-¡¡¡¿¿¿Sí... qué????!!! –reclama enfurecida la nueva anfitriona de esa casa de dos pisos, cuatro habitaciones, dos baños, y que, hasta hace unos años, compartían solamente Pedro Chandía, su primera esposa Anita y el pequeño Juanito.
-Sí, doña Elvira.
-Limpio y peinado. Y párate derecho, no quiero que cuando grande tengas problemas a la columna ¿entendiste?... ¡Responde, niño!
-Es que mis... pies... planos... me can...

No alcanzó a terminar la frase cuando su mejilla izquierda quedó apuntando hacia el lado derecho, al recibir un manotazo abierto de su madrastra.
-¡No digas estupideces! –le reprochó esa misma mujer que cinco años atrás enjuagó a besos la cara de Juanito por la felicidad de haberse casado con su padre. Parte de las finanzas de la empresa textil del novio se fueron en la ceremonia de iglesia, una ostentosa fiesta en hotel cinco estrellas, regalos de matrimonio, luna de miel en cruceros y sofisticados gustos materiales de esta nueva inquilina en la vida de los Chandía.

Juanito sintió aversión por ella desde el primer día que llegó, el segundo día posterior a la muerte de su madre. Lloró por semanas sin dar tregua a sus ojos y mejillas, hasta casi secarse por dentro. Su activa expresividad dio paso a un ser introvertido hasta el paroxismo, lo cambiaron varias veces de colegio por inadaptación, recorrió varias consultas pediátricas y también siquiátricas, literalmente el pequeño se comió la lengua, y su deformación en los pies y columna lo derribó a los doce años de vida a andar como jorobado. A ser el blanco de burlas de compañeros y amigos. Juanito pensaba que su condena sería mirarse de por vida la punta de sus zapatillas, a dar vuelta cada vez que lo llamaran “Notre Dame” y agotarse enfermizamente por hacer cualquier fila. Ni hablar de desfiles e inicios de clases en el colegio, donde abundaban las náuseas, vómitos y cortes y magulladuras por caídas inesperadas. Y todo por sus pies planos y esa anomalía discal en la columna. Ninguna plantilla ortopédica ni operación en la espalda aminoraba la pena y el dolor.

Cuando se levantó de la cachetada, Chandía junior juró que nunca más volvería a soportar los maltratos de esa mujer, que le obligaba a correazos y huelgas de postre a llamarla "mamá" y que también -cada vez que tenía la oportunidad- le achacaba su mal óseo y muerte de la madre biológica. Mirando el parquet recién humedecido, Juanito recogió pausadamente los lápices de colores que saltaron del velador, mueble en el cual se apoyó y golpeó para evitar una caída más pesada. Un chichón, que se inflamaba como el odio hacia ella, era el mudo testigo del incidente. Se tocó el moretón, y desde ese momento ideó su venganza. Una vez erguido, en una voz casi imperceptible para ella y mirando a su osito de peluche, pronunció: "Juro que será la última vez... lo juro por mi y por ti también Pepito".

Lo que planeaba como vendetta no iba acorde con su mirada, todavía tierna y con un halo de candidez, al ver su frente mojada por la saliva de Elvira, con sus gruesos labios de amante caribeña –dominicana, le había dicho su padre que era la “tía”-, labios que tantas veces maldijeron contra él y sus progenitores (“ella, una muerta de hambre, y él, un pobre diablo, y de ti, qué se puede esperar: ¡nada!”). Juanito no movió un solo músculo ante ese beso, ni cuando ella le suplicó: "Perdóname, mijito. No volverá a ocurrir". El niño quiso comprobar tales palabras y le respondió: "¡Vieja de mierda y puta la madre que te pa...!". No alcanzó a terminar su afrenta verbal, cuando un florero fue a dar a su estómago, haciéndolo soltar algunos lápices de tinta brillante, con los que rato atrás coloreaba la tarea de Artes Plásticas.

Tras la quebrazón y el ahogado quejido, el silencio de una escena en cámara lenta copó la habitación. La atmósfera se tornó densa y extraña, con la voz lejana y inquisitiva del señor Chandía: “¿Qué pasa?”. De la cortina hangaroa que unía el pasillo principal del dormitorio de Juanito, apareció su padre con el ceño fruncido y una frase insospechada:
-Hasta cuando molestai, cabro e’mierda -lo zamarreó de ambos hombros y le preguntó a ella, con la seguridad de tener en sus manos la solución: “¿Quieres que desaparezca? Lo elimino igual que a Anita”. Se refería a su difunta esposa y madre de crianza del niño.

El cuerpo de esa criatura se movía de un lado a otro. Los ojos de Juanito querían salirse de sus cuencas y las manos de su padre lo ahogaban; su cara desencajada pedía explicaciones, y unas lágrimas se confundían con la transpiración de nervios y sudor del miedo. No entendía esa frase “lo elimino igual que a Anita”. Qué ocurría con él, de Elvira lo podía entender, pero de su padre, eso sí que no. No podía ser, esto tenía que ser un mal sueño, pronto despertaría, vería un claro y anaranjado amanecer y por la tarde apagaría las velas de su cumpleaños número trece.

Juanito notaba cómo su camisa se pegaba al cuerpo. Un agobiante calor y humedad invadía la habitación del pequeño, a pesar de las ventanas dejaban colarse una brisa primaveral. Sus piernas no respondían a las órdenes neuronales del cerebro; los ojos se le cerraban solos, caían párpados y ánimo ante una fuerza desconocida. Los brazos, algo tensos, se movían maltrechos y lentos; la comisura de los labios lucía una inmóvil y amarga saliva. Juanito no reaccionaba hasta que un leve sonido, como un clic, hizo que enderezara medio cuerpo en la cama. Sus dedos tantearon unas sábanas como recién sacadas de la lavadora y alrededor de él, nadie. Los muebles y la bicicleta que le regalaron la Navidad anterior permanecían donde siempre. Ni rastros de su padre, menos de su madrastra. Se tocó la mejilla, vio algunos lápices de colores sobre el velador y se alegró de pensar que todo había sido una pesadilla.

Tiritando miró al techo, a las paredes, por si había alguna mancha de sangre o cualquier señal de violencia. En el piso ni rastros de vidrios rotos, por lo del incidente del florero. Estaba oscuro, no sabía qué hora era, lo único cierto: nada sospechoso y más bien –meditó- todo se había alojado en su infantil imaginación. Bajó los pies de la cama y se dirigió a la cocina. “Un vasito de agua”, pensó, como salvación ante tanta traspiración de la frente al mentón pasando por la nariz, y de la nuca, otro afluente serpenteaba por la columna hasta el coxis. Juanito no comprendía ese cosquilleo, parecido al cansancio tras un partido de fútbol. Todos dormían en casa. El niño sigilosamente abrió la puerta de calle para corroborar que su pesadilla había finalizado. Era una noche silente, interrumpida por mensajes en clave de perros callejeros y otros con cadena, nombre y comida de supermercado.

Juanito volvió a la cama con los ojos llenos de lágrimas. No entendía porqué. Tomó un poco de agua y se llevó el vaso a la pieza. Seguía temblando y notó encendida la luz del baño. Dudó si había pasado a orinar y se le olvidó apagarla. Llegó al umbral y casi se resbaló, pues el piso estaba mojado; pero no era fría la sensación, sino cálida, lo cual le gatilló un nuevo estado de shock. Con el vaso y su mano tiritando movió la puerta: en la baldosa yacía su madrastra con profundas heridas cortantes producidas por algo... por un instrumento filudo y largo, pero no había huellas. Medio aturdido por el hallazgo, Chandía hijo atisbó algunas letras en el espejo del lavamanos, que no distinguía por la luminosidad de la ampolleta. La apagó y lo fluorescente de la tinta dejaba leer: ¡Feliz cumpleaños, Juanito! Tu amigo imaginario.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
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