Cuando voy hacia mi taller, me agrada usar la ruta por un bosque poblado de sigilosos árboles inválidos y seres alados disfrazados en traviesos colores, y bichos que laceran las sobras de cuerpos animados y apagados. Me gusta observarles, sobre todo a las aves cuando abren sus ágiles alas, planeando cual ángeles por las engreídas eternidades…
Es terrible cuando no sientes una línea salvadora al pintar. Cuando esto sucede, me ahogo en las olas etéreas del vino y me ahogo en el mar de la inconciencia. Un artista es aquel que no sabe engañar, aquella tarde, la pasé mascando mis lienzos… eran terribles, no eran míos.
Volví a mi hogar a través del boscaje. Las aves, sin percatarse de mí, continuaban sus festejos, delineando sensuales curvas que huían por las olas del viento que techaban toda razón. Continué mi sendero, llegué a mi gris morada solitaria, cogí un libro y en sus páginas primitivas, quedé adormilado. Desperté bruscamente, todo era sombras. Miré mi reloj, era las cuatro. Pensé continuar mi ensueño pero un divertido impulso, de esos que sueñas sin poder recordar aquellos luminosos paraísos, me hizo escapar de sus graciosas quimeras.
Cogí mi chalina, mi abrigo y salí a ahogarme en la noche. Pasé por el bosque, y, ante mi admiración, oí el canto de todas aves, expresando gratitud por la existencia. Continué mi marcha bajo el embrujo de aquellos cantares. En la puerta del taller encontré a un niño, durmiendo enroscado como oruga. Pasé a través de él cuando vi sus abiertos y redondos ojos, mirándome como si estuviera volando lejos de mi comprensión, como una paloma… Mi respiración se hizo honda, mientras vi que en nuestras miradas se hacía un andén de sólidas palabras. Bajé mi mirar y cerré el embrujo de ese mundo bajo el telón de mi puerta.
Cogí mi caballete, puse mis blancos lienzos, mis pinceles, pinturas y empecé a bosquejar cualquier cosa que nadara en mi oscura pizarra de la inconciencia. De pronto, escuché una tos tras la puerta. “El niño”, pensé. Continué mi trabajo cuando volví a escuchar aquel resonar enfermo. Solté mis pinceles, y empecé a vislumbrar al niño enfermizo. Abrí la puerta del taller pero no lo encontré. Bajé las escaleras y lo vislumbré paseando por el círculo de todas las palomas.
Bajé mis pensamientos y continué pintando cualquier cosa, no pude, nada fluía por mi vida, nada… Estaba seco, muerto, con la esperanza de aquel impulso vital, volcándose sobre el albo lienzo. De pronto, recordé los ojos del niño, el baile de las palomas, las miradas taciturnas de los ancianos y, decidí pintarlos…
Cuando empiezo con una vislumbre, el ritmo y el cielo dejan de existir. Mi vida se alimenta de fuerzas que respiran colores, imágenes, nada mas… Cuando la obra estaba finalizada, la miré y sentí que algo faltaba, una pieza vital, la última fragmento de un largo enigma. Pero, no sabía qué era…
Retorne a mi casa y dormir por días sin final… De pronto, sin saber cómo ni por qué, desperté, y desperté a las cuatro de la madrugada. Pensé en continuar mi sueño y recordé al niño enfermizo tirado en la puerta de mi taller. Me levanté, cogí mi chalina, mi sacón y salí a la deriva existencial…
Pasé por el parque de mis amores, y escuché los cantos de las aves que moraban por bosque… Respiré profundo y me puse a pasear sin rumbo ni horizonte y, por gracia, vi al niño junto a las palomas mirándose como si fuera uno más de ellos…
“Hola”, le dije. El muchacho me miró con esos ojos inquisitivos, y luego, continuó mirando a las aves. De pronto, el muchacho comenzó a sacudirse convulsivamente, hasta perder el conocimiento. Lo levanté y, cargado de aflicción, lo llevé a mi taller. “Tendrá hambre”, pensé. Lo desperté, y para suerte mía abrió esos ojos sin dolor y comenzó a devorar el pan y la leche… Sin embargo no dejaba de toser y supe que tendría que ser como un padre para él. Durante algunas semanas cuidé del niño y cuando pregunté por su nombre volteó su mirada y calló. Aún así continué asistiéndole.
Una temprana mañana, sentí un disimulado silencio en mi ruta por el bosque. Me llamó la atención pero continué mi trayecto rumbo a mi taller. Cuando llegué, no encontré lo encontré. Pensé que quizás me había robado, pero no fue así, todo estaba igual desde el momento en que le encontré… Sin embargo, había algo en la atmósfera que despertaba como la vida misma, como si el aire poblara mi existencia de infinitos solcillos, haciéndome ver las cosas que me rodeaban, pero como si todo tuviera su propio resplandor, su magia congénita… Sentí que todo era mágico, que cualquier cosa que pintara sería completa. Cogí mi lienzo que aún no terminaba y si tiempo ni espacio. Era vida, parte de la mía, sobre el blanco lienzo que se mostraba a todo el universo…
De pronto, escuché el canto de los seres alados, y atraído por su sinfonía salí al balcón de mi taller… Oh, qué hermoso amanecer, pintando la creación, la gente que apresuradamente se encaminaba hacia sus labores. Oh, era tan perfecto, tan perfecto que cerré la conciencia y las puertas de mi vida…
De pronto, escuché el canto de las aves. Abrí los ojos y vi al niño en medio de todas las aves. Me alegré al verle y me hubiera gustado saludarle, decirle cualquier cosa, pero no pude. Vi su miraba y sin expresión mundana. Levanto sus manitas tratando de saludarme. Y cuando iba a alzar mis manos, vi que todas las aves despegaban como cortinas a través de él… Y me di cuenta que se había ido para siempre a través del vuelo de todas las aves…
Lima, Enero del 2005.