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El benefactor

Mori se había hartado de ser un dechado de virtudes. Había llegado el tiempo de consagrarse al placer. Sólo tuvo que dejar de fingir que no le interesaba llevar una vida disoluta. Felicia se sorprendió y horrorizó cuando supo que él no pretendía seguir estudiando. En vano trató de hacerlo entrar en razón; se valió de zalamerías para moverlo a recapacitar, a entender que un hombre preparado tiene más oportunidades de sobresalir que un desertor de la universidad. Mori, para quien Felicia se había convertido en un prospecto para aplacar sus instintos, replicó que la universidad lo aburría, y agregó que le parecía ridículo soportar las maneras de profesores y condiscípulos cuando, evidentemente, el dinero que el hombre desconocido le había dado siempre seguiría entrando en su cuenta bancaria. Felicia dobló las manos.
Era cierto que, en apariencia, Mori no necesitaba estudiar. Desde que tuvo uso de razón había sido mantenido por un individuo que, en lugar de dar la cara, se había dedicado a cubrir los gastos de un presunto expósito. A Felicia se le adelantó un religioso, quien, aprovechando un recreo en la escuela, le confió a Mori que un hombre muy bueno le pagaba los estudios y demás. Mori quiso saber si ese hombre era su padre, a lo que el religioso replicó moviendo la cabeza, de un modo que acaso fuera negativo. El chico no inquirió más por culpa de un timbrazo que indicó el fin del recreo; más tarde, cuando quiso volver a entrevistarse con aquel confidente, Mori descubrió que lo habían mandado a las Filipinas, donde la orden había abierto un colegio que requería mucha mano de obra. Pero el interés en conocer más sobre el extraño sujeto que lo mantenía permaneció en Mori. Habló con Felicia, su nana y única compañía femenina por mucho tiempo. Ella escuchó las preguntas del chico y, al final, respondió que no estaba autorizada a revelar la identidad del benefactor, pues esa cuestión sería descubierta por el propio Mori en su momento. “¿Cuándo?”, preguntó él. La otra se quedó callada y, cuando oyó una palabra más, salió disparada rumbo a su cuarto, quizá para llorar a solas.
Mori hizo otras intentonas por descubrir el misterio que lo abrumaba, pero a la larga, harto de que nadie se atreviera a sacarlo de dudas, prefirió olvidar el asunto y dedicarse a vivir bien. Había aceptado que jamás sabría nada ni de sus padres biológicos ni de su benefactor, y ahora se hallaba dispuesto a dejar que otras cosas ocuparan su mente. Entre esas cosas no se encontraba el anhelo de labrarse un promisorio futuro profesional. Le parecía una estupidez derrochar esfuerzo cuando, mensualmente, un considerable apoyo económico engrosaba una cuenta bancaria. Cuando alcanzó la mayoría de edad, Mori pudo disponer libremente de dinero. Tal era la cantidad que se había acumulado en la cuenta, que compró un auto de contado y asombró a propios y extraños cuando lo presumió en la universidad. Felicia ya no tendría que llevarlo a todas partes, haciéndola no tanto de mamá como de guardaespaldas. A decir verdad, Felicia jugaría pronto un papel distinto en la vida del bienaventurado.
Cortas reflexiones movieron a Mori a dejar los estudios por la paz. Tiraría la toalla en una empresa que había hecho suya por un presunto deber de lealtad. En otro tiempo había creído que, para recompensar la liberalidad de su benefactor, le convenía mostrarse como una persona agradecida, y estudiar como desesperado para, algún día, recompensar en metálico a quien tanto había gastado en él. Pero, al advertir que el benefactor no tenía la menor intención de darse a conocer, optó por un estilo de vida acusadamente sibarítico. Si, como había dicho Felicia, llegaría el “momento” en que Mori y su benefactor se encontraran, entonces no habría lugar para agradecimientos, sino para un largo interrogatorio relativo a la perversa costumbre de andar en las sombras, sin permitir que una víctima del altruismo pudiera dar las gracias, lagrimeando a la par.
Mori no se dio de baja. Simplemente dejó de presentarse en la universidad. Pero no se fue solo. Mayra lo acompañó. Se querían demasiado. Eran una pareja bizarra. Se diría que estaban hechos el uno para el otro. Aborrecían lo convencional. Anteponían extraños placeres a la práctica de programas aburridos que las parejas típicas diseñan al instante. Hicieron el amor tras un mes de noviazgo y desde entonces no pudieron concebir una separación. Mori contaba con el dinero suficiente como para gastarlo en hoteles y gasolina. Cuando se hartaron de gemir y gritar en espacios capitalinos, probaron los de estados cercanos. No pasaría mucho tiempo antes de que Mori planeara convertir su casa en una madriguera erótica. Al principio le chocó la idea de hacer pedazos a Mayra bajo el mismo techo donde se encontraba Felicia, pero al fin alejó esas aprehensiones de su mente y puso manos a la obra. Llevó a su fulana a la residencia, la hizo pasar ante Felicia sin presentarla y, ya a puerta cerrada, se erigió en soberano de la situación. Qué no hizo con aquella joven de cabellera castaña y ojos verdes. La trató como a cualquier blanca destinada a mitigar ansiedades. Ella soportó. Felicia oyó cosas horribles desde el otro lado de la puerta, y contuvo el afán de vomitar hasta que llegó a trompicones al baño.
Felicia sabía quién era el benefactor, pero ello no hizo que Mori la creyera capaz de acusarlo. Sin embargo, la nana se vio en la necesidad de tomar el teléfono y poner al tanto de las cosas a su patrón, quien se preocupó fundamentalmente por lo relativo a la deserción de su protegido. Hubo intercambio de llamadas entre el benefactor y la universidad. Las ausencias de Mori lo habían hecho acreedor a una baja inmediata. Los mojigatos que regían aquel sitio temblaron cuando supieron que una generosa colegiatura dejaría de caer en sus arcas, así que trataron de pactar con el benefactor. Pero ya nada podía hacerse. “El destino de él”, dijo una voz cascada a través de un teléfono, refiriéndose a Mori, “no será el mundo empresarial ni el gobierno, sino algo muy distinto.” Colgó. El oyente tragó saliva.
Mori abusó de la generosidad de su benefactor. Dilapidó de modo neroniano. No escatimaba cuando se trataba de conseguir placer. Llegó al grado de contratar los servicios de rameras profesionales para ver a Mayra cometer actos bajísimos en manos de congéneres, mientras que él se hartaba de alcohol y cigarrillos en un sofá, donde se echaba desnudo y llegaba pacientemente al orgasmo. No tardó en descubrir que le gustaba más ver que actuar. Se habituó a su voyeurismo, lo que implicó desoír las protestas de Mayra, quien prefería ser tomada por él que por amazonas armadas con dildos. Dado que Mori se había enviciado con el alcohol, tendía a sofocar la rebelión de su mujer a punta de golpes, así como a través de amenazas de abandono. Todo esto tenía el efecto esperado en la chica, quien amaba genuinamente a aquel patán. Cierta noche, Mori tuvo la ocurrencia de aprovechar a Felicia para que Mayra hiciera algo; fue al cuarto de su nana y la invitó a unirse a la fiesta que ellos celebraban. La mujer, cuya edad aún le daba para ciertas diversiones, se persignó al escuchar la invitación y dio muestras de horror. Mori no estaba de humor para rechazos, de modo que empleó bofetadas y empujones para conducir a Felicia a la otra habitación, donde una Mayra desnuda y medio dormida ocupaba la cama, lista para complacer las fantasías de su hombre. Mori ordenó a Mayra que atara a Felicia, cuya resistencia se incrementaba segundo a segundo; la chica obedeció y, tras someter a su petimetre, la utilizó como la voluntad de Mori lo dispuso. El amanecer y el sueño sorprendieron al trío. Aprovechando la falta de vigilancia, Felicia logró soltarse y anduvo de puntillas rumbo a su habitación, donde intentó llamar a la policía. La fuerte mano de Mori le tapó la boca a tiempo. El teléfono cayó al suelo, Felicia se debatió en vano. Su atacante la obligó a ingerir con whisky un frasco de pastillas para dormir. La mujer falleció.
Mori no lamentó lo que había hecho. Por el contrario, lo excitó haber proveído a un suicidio. Encerró el cadáver de Felicia mientras resolvía qué hacer con él. Pasó poco tiempo antes de que decidiera introducir la necrofilia en el catálogo de sus perversiones. Un día después de haber muerto, Felicia volvió al cuarto de Mori. En cuanto Mayra vio el cadáver, lanzó un grito y se desmayó. Para impedirle escapar cuando despertara, Mori la sentó en una silla y la ató cuidadosamente. Él se aprovechaba del cuerpo inerte cuando Mayra volvió en sí; como le fue imposible liberarse, soportó un rato la visión de la escena que transcurría ante sus ojos y volvió a desvanecerse. Luego de asegurarse de que Mayra también gozara del cadáver, lo que entrañó sexo oral a regañadientes y seguido por un ingente vómito, Mori notó que una vaga pestilencia comenzaba a esparcirse por todas partes. Inmovilizó a Mayra para impedirle huir y acto seguido se ocupó del cadáver de Felicia. Lo desangró en el traspatio; una vez que varios litros de sangre se perdieran en la alcantarilla, un machete entró en escena. Los trozos de la víctima fueron envueltos en papel periódico y metidos en bolsas negras, junto con desperdicios que se habían acumulado en la cocina y los baños. Una mañana, Mori logró levantarse muy temprano y enfrentó al camión recolector de basura, en cuya parte trasera cayeron las bolsas. Las trituró un sistema hidráulico. Mori volvió a casa, se ubicó bajo la regadera y ordenó a Mayra que lo bañara minuciosamente con una esponja. La esclava obedeció mientras lloraba.
Mayra era desdichada, pero amaba a Mori y tenía debilidad por las drogas. Sus preferidas eran cierto tipo de pastillas. Se volvió adicta a ellas, a grado tal que su mente también pagó las consecuencias. Mori se habituó a tratarla como un instrumento apagador de sus instintos. Decidido a utilizarla hasta la muerte, y preocupado porque su propio alcoholismo empezaba a reflejarse en sus erecciones, gastó más que nunca en prostitutas y prostitutos, quienes gozaban de Mayra y eran gozados por ella, mientras el instrumentador de aquellas orgías yacía perniabierto en un sofá, borrosa la mirada y babeante la boca. Una vez, el sueño fue tal que Mori no sintió cómo un par de rameras idénticas, en connivencia con una familia de proxenetas, limpiaban la casa de todos los objetos de valor, previa violación tumultuaria de Mayra, quien jamás contaría lo que le habían hecho. Al darse cuenta del robo, Mori no quiso denunciarlo; carecía de ánimo para inventar pretextos sobre cómo se había cometido el delito, además de que no dudaba que las dádivas de su benefactor le permitirían recuperar lo robado en cuestión de meses.
Se equivocó. El dinero dejó de fluir. En cuanto Mori reparó en que el depósito correspondiente a un mes no se había efectuado, estuvo cerca de sufrir un colapso nervioso. Supuso que alguna causa intrascendente había sido la responsable, y esperó que al día siguiente encontrara lo que esperaba. Pero no fue así. Durante una semana visitó el banco y salió de él con las manos vacías. Volcó su furia en Mayra, a quien maltrató con tanta saña que la dejó en coma por cuatro horas, aun cuando para él no se tratara sino de un desmayo. Mientras ella convalecía de la paliza, él supuso que la falta de contacto entre Felicia y el benefactor había movido a éste a suspender los pagos. Parecía, pues, que aquel individuo desconocido se había molestado. Felicia no volvería a hablar con él ni con nadie más, de modo que podía esperarse una de dos cosas: que la asistencia económica se suspendiera para siempre, o que el propio benefactor se presentara por fin en la casa, dispuesto a descubrir en persona qué había sido de la vida de su protegido y la desaparecida nana. La posibilidad de enfrentar a su benefactor no estragó el ánimo de Mori; estaba dispuesto a hablar con él de hombre a hombre, para echarle en cara que su manía de mantenerse oculto había sido, en realidad, una canallada indigna de un sujeto generoso. Con tal de resultar convincente, Mori sería capaz de culpar al benefactor de los excesos en que había incurrido en nombre del placer. Se haría la víctima.
Con todo, lo más importante para Mori consistía en tener ingresos. Se mareó tanto al pensar en trabajar, que prefirió considerar otras opciones. No era un tipo sin preparación; había sido instruido en lugares respetados, que asombrarían a muchos potenciales empleadores, pero la falta de un flamante título impediría a cualquier de ellos colocar a Mori en un puesto que entrañara un nivel de vida satisfactorio. Por supuesto que Mori no volvería a la universidad. La odiaba con ahínco. Estaba tan acostumbrado a seguir sus propias indicaciones, que no concebía la posibilidad de atender consignas ajenas. Al final se inclinó por una de las formas más sencillas de obtener dinero fácil. Observó que llevaba meses haciéndola de proxeneta, sólo que sin cobrar. Ahora lo haría. Mediante gritos y bofetadas convenció a Mayra para convertirse en prostituta cotizada; aterrada y aún enamorada, ella aceptó. Él la obligó a redactar un anuncio donde ofreciera satisfacer cualquier manía a cambio de un precio digno sólo de ejecutivos, y en el que apuntara el número de su teléfono celular. Mori publicó el anuncio y esperó.
Llegó la primera llamada. Mayra atendió a un joven de veinte años que se había hartado de la castidad. Tenía dinero suficiente como para retribuir ciertos favores. Mayra lo citó en la casa, donde lo recibió antes de que pasara una hora de que había hablado con él. Mori se ocultó en un armario, desde donde vio lo que aquel enfermo mental había anhelado toda su vida. Mayra se comportó como toda una profesional y cobró una fortuna. El cliente se fue con la promesa de que volvería. Mori salió de su escondite, contó el dinero y, con los ojos inyectados en sangre, castigó a Mayra por la bajeza de su comportamiento. Ella lloró a lágrima viva y luego se desmayó. El negocio apenas había comenzado. En el transcurso de un mes, alrededor de doce clientes se presentaron en la casa y aprovecharon los recursos de Mayra. Mientras tanto, Mori espiaba desde el armario, procurando no hacer ruido al beber y masturbándose en vano. Se había vuelto impotente por culpa del alcohol. Pero no evitaba enardecerse cuando contemplaba la clase de cosas que un hombre y una mujer son capaces de hacer en ausencia de sentimentalismos. Una tarde, el propio Mori estuvo a punto de echarlo todo a perder; estaba tan borracho que no pudo impedir un estridente eructo, que lo hizo trastabillar y caer sobre las puertas del armario. Aterrizó en el suelo alfombrado, ante la vista de Mayra y su cliente, un sardo musculoso que había solicitado algo tan grotesco como inenarrable. Enfurecido a causa de la interrupción, el sardo saltó sobre el mirón y lo surtió de puñetazos. Mori fue incapaz de defenderse, aunque no evitó vomitar cuando la lluvia de golpes se dirigió a su estómago, demasiado revuelto como para resistir. El sardo gesticuló de asco y arrojó al borracho a una esquina, antes de girar sobre los talones y emprenderla a manotazos contra Mayra, quien había tratado de “auxiliar” a su hombre. Ella acabó junto a un buró, con una ceja y la nariz rotas. El sardo se vistió precipitadamente, al tiempo que juraba denunciar a aquel par de dementes sin pérdida de tiempo, pues estaba seguro de que habían planeado hacerle algo terrible. Afortunadamente, Mori se mantuvo consciente hasta que el sardo se marchó; entonces, se levantó como pudo y le dio a Mayra una oportunidad para seguirlo. Ella se vistió a duras penas y ambos abandonaron la casa.
No dudaban que el sardo había ido a denunciarlos, de manera que no querrían estar en casa cuando la policía los visitara. Se refugiaron en un hotel de mala muerte, donde pagarían una escueta renta diaria y seguirían con el negocio. Las llamadas continuaron. Para evitar futuras complicaciones, Mori se acostumbró a espiar a su mujer desde la habitación de al lado, donde vivía el viejo Pastor, un traficante de poca monta que pronto hizo amistad con sus vecinos. El tráfico de Pastor era de armas; las adoraba y conocía bien. Convenció a Mori para que le comprara una Lugger, con el pretexto de que todo manejador de rameras debe tener algo infalible para defenderlas. Mori aprendió a usar la pistola y se acostumbró a traerla siempre consigo.
Un mes después de haberse instalado en el hotelucho, Mayra recibió una llamada que la forzó a tragar saliva. Un cliente le había ofrecido una suma altísima a cambio de servir como actriz en una obra teatral privada, consistente en la adaptación de cierta parte de Justine. Mayra aceptó sin rechistar, pese a que el plan entrañara que ella se alejara de su centro de trabajo. El cliente le avisó que su chofer iría a recogerla de inmediato. No bien colgó, Mayra buscó en vano a Mori, quien había acompañado a Pastor a un billar cercano. Para no dar la impresión de que había huido, Mayra escribió una nota, donde prometía volver lo más pronto posible. Llegaron por ella en un auto imponente. Entretanto, Mori y Pastor se habían hartado de vodka y de perder en el juego; eran malos billaristas y tendían a apostar sin tacto, de manera que, cuando su deuda ascendió a una cantidad superior a cuatro cifras, se vieron entre la espada y la pared. Sus adversarios enarbolaron los tacos para cobrarse con la vida de los insolventes deudores, pero menuda sorpresa se llevaron cuando su amenazante actitud fue recompensada con tiros. Mori y compañía dispararon hasta que las balas se agotaron; los cadáveres de los otros poblaron el suelo y el resto de los parroquianos salió por piernas. Los matones tampoco se quedaron ahí. Volvieron a la carrera al hotel; Pastor recogería unas cosas antes de perderse de vista, mientras que Mori avisaría a Mayra que otra vez cambiarían de domicilio. Pero aquél no era su día de suerte. En cuanto entraron en el hotel, una redada los hizo ver su suerte. Un operativo policiaco acabó con una red de tráfico de armas y de blancas que operaba en aquel sitio; todos los residentes fueron a comparecer ante un juez. Pastor se limitó a declarar en contra de Mori, quien se hartó de preguntar a gritos dónde estaba Mayra. Ambos hombres fueron puestos en celdas separadas.
Mori pasó su primera noche tras las rejas. Durmió mal, cosa que lo ponía de malas, pero su hostilidad se disipó cuando le dijeron que estaba en libertad. Preguntó si Mayra había pagado la fianza. “No se trata de fianzas”, le dijeron, “sino del pago de un favor”. Lo empujaron a la calle, hasta la que llegaron los insultos de Pastor. Mori no vio hacia atrás en ningún momento. Llamó a Mayra desde un teléfono público y se horrorizó cuando le contestó una voz masculina. “Ella está conmigo”, dijo. “Quiere verte. Mi chofer te recogerá afuera del hotel.” Lejos de replicar, Mori corrió como desesperado hacia el hotelucho, donde la policía brillaba por su ausencia. Se dio tiempo para ir a su cuarto. Sus pocas posesiones habían sido confiscadas. Fue a la habitación contigua y, para su fortuna, halló la .22 que Pastor guardaba siempre en las entrañas del colchón. Regresó a la calle en el momento en que un auto imponente se detenía. El chofer le abrió la puerta.
Lo llevaron a una casa enorme. Mori preguntó en vano si algo le había pasado a Mayra. El chofer parecía ser mudo y sordo, pues ni siquiera se inmutó a causa de los insultos del pasajero. Promediaba el día. Mori fue llevado a una biblioteca, donde desesperó durante cinco minutos. Había encendido un cigarrillo, y cuando vio una colección de botellas no se privó de servirse un whisky. Finalmente se abrió la puerta. Entró un hombre entrado en años, alto, con porte, trajeado. Mori notó el parecido que guardaba con él. Sonriendo, el recién llegado caminó hacia Mori, dijo “por fin” y lo abrazó. Mori se desasió de los brazos. “¿Qué es esto?”, preguntó. “¿Quién es usted?” Agregó: “¿Dónde está Mayra?” “Vamos por partes”, replicó el hombre. “Esto es nuestro primer encuentro. Yo soy tu padre, quien ha velado por ti desde hace muchos años. Por último, Mayra está con Felicia.” Mori palideció y el otro sonrió. “Te esperaba un excelente futuro”, dijo el benefactor. “No pude quedarme contigo. Había muchas cosas en juego. Pero tu madre no se separaría de ti. Ella se quedó contigo y yo me ocupé de ustedes. Entiéndeme, por favor. En mi familia nunca se ha soportado la bastardía.” “Hijo de puta”, logró decir Mori. “¿Quieres decir que maté a mi propia madre?” El semblante del benefactor se ensombreció. Mori empuñó la .22, sin saber qué haría con ella. “¿Ya olvidaste a Mayra?”, dijo el benefactor.
Mori salió de la biblioteca, gritando “¿dónde está?” y apuntando con el arma a todas partes. Parecía que no había nadie más en la casa. Entró en la cocina, cruzó el comedor y la sala, subió a la planta alta, exploró una habitación tras otra. En vano. Volvió a bajar, se topó con el benefactor al pie de la escalera, lo tomó por las solapas y le apuntó a la cara. “No has revisado el jardín”, dijo el benefactor. Mori fue hacia allá, y aparte de una gran extensión de césped observó tres botes de basura, que parecían contener montones de papel periódico. Comprendió instantáneamente, y aun así se acercó a los restos y descubrió lo que resultó ser una pierna flexionada. La reconoció. Oyó una voz a sus espaldas: “Te dejaré escoger porque te quiero demasiado. Mi familia legítima me dejó, odio la soledad y pretendo que nos conozcamos y vivamos como padre e hijo. He aquí mi oferta: el futuro que siempre deseé para ti o el resto de tu vida en la cárcel. Tienes cinco minutos para pensarlo.”
Mori sintió frío y escalofríos, miró la .22 que temblaba en su mano. De lejos llegó el ruido de una sirena. El tiempo corría.
 2004
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
  • Media: 5.42
  • Votos: 69
  • Envios: 1
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
Cris
invitado-Cris 04-06-2005 00:00:00

Debes continuarlo, es emocionante, aunque hay unas palabras que no entiendo, procuro buscar el significado de acuerdo a la oracion, como sardo, supongo que significa Ponchadote"" Terminalo y mantenme al suspenso solo que dale un buen castigo al tal mori, que te aprece una lenta agonia?

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