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El caballero infiel.

Me hallaba paseando junto a las acequias del palacio. La tarde estaba impregnada de sutiles fragancias. Contemplaba absorta las aves que pululaban por allí, deleitándome con sus alegres trinos. Pero el mágico momento fué interrumpido súbitamente.
Oí que se acercaba una muchedumbre vociferante. Dos sicarios del Califa flanqueaban a un hombre maniatado, empujándole con rudeza para obligarle a acelerar el paso. Tras ellos, una multitud enardecida pedía su ejecución. Era un cristiano, podía deducirse fácilmente por la cruz dorada que colgaba de la cadena que rodeaba su cuello.También deduje que se trataba de un caballero perteneciente a la nobleza o alguien con un cargo distinguido. De no haber sido así, probablemente no habría llegado con vida hasta allí. Además, su porte era digno y sus vestimentas, ahora desgarradas, estaban confeccionadas con ricos telajes. Le observé mientras se acercaba. Su actitud serena ante los improperios y malos tratos provenientes de los sicarios dejaban entrever gran fortaleza de ánimo. Me sentía intrigada acerca de su proveniencia y decidí verle desde cerca. Por eso, en lugar de apartarme para no ser descubierta por los sicarios, permanecí bajo el arco por el cual habrían de pasar para acceder al interior del palacio.Los sicarios no se atreverían a desafiarme. Era la hija predilecta del Califa.
Había burlado a la escolta que hacía guardia ante la puerta de mis aposentos privados. En ellos se hallaba la entrada a los pasadizos secretos.
Nadie conocía como yo aquellos pasadizos existentes bajo palacio. Algunos habían oído hablar de ellos, pero creían que se trataba de viejas leyendas. Los descubrí cuando era niña, porque un día, mientras seguía a hurtadillas a mi padre, ví cómo movía un resorte haciendo que la falsa pared se desplazase, mostrando la entrada a los pasadizos.
A pesar del miedo que me inspiraban los recorrí a menudo, porque ellos eran el puente para acceder a cierta libertad fuera de palacio.Aquél era uno de esos días en que sentía la imperiosa necesidad de escabullirme de la vigilancia de los guardias.
Cuando los sicarios que conducían al prisionero se aproximaban al arco se detuvieron tras haberme reconocido, y acto seguido inclinaron sus cabezas en una respetuosa reverencia.
Recorrí los pocos pasos que nos separaban y me detuve ante el prisionero. Observé su rostro, sudoroso y polvoriento .
Unos ojos que brillaban como esmeraldas bañadas por los rayos del sol me miraban fijamente.
El tiempo pareció detenerse en ese instante, porque perdí la noción de él. Era como si el universo entero se hubiese concentrado en aquellos ojos cuyo magnetismo me impedía apartar la mirada de ellos. No supe cuánto tiempo transcurrió así, pues tuve la impresión de ser transportada en un viaje más allá de los confines de la tierra, era como si toda una eternidad estuviese concentrada en un momento. Los sicarios me hicieron volver bruscamente a la realidad, pues al percatarse de aquella mirada que debió parecerles insolente, trataron de obligarle a un acto de subordinación ante mí, empujándo sus hombros hacia abajo y golpeando sus piernas para que doblase las rodillas. Parecía tan maltrecho que sentí compasión por él. En un impulso repentino, le sostuve, rodeando su torso con mis brazos, pues temí que cayese de bruces a tierra. Noté cómo sus músculos se tensaban bajo la palma de mis manos ... supuse que mi espontáneo gesto debió turbarle,
y al pensar en mi osadía sentí como una oleada de calor afloraba a mis mejillas. Él me miró sonriente, musitando unas palabras.
" Es loable vuestro gesto, mi señora. Desde este instante, sois mi Dama ".
Al oir esto los sicarios trataron de vengar lo que para ellos significaba una afrenta hacia mí, levantando sus brazos con intención de golpearle.
" Deteneos!", dije con voz imperiosa.
Una mirada furibunda por mi parte les disuadió de volver a intentarlo... al menos en mi presencia, debieron pensar.
Anticipándome a sus propósitos les hice una advertencia. " No oseis tocar ni uno solo de sus cabellos o habreis de lamentarlo. No se trata de un malhechor, por tanto merece un trato digno", aduje con énfasis.
Un sombrío pensamiento se abrió paso en mi mente. Imaginé la suerte que le aguardaba... La tortura y después, la ejecución.Ante mi padre nada podría argumentar yo para evitarlo, pues el solo hecho de interceder por él, un infiel, sería motivo suficiente para ordenar su decapitación sin demora.
Mi mirada se posó sobre él con un brillo delator. Me sentía desgarrada e incapaz de contener por mucho tiempo las lágrimas que pugnaban por ser vertidas.
" No os apeneis... La muerte no podrá separarnos", dijo él con profunda entonación.
Me estremecí levemente. Cómo podía saber...? Le miré insistentemente. Sus ojos tenían un matiz tierno y a la vez divertido ante la estupefacta expresión de mi semblante. En aquél preciso instante, supe que en lo sucesivo él sería el guardián de mis sueños.Y decidí que le libertaría aunque me fuese la misma vida en ello. Pensé que no me importaría pagar tan alto precio si gracias a ello pudiera permanecer junto a él para siempre.
" Teneis razón, caballero...volveremos a encontrarnos", susurré con apenas un hilo de voz. Acto seguido, me aparté de la entrada al palacio dejando libre el paso.
" Sólo unas horas nos separan de ese reencuentro...", pensé, decidida a encontrar el modo de liberarlo cuanto antes.
Cada minuto era precioso si quería evitarle todo el sufrimiento posible. Sabía que mi padre pospondría su ejecución hasta la salida del sol, pero eso no le libraría de la tortura de los centinelas. Un intento de soborno por mi parte sería infructuoso pues temerían que,de ser descubiertos, sufrirían una muerte horrenda.
Qué podía hacer?
Transcurría el tiempo mientras estaba sumida en tales cábalas sin hallar posible alternativa cuando de repente recordé a la vieja curandera. Una vez me habló de un insípido brebaje que alrededor de media hora después de ser ingerido sumía en un profundo sopor. Comencé a urdir un plan que tomaba cuerpo por momentos, sólo dependía del beneplácito de la curandera.
Antaño ella fué la nodriza de mi padre, por tanto él nunca le haría daño, ni siquiera ante la sospecha de su participación en aquella descabellada tentativa de huida. Presa de una intensa agitación, me encaminé a su morada.
Me recibió afablemente, y tras escuchar mi petición acerca del brebaje, preguntó cuales eran mis propósitos. Intenté hallar una historia plausible, mas no lo conseguí.Mis titubeos y nerviosismo debieron convencerla de que se trataba de un asunto de envergadura y accedió a proporcionarme aquella pócima sin aducir nada en contra, ausentándose durante unos minutos.
Cuando regresó con ella en las manos, le dije que aún podía hacer algo más por mí.
" Pasada la medianoche, ata el mejor corcel que puedas encontrar a la encina que crece en el camino viejo que lleva a la ciudad ", dije mientras depositaba algunas monedas de oro en su mano. Prometió que así lo haría,y no hizo más preguntas.
Se limitó a mirarme con los ojos empañados por las lágrimas, quizás intuyendo que aquella sería la última vez que nos veríamos. La consolé diciéndole que no se entristeciese por mí, pues el camino que estaba dispuesta a emprender me conduciría a la felicidad. Tras abrazarla tiernamente, me marché con una tibia esperanza aleteando en mi corazón.
Había decidido que el momento propicio para administrar el brebaje a los carceleros era antes de la medianoche porque era la hora del relevo y los que comenzaban a hacer la guardia se preparaban para la larga vigilia dirigiéndose a las dependencias contiguas a la cocina para ingerir algunos alimentos y agua.
A la hora prevista me encaminé sigilosamente hacia aquellas dependencias y, tras asegurarme de no haber sido vista por alguien, mezclé el mejunje con el agua de las vasijas dispuestas sobre la mesa junto a las que contenían los alimentos destinados a los centinelas. Hice un atillo con algunas vituallas guardadas en la despensa y me encaminé hacia mis aposentos. Una vez allí, dediqué una última mirada a mis pertenencias, como si quisiera grabar en mi retina todo aquél lujo que dejaría atrás para afrontar un destino que de momento era para mí una incógnita.
Pero acto seguido me adentré sin titubear en los pasadizos. Uno de ellos desembocaba en las mazmorras.
" El efecto de la pócima es fulminante", pensé al ver a los dos guardianes profundamente dormidos; estaban sentados en el suelo con la espalda adosada al muro, flanqueando la maciza puerta métalica del calabozo.
Tras forcejear unos momentos con el cerrojo,logré desplazarlo y abrí la pesada puerta. Cogí una de las teas colocadas en el pasillo y me adentré en la celda.
El ruido del cerrojo debió alertarle, porque él se hallaba de pié junto al camastro.
A pesar de lo inesperada que supuestamente debía de ser mi visita, sus ojos no parecían mostrar demasiada sorpresa.
Descubrí que aquella conclusión tampoco me sorprendía a mí. Tuve la certeza de que nuestras almas afloraron a nuestros ojos cuando se encontraron nuestras miradas por primera vez, transmitiendo lo que las palabras no podían expresar.
Él extendió su mano hacia mí, mostrando la palma de la mano. En sus ojos había una muda propuesta. "Ven conmigo", leí en ellos.
Deposité mi mano sobre la suya y salimos de aquél lúgubre recinto. Al pasar junto a los centinelas me detuve.
Tomé uno de los pesados soportes para las teas y asesté un mesurado golpe sobre la cabeza de uno de ellos. Traté de justificar mi actitud diciendo:
" Esto les evitará daños mayores...". Me constaba que mi padre era benévolo con sus súbditos. Si bien el hecho de haberse dejado sorprender no les libraría de un severo castigo, siempre era preferible a la muerte que les habría aguardado sin remisión de recaer sobre ellos la sospecha de haber sido cómplices en la huida.
Aquellas protuberancias mostradas en sus cabezas serían su mejor coartada, expliqué. " Es un gesto compasivo, aunque en principio pudiere parecer lo contrario " dijo él.Tras hacer lo mismo con el otro centinela, nos adentramos de nuevo en los pasadizos que habían de conducirnos fuera del palacio, desembocando en un pedregoso camino al final del cual comenzaba el bosque que era atravesado por el viejo camino que conducía a la ciudad.
Soplaba una brisa cálida en aquella noche primaveral. Respiramos profundamente, como queriendo eliminar de nuestros pulmones todo vestigio del olor a humedad que impregnaba los pasadizos.
Una hermosa luna llena nos iluminaba arrancando blancos destellos a la sonrisa dibujada en nuestros rostros.
Oímos el resoplido de un caballo y agradecí mentalmente una vez más la valiosa ayuda de la vieja curandera.
Él montó con un grácil ademán y me tendió su mano para ayudarme a subir tras él a lomos del animal.
Con una mano asía la brida, mantiendo la otra sobre las mías, entrelazadas alrededor de su torso.
Sentí el calor emanado por su cuerpo ... pensé que no dejaba tras de mí nada comparable a aquella sensación.
El caballo emprendió el galope y nos adentramos en el bosque.
Permanecí con la mejilla apollada en su espalda, sin volver la vista atrás.
Datos del Cuento
  • Categoría: Aventuras
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