La otra vez cerré los ojos por un minuto. Sesenta segundos sin luz, carencia de realidad material. Alejada del mundo exterior. Podrían pensar que fue un desperdicio, yo misma pensaba eso. Pero ese período podría significar, para otros, cosas tan importantes.
¿Cuántos estarían dándose, en ese momento, su primer beso? Algunos estarían perdiéndose; otros por primera vez estarían conociendo el mundo.
Si uno pensara más profundamente, se podría dar cuenta que sesenta segundos pueden cambiar el rumbo de las cosas, y de hecho, lo hacen. Desde la más simple y sencilla hasta la más significativa. Un minuto puede determinar una vida.
¡Cuánta gente daría ese miserable minuto por no haberse desencontrado! O, puede que alguien estuviera sintiendo ese típico cosquilleo.
Tantas cosas, tantos sentimientos atravesaban y se adueñaban de cada ser mientras yo me encontraba en esa oscuridad, en esa soledad.
Tal vez, haya sido un minuto perdido.
Debo confesar que realizar esa introspección y ponerme a pensar hizo darme cuenta que toda una vida puede transcurrir, en la cabeza de uno, cuando se está al borde de la muerte. Que yo jamás le di tanta importancia a ese insignificante minuto porque, justamente, me quedaban más de trillones por vivir.
Y así me fui formando con un egoísmo desmedido, sin querer darme cuenta que, en un minuto, un chico se muere de hambre o un anciano de tristeza.
Y es por eso que, cuando volví a abrir los ojos me enfrentaba a la misma realidad, pero algo había cambiado en mí. De pronto, comencé a ver y analizar al mundo de una manera totalmente distinta. Me di cuenta que cada minuto era imprescindible e inigualable y que solo era cuestión de cada uno de nosotros, aprovecharlo o perderlo para siempre.
Y así, con mi nueva perspectiva, pretendí ingenuamente cambiar al mundo. Creía que yo tenía la fuerza suficiente para generar un cambio en la sociedad. Podía hacer que las personas admiren a las otras personas en la calle, que disfrutaran del paisaje, de su trabajo, de su familia, de la vida. Como yo había cambiado, deductivamente podía cambiar a los demás. Y me llené de ese espíritu heroico de la literatura clásica. Tenía la certeza que podía enfrentarme a los demás e influenciarlos con mis ideas. Podía hacer que tuvieran la real noción del tiempo así cada uno podía disfrutarlo de la mejor manera posible. Mostrarles que el tiempo es un ente que corre a la par nuestro y que, a veces, nos sobrepasa.
Así, me llené de valentía y me sentí, por un minuto, una verdadera revolucionaria. Pero esta ilusión se desvaneció completamente. Bastó con salir a la calle y enfrentarme con la realidad. Y mi poderío me jugó en contra. De pronto, me sentí la persona más pequeña del universo. Me di cuenta que seguía siendo la misma de siempre y que, por más que me preocupara por el alrededor, yo no iba a poder cambiar la realidad. Ya era un asunto perdido. Pero más allá de eso, ese minuto generó un cambio; esa introspección fue la que me hizo pensar un poquito más en los demás. Me hizo reflexionar que la ingratitud de las personas pasa por no conocerse; que su interés propio desmedido pasa por una falta de cohesión, de unión entre las personas. Y de ahí, supuse que sólo es necesario que todos hablemos en un mismo lenguaje o que creamos instituciones que nos permitan comunicarnos en vez de excluirnos. Pero ¡cómo podía pretender cambiar todo un sistema si las mismas personas eran las que desarrollaban y aceptaban este régimen que aísla frívolamente a cada uno en su propia y exclusiva burbuja! Lo que creía que era necesario era un cambio; pero no estábamos preparados para ello. Porque si carecemos de conciencia, carecemos de vigor y voluntad.
Pero si cada uno de nosotros puede llegar a replantarse estas cuestiones y demostrarse en desacuerdo con este sistema que es favorecedor para unos pocos y deficitario para tantos otros; desde esa base, creo que podemos cambiar el rumbo de las cosas. Como lo lograron sesenta segundos en mi cabeza.