Como el viajero reposado y bien alimentado que reanuda su camino, hacía ya tiempo que el sol se había acurrucado en el secreto seno de las montañas, y la luna, con su luz nacarada y reconfortante, iluminaba ahora lo que la oscuridad se había ido comiendo con tanto ahínco horas atrás.
En el amparo de esa oscuridad, una voz que parecía quebrada, como si a su dueño lo hubieran torturado durante largo tiempo y sólo le quedase un último aliento, se elevó en el aire, provocando que más de una avecilla asustada escapara de las bóvedas de los árboles.
Esa voz decía:
- Mi señor, te ruego que partamos ya.
Pero nadie contestó.
En cambio, de alguna parte de la espesura vino a mis oídos el ahogado chasquido de ramas secas al romperse, pero no porque el viento las hubiera precipitado al frío suelo en una de sus ladinas travesuras, sino porque alguien, sencillamente, las había pisado; después de eso, también oí un rumor, parecido a un gruñido, a un gemido o a algo por el estilo.
Al instante la misma voz suplicante volvió a llenar el silencio de la noche:
- Es preciso que nos vayamos, mi señor, vuestra vida corre peligro aquí.
Y al igual que la primera vez, pareció como si nadie se diese por aludido.
Hasta aquel momento, como quizás a lo largo de mi vida pasada, no había sentido miedo, sí que alguna vez el gélido azote de la imprevisión o la angustia en el espinazo, o esa mano invisible que oprime el pecho hasta dejarle a uno casi sin aliento, pero miedo como el que ahora sentía... Extendí la mano, fría por la congoja y la nada agradable brisa que había traído la noche, hasta el mango del cuchillo que pendía de mi viejo cinto, a la altura de la cadera, y me volví hacia la impenetrable maleza.
Durante un rato, mis ojos sobrevolaron las oscuras hojas y hierbas en busca de alguna señal que me pusiera sobre aviso, mientras mantenía agarrado el cuchillo con tembloroso pulso. No ví nada, como era de esperar, pero poco después se repitió el mismo inquietante sonido, ahogado pero firme, y no muy lejos del claro donde me encontraba.
No estaba dispuesto a quedarme allí parado, pues fuese el que fuese el peligro, si me movía sería más difícil que me ocurriera nada, o tal vez no, así que eché a andar hacia el lugar de donde había venido la voz del supuesto sirviente. Desde entonces hasta que hubo pasado un tiempo considerable, no volví a oir nada que tuviera que ver con aquella extraña situación en la que sin querer, puede que el destino hubiera guiado mis pasos, me vi envuelto; ni un atisbo de ésos que decían estar en peligro, ni tampoco del autor del desconcertante sonido que ahora, instalado en mi cabeza, me atormentaba como la mosca que revolotea simplonamente alrededor y no se es capaz de matar. Y el hecho de que ocurriera tal es que, al parecer, como no conocía demasiado bien los alrededores, me estaba desviando de la dirección que debía seguir. Demasiado, como pude comprobar más tarde.
Cuando volví a oir la voz del sirviente, estaba cerca de un barranco poco profundo coronado por una cascada que brotaba a mi izquierda, y eso, como dos días atrás había comprobado en el arrugado mapa que cierto mercader me vendió hade ya mucho tiempo, quedaba a unas cuantas centenas de metros del rumbo apropiado. Volviendo al sirviente, como ya he dicho de nuevo oí uno de sus quebrados gritos, pero esta vez no era un ruego, sino un alarido de terror, y se había producido tan cerca que incluso pude oír las arcadas que se alternaban entre palabra y palabra.
Precavido, miré el follaje esperando a que ocurriera lo que suponía que estaba a punto de ocurrir, aunque suplicaba al cielo porque ese temor mío no fuera más que una mala jugada del cansancio del camino; y mientras tanto, había sacado mi arma del cinturón y la sostenía firmemente, con la hoja apuntando hacia arriba. Se produjo un sonido de hojas a un lado del barranco y una figura desdibujada a la luz de la luna salió a cielo abierto. La miré, y observé que llevaba en brazos un bulto alargado de un color rojo vivo en una parte; ella, o él también me miró, y se quedó así durante unos instantes, quizás considerando la posibilidad de llevárseme a mí también por delante, antes de saltar al oscuro río que se extendía cincuenta metros más abajo. Sin poder articular palabra, y apenas moverme, vi luego aparecer al otro desdichado, que se quedó al borde del barranco y luego me dijo:
- Viajero, ayúdame a salvar a mi señor, aún queda tiempo.
Aunque yo seguía aún abrumado por el hecho de que aquel ser, por lo que había comprobado misterioso y sanguinario, me hubiera "perdonado" la vida, habría estado dispuesto a ayudarle, sin reparos además, pero ciertamente, no me dio tiempo. Era tal la angustia del hombre, que apenas había terminado de hablar me miró una última vez y luego se lanzó al vacío.
Minutos después, cuando aquel hormigueo que me rondaba el estómago se hubo disipado, me atreví a asomarme, pero no ví indicio alguno de que el misterioso merodeador, ni los dos lugareños hubieran logrado alcanzar la orilla. Con cierta consternación, decidí continuar mi camino y pronto olvidé, para mi fortuna, aquel aciago episodio.