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El conde y la maldición

EL CONDE Y LA MALDICIÓN


La mujer empezó a subir las escaleras rápidamente. Sus pasos resonaban con fuerza en los escalones de piedra y formaban un continuo eco en los oscuros rincones de la inmensa nave del castillo. A cada mirada que lanzaba a sus espaldas, el miedo le subía en densas oleadas al pecho, obligándola a acelerar el movimiento de sus piernas. “¡Nadie nos separará!”, murmuraba entre jadeos y sollozos, apretando contra su pecho al niño de meses que llevaba entre sus brazos, envuelto en una manta. “¡Nadie! ¡Nadie!”
Su implacable perseguidor salvaba los escalones de tres en tres, resbalando ocasionalmente a causa de la violencia de sus impulsos, que su cuerpo no podía equilibrar debido a su evidente estado de ebriedad. Blandía en su mano derecha una enorme daga, y las puntas de su negra capa ondeaban a sus costados como las alas en movimiento de un extraño pájaro en persecución de su presa.
Pronto recorrieron el primer tramo de escaleras, que en el primer rellano se dividía en distintos tramos, que llevaban a múltiples aposentos. Al llegar, el individuo se descubrió la cabeza, revelando a la luz de los candelabros una atormentada cabellera de rizos cobrizos, una mirada definitivamente resuelta y un rostro que, en todos sus ángulos, aparecía contorsionado por la ira.
Levantando la daga con actitud amenazante, empezó a buscar bajo el abovedado recinto a los dos fugitivos, abriendo con rapidez unas puertas y cerrando otras, subiendo y bajando escaleras con la celeridad que le imprimía su furia, hasta que, al revisar la última estancia de aquella parte del castillo, la momentánea proyección de una sombra en la parte superior de una apartada escalera le indicó dónde tenía que buscar. Aquella escalera conducía a la única torre de esa parte del castillo; sonrió maliciosamente al pensar en el inútil refugio que buscó la mujer.
Sus sentidos se ofuscaban cada vez más, a medida que se encolerizaba. Sin embargo, el primer sentimiento que le embargó al empujar la puerta de la torre fue de sorpresa, pues al parecer, la mujer había olvidado en su desespero correr el cerrojo.
Entró con pasos cautelosos, apuntando a las sombras con la daga, examinando aquí y allá tras las rojas cortinas de terciopelo que tapizaban la habitación, pero no pudo encontrar a la mujer. Entonces se enfrentó bruscamente a los rayos de luna que entraban por la ventana, y un estremecimiento de terror lo sacudió desde las puntas de sus pies al observar la actividad de las nubes que corrían desesperadamente hacia la izquierda, a la vez que el crujido del furioso viento de la tormenta (que había causado su sobresalto anterior) aumentaba con rapidez.
Nuevamente se armó de valor: había decidido darle muerte al pequeño. Se acercó al rincón del costado derecho de la ventana, donde la sorprendente sagacidad de aquella mujer había burlado su infructuosa pesquisa, y donde ahora los agudos gemidos de la criatura que llevaba en sus brazos la delataban a su perseguidor.
Una vez más no pudo dejar de sorprenderse, cuando la vio salir a la luz de la ventana, cargando visiblemente aquel revoltijo de mantas, como si no temiera habérsele enfrentado.
El hombre avanzó varios pasos y le tendió la mano desocupada, sonriendo malévolamente, pronunciando después las palabras que ambos esperaban:
––Dame el muchacho, mujer.
Pero en ese instante, ella echó el cuerpo súbitamente hacia atrás y lanzó un grito, mientras que las hojas de la ventana cedían al violento impulso de una ráfaga de viento y los cristales se rompían en mil pedazos, y el asesino era absorbido por una fuerza invisible que lo lanzó con un postrero grito de horror sobre el patio del castillo.

*

El cadáver fue recogido a la mañana siguiente por los criados, quienes asistieron contra su voluntad al nauseabundo espectáculo de un cuerpo retorcido entre los adoquines, con la capa hecha pedazos sobre los miembros, y una sonrisa indescriptible entre labios contraídos.
En pocas horas se divulgó por los contornos la noticia de que el conde G*** se había suicidado, causando gran sorpresa y estupor entre los que se enteraban de la desgracia.
Sin embargo, había quienes opinaban que aquel supuesto arrebato de locura se había debido a la desesperación de G*** por el nacimiento de su tercer hijo, ya que no podía soportar la idea de que la tenebrosa profecía emplazada sobre sus dominios se convirtiera en realidad.
“El surgimiento de los descendientes del suegro”, corría la sentencia entre los labios susurrantes de los aldeanos, “reducirá al más abyecto destierro al heredero de sus enemigos, expulsándolo para siempre de sus tierras, para restablecer el poder a aquellos que verdaderamente les pertenece”.
Quizá esta profecía se debiera exclusivamente a la imaginación de un pueblo plagado de supersticiones, pero lo cierto es que tanto la familia del conde G*** como de la condesa habían sido rivales durante siglos, y aquellos dos últimos vástagos, por unas circunstancias que en tiempos recientes habían terminado por unirlos más que enemistarlos, acabaron prometiéndose mutuo amor para siempre y celebraron su matrimonio.
La condesa se había enamorado sinceramente del solitario caballero. Él se hizo cargo de las extensas propiedades y, por un previo consentimiento y petición de su esposa, se quedó a vivir en su desolado castillo. Desde entonces vivían en franca y moderada comunión, y para amigos y vasallos eran la representación más elevada de la felicidad y el decoro.
Quienes seguían siendo partidarios de la leyenda –y no faltaban los que se dolían de no haber visto últimamente sangre en la arena– opinaban que nada era más favorable a la suerte del conde que la circunstancia de que, en las dos veces en que la condesa había quedado embarazada, hubiera tenido que soportar igualmente la pérdida de sus dos hijos, que no sobrevivieron durante mucho tiempo.
Desde aquella mañana fatal se hicieron muchas otras conjeturas, pero nadie salvo los discretos criados conocía a fondo la verdadera vida dentro del castillo y por lo tanto no se podía opinar nada seguro. Los criados eran personas reservadas y jamás pronunciaban palabra alguna acerca de lo ocurrido, y en sus melancólicas miradas se podía advertir que verdaderamente compadecían a la joven condesa, en los momentos en que se paseaba con su hijo por los silenciosos corredores, callada y misteriosa. La vieja matrona que atendía los partos de la condesa tampoco hubiera podido afirmar nada, aun cuando bajo aquella situación se la veía también afectada profundamente, debido a que nunca había comprendido las extrañas muertes secretas y rápidas de los primeros recién nacidos...
Sólo la condesa conocía su secreto... La misma tarde después del entierro, cuantos la vieron retirarse con su pequeña criatura a la apartada soledad de la cripta donde yacían los restos de su familia y ahora los de su esposo, pensaron que buscaba desahogarse con sus rezos.
Sin embargo, tan piadosa mujer sólo buscaba una confirmación. Al inclinarse devotamente sobre una tumba lo hizo ante la de su padre, y se mantuvo arrodillada durante largo rato con el niño entre sus brazos, como sosteniendo con las losas frías una muda conversación.
Cuando levantó la cabeza apenas si pudo emitir un débil suspiro de sorpresa, al encontrarse ante la imagen familiar del viejo rostro de su padre flotando sobre las losas, mirándola con una complicidad justificada por su imperceptible certeza de muchísimos años.
“La indignación de tu sangre ha vencido finalmente sobre sus adversarios, destruyendo para siempre los imperdonables impulsos de la cobardía y la codicia, y todo esto ha sido tal como te lo prometí, sin que tuvieras que sacrificar a tu tercer hijo”. Después de estas palabras, el fantasma, con un súbito destello de luz que obligó a la mujer a bajar la cabeza, desapareció.
La condesa, que era realmente piadosa, apretó más a su hijo contra su pecho y comenzó a rezar.
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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