Todo ocurrió durante los años de la posguerra, en un coqueto pueblo de la meseta central donde se crió mi abuelo. Él solía sentarme en sus rodillas y me contaba la historia que os voy a narrar a continuación, siendo por ello él el principal causante de mi afición a este género.
Eran las fiestas patronales del municipio, y la gente bailaba despreocupada en la plaza cuando mi abuelo llegó al lugar. La orquesta estaba tocando un pasodoble típico español, para deleite de los alli presentes. Sentado en un banco, él observaba el ir y venir de vecinos entre los bailarines que se dieron cita en el lugar. La noche parecía discurrir con éxito, pero mi abuelo se encontraba inquieto, cierto es que siempre tuvo una especial sensibilidad para determinados temas.
De pronto, la Luna se ocultó bajo un espeso manto de nubes, algo inusitado en pleno agosto en esa provincia. Mi abuelo miró al cielo extrañado: ¿de dónde venían esos nubarrones?. La gente también se había percatado del extraño acontecimiento y por doquier, se oían murmullos al respecto. Pero la gente continuó danzando como si nada, hasta que la música cesó inesperadamente.
Un rayo, un único pero letal rayo, cayó sobre el remolque-escenario donde tocaban los músicos, volando por los aires en mil pedazos, y con él, los cinco componentes de la orquesta.
Todas las luces del pueblo se apagaron a la vez, dejando el lugar en tinieblas, tan sólo alumbrado por el resplandor que originaba el fuego del remolque al arder, produciendo fantasmagóricas sombras en la plaza.
Mi abuelo contaba cómo la gente miraba la escena impresionada, en silencio y sin atreverse siquiera a dar un paso por sofocar el incendio, puesto que por los músicos ya poco se podía hacer. Pero le sorprendió especialmente el silencio, nadie gritaba, ningún niño lloraba. Sólo se oía el quejumbroso alarido de la madera del remolque al arder.
Entonces las luces se volvieron a encender de nuevo, para volverse a apagar poco despues. Se encendían, se apagaban, se encendían y se volvían a apagar. Finalmente, se mantuvieron apagadas, pero la Luna se liberó de sus escoltas e iluminó al pueblo con todo su poderío. Ya no había nubes, se habían esfumado. Y las bombillas recuperaron su brillo. Pero la fiesta ya había terminado.
En la actualidad, el pueblo se encuentra abandonado, unos cuentan que es porque los jóvenes prefieren la ciudad al campo, otros explican que la razón es la cruel vida rural y otros prefieren enmudecer. Pero lo cierto es que el gran éxodo se produjo a raiz del suceso que tuvo lugar durante las fiestas patronales, que sembró el pánico entre los lugareños ante una posible reproducción de tal fatal acontecido.
Mi abuelo siempre defendió esta teoría, apoyándose en la idea de que pocos eran capaces de soportar el silencio que reinaba en el pueblo cuando caía la noche. Porque el silencio de aquel pueblo nunca venía sólo, siempre se dejaba acompañar por algo más, algo que mi abuelo nunca supo o quiso detallarme. Sólo sé que cada vez que contaba esta historia, el gesto de su rostro se tornaba afligido y mantenía la vista en un punto hasta que unas socorridas lágrimas le sacaban de su trance.
No sé qué pudo ser aquello que tanto rondaba por la mente de mi querido abuelo, pero lo que sí sé es que nunca olvidaré la expresión de su mirada cuando recordaba esta dura historia.