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Categoría: Metáforas

El día de la enferma

Acostada sobre sábanas de olor a flores mustias, la enferma utilizaba la poca fuerza de su mano izquierda para jugar con un fino cordón de plata. Sólo su hermana Venus sabía que ese cordón existía. Lo había leído en un extraño libro que le recomendó una anciana en la librería del pueblo. Afuera el viento hacía silbidos cuando rozaba las peladas ramas de los árboles. Era un tremor que presagiaba eventos que culminarían en cualquier instante. El silencio de la habitación no reparaba las heridas, sino que se ahondaba en la mirada estática de la enferma. Los visitantes entraban, contemplaban el cuadro agonizante de la hermana bonita. La que no cometió ningún error, que todo lo hizo tal y como lo visualizó. La que amó a su marido mucho más que a los hijos; porque los hijos se irían en algún momento con sus ingratitudes y sus prejuicios. Se hartarían de las ofensas y las faltas de afecto al estar hastiados de tanta bofetada sin motivo. Los mismos hijos que estaban distanciados desde instante cruel en que la enferma dijo la primera incoherencia. Desde el día aquel en que tuvo una convulsión en público. Venus fue la silenciosa acompañante durante la oscura travesía de la enfermedad. Las demás mujeres que le atendieron sólo lo hicieron para asegurarse de que la enferma no se levantaría de esa cama. Para poder así sonsacar al marido deprimido que se escondía en los rincones solitarios de la residencia. Las demás mujeres traían el cotidiano chisme al lecho de la enferma para recordarle que había otra que saboreaba el sexo que ella era incapaz de realizar con su marido. Las que le paseaban a sus hijos tratando de animarlos, pero murmurando por el pueblo que ya pronto serían unos huérfanos. Las nubes se amontonaban con la espesura y la humedad de lluvia. Era un sábado aburrido, uno de esos días en que se escucha el lejano “Choclá” de las guineas y el constante cacareo de las gallinas ponedoras que se atrevió tener un vecino en plena urbanización. La enferma bajó los párpados, respiró hondo y dejó que penetrara en ella el olor imaginario a purina, a los granos de maíz y el agua estancada donde las aves de corral de su mamá se bañaban. Allí en el patio de la casa de su infancia no tenía más dolor de cabeza, no sentía la presión del agua que se alojaba silenciosamente en sus pulmones. Ya no le dolía la voluntad de tanto tratar de mover el inerte lado derecho de su cuerpo, ni le picaban las llagas que se formaron en su espalda. Ahora estaba bajando entre rocas y por resbalosos caminos de barro. El olor a mango maduro le provocó deseos de comer. Miró hacia arriba y podía notar como se movían desesperadas las nubes entre el escaso espacio que dejaban las ramas de los árboles fruteros que le sustentaron en su niñez y en su juventud. Aquellos mangos verdes que nadie se comía, pero que ella saboreaba con gusto. Los jobos, los tamarindos, las grosellas, las pomarrosas y toda aquella gama de frutas tropicales con su distintivo agridulce sabor. Se inclinó a recoger varias piedras agudas para arremeter a lo alto del árbol de mango a ver si lograba tumbar uno. Los arbustos se movían a su alrededor, quizás las iguanas no estaban acostumbradas a la visita de la enferma por aquel monte que ya nadie recorría. Con la poca fuerza de su mano izquierda le pegó a un mango todavía de color esmeralda. Para su sorpresa cayó precisamente a sus pies e intacto; listo para ser devorado. Continúo así el recorrido por la barranca que conducía al pozo donde estaban las cocolías. Leves gotas de lluvia se colaron entre el ramaje de los árboles, poco a poco mojando su piel, y su larga cabellera de azabache. Casi inmediatamente comenzó a ascender un aroma de tierra húmeda y de hojas secas. Los arbustos de café le acariciaban el cabello y le impregnaban el aroma de las semillas arábicas. Llegó al poso y se sentó al pie del hondo barranco por donde sus primos se mecieron atrevidamente en tiempos atrás con las lianas de un árbol de henequén. Mientras terminaba de comer su mango verde, pensó en ahuyentar a las cocolías de sus respectivas cuevas. Pero había olvidado llevar maíz en sus bolsillos para recompensarles luego de entretenerse con ellas haciendo que agarraran una rama seca con sus gigantescas palancas. La lluvia se hacía cada vez más intensa hasta el punto que comenzó a bajar una pequeña creciente por la quebrada. En ella se arrastraban flores silvestres con dulces aromas. Los tiernos capullos que eran azotados por las fuertes gotas de lluvia, forzándolos a recorrer rutas desconocidas. Las ranas estaban revueltas, junto con los coquíes y los grillos hacían un estruendo armonioso de sonidos de monte adentro. Pensó abastecerse bajo las hojas del helecho gigante, pero ya no había miedo a un catarro, ya no había temor de caminar descalza y a contagiarse del odioso gusano de la bilharzia. La enferma ya estaba enferma, y no había forma de que se le pegara algún otro desorden biológico. Lanzó la semilla del mango verde al vació y observó como se dispersaba por las enormes rocas hasta zambullirse en la diminuta posada donde se recogió agua por muchos años para sustentar a su humilde familia. Al ponerse de pié miró hacia los lados y halló un “bejuco” de henequén. Lo alcanzó y lo haló con fuerza para probar si soportaría el peso de su cuerpo. Cualquier bejuco era suficientemente firme si aún su hermana Venus le llevó en brazos para bañar sus cansados huesos. La enferma cerró sus ojos y tal como le enseñó un día su hermano mayor, se impulsó con fuerza hasta el otro lado del barranco. Pero no llegó, sino que quedó meciéndose sobre el hondo abismo que terminaba en la posada. Escuchó de nuevo el lejano “Choclá” de las guineas, el constante cacareo de las gallinas ponedoras y la pequeña creciente haciéndose cada vez más intensa. Jamás alcanzaría impulso para llegar al otro extremo, y era muy tarde para regresar al lugar desde donde se lanzó. Sonrió maliciosamente y según soltó el “bejuco” que ahora tenía destellos plateados, gritó sin que el agua de sus pulmones le impidiera: “Jerónimo!”
Datos del Cuento
  • Autor: **\EVR/**
  • Código: 5835
  • Fecha: 15-12-2003
  • Categoría: Metáforas
  • Media: 5.87
  • Votos: 63
  • Envios: 2
  • Lecturas: 1568
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