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El espejismo de Natacha

En aquellos días de mi existencia, no eran precisamente alegrías lo que más espacio ocupaba en mi corazón. Casi podría decir que no quedaba sitio para ellas. Aunque puse todo mi empeño en buscarlas, por pequeñas y personales que fuesen; sino para que habría madrugado un domingo, como tantos otros, para pescar uno de esos peces que levantan el ánimo de cualquier pescador que se precie. O quizá solo era una excusa para buscar un lugar en el que reflexionar sobre todo lo que había sucedido hasta ese día. Y la tranquilidad que se respiraba flotando en alta mar, al igual que un extraño hedor a pétalos marchitos , era un ambiente adecuado para ello. El rastro de las lágrimas aún permanecía en mi cara y mis ojos; además del recuerdo astillándome el alma.
Los violetas , rojizos y anaranjados del alba pintaban un cielo de nubes, y salpicaban de púrpura y magia la fina arena de la playa, las rocas y los barcos. El velero en el que descansaba, con sus dos cañas de pescar echadas a la mar, cortaba una espesa neblina matinal que besaba la superficie de unas aguas verdosas en calma. El horizonte conformaba un juego de luces y colores, anhelo de algún pintor impresionista. Mi reloj marcaba las siete de la mañana, coincidiendo con la tímida aparición de un sol justiciero, cuyos rayos inundaban de luminosidad y alegría el ambiente.
Era la primera mañana, del primer día del octavo mes, que salía de casa después de una semana en clausura. El motivo por el que decidí encerrarme día y noche entre las cuatro paredes de mi casa tenia nombre propio: Natacha. A mis 19 años ya había tenido varias anécdotas amatorias, pero sin duda, la única que había conseguido trastornarme la mente y la vida, al menos durante varios meses, era la que viví con ella. Nos conocimos en la playa, el verano pasado, en una noche donde el alcohol y la juerga se apoderaban de los cuerpos y las mentes jóvenes que se daban cita en la fina arena cada vez que la luna salía, provenientes de distintos apartamentos, chalet, etc; que se levantaban en Gandia. Pese a su estado de embriaguez, su sonrisa, sus ojos y su acento argentino me robaron las palabras cuando se acercó y con un tono que se me antojó extremadamente sensual , preguntó: << ¿Tenes un cigarro?>> Negué con la cabeza. La vi alejarse, portando un tatuaje de una rosa en el brazo y dibujando su silueta en el claro de luna; casi sin pensar, le quité el paquete a uno de mis amigos, saqué nervioso un cigarro y salí como un rayo hasta alcanzarla. Me agradeció el esfuerzo con una sonrisa y volvió a preguntar << ¿ Y tenes fuego?>>; rompí mi silencio con una frase ridícula y cursi , pero que me salió espontáneamente del alma: << Sí, en mi corazón >>. Sería la cantidad de vodka y wisky que discurría por sus venas, pero el caso es que aquella frase de galán de tercera provocó en ella una sonora carcajada, ausente de maldad y con una dosis de ternura; quizá leyó en mis pupilas la sinceridad de mi voz. Cuando se tranquilizó, adoptó un gesto solemne, me clavó sus brillantes ojos negros, y con la boca temblando de deseo espetó: << Pues dámelo >>. Nuestro encuentro carnal empezó con un juego de labios y saliva, para acabar con nuestros cuerpos desnudos sobre su toalla, barnizados de sudor, exhaustos y entrelazados; cobijados en mi velero, con la sinfonía del mar como música de fondo y la luna argentada como único testigo.
Durante el resto del verano, Natacha fue robándome poco a poco pedacitos de mi corazón; mientras yo le regalaba a diario una rosa y un poema. Nuestros grupos de amigos se unieron, pero ella y yo éramos dos almas solitarias entre tanta gente; nos teníamos el uno al otro, y con eso era suficiente. Por las mañanas ella bajaba a la playa con sus padres y amigos; yo hacía lo mismo. Y cuando estábamos todos juntos dentro del agua, ella y yo intercambiábamos miradas y gestos de complicidad y deseo. Nunca se nos ocurriría dar rienda suelta a nuestro enamoramiento adolescente delante de nuestros padres y vecinos, aquello era algo que a ambos nos daba excesivo reparo. Cuando el día arañaba los últimos rayos de luz de un sol en retirada, solíamos caminar por la orilla de la playa, donde morían las olas que nos abrazaban los tobillos, y donde nuestras manos, lejos del cotilleo vecinal, se entrelazaban sin pudor. Cada día nos contábamos algo nuevo sobre nuestras vidas, ese era el trato. Yo, cuanto más sabia de ella, más atrapado me sentía en su embrujo. Y las noches...las noches eran solo para nosotros dos, como si aquel manto negro salpicado de puntos centelleantes fuese un regalo de la vida para abrigar nuestro amor.
Pero como todo lo bueno se acaba, nuestro verano se agotó la noche del 31 de agosto mientras hacíamos el amor dentro del agua. Nos miramos a los ojos, que titilaban de emoción, de tristeza, de adiós. En la penumbra, nuestros cuerpos bañados en sal y oscuridad, se despidieron sin hablar...
A la mañana siguiente ella partiría hacia Buenos Aires, y con ella lo mejor que me había pasado en la vida. Nos prometimos escribirnos, para que la distancia y el tiempo no apagase del todo la llama.
El invierno en Madrid se me hizo cuesta arriba. Aunque quise deshacerme poco a poco de su recuerdo, el olvido no estaba de mi lado. Cada nueva carta que recibía, cada lluvia de palabras de leía me calaba hasta el fondo, y el recuerdo de su piel rozándome el cuerpo entre las sábanas volvía a instalarse en mi cabeza. Pero un día las cartas dejaron de llegar. Gasté folios y tinta a raudales en cartas que no recibían respuesta. Fui matando los días entre lágrimas de impotencia, pesadillas, temores, enfados, miedo al que estaba pasando...
El día antes de Semana Santa el cartero volvió colocarse frente a mi buzón y alimentarlo con una nueva carta. Lo abrí nervioso, con cierta torpeza, saqué el sobre y al ver el remite noté como una lágrima recorría fugaz mi mejilla. Natacha Batista Tévez, musa de mis sueños y dueña de mi pensamiento, no se había olvidado de mi. Subí acelerado a casa, me encerré en la habitación y me dispuse a tumbarme para leer con tranquilidad lo que ella quisiese contarme. Escribiendo, su origen argentino pasaba totalmente desapercibido:

Hola Aitor

Siento haber tardado tanto en escribirte, no sabía si debía hacerlo, o mejor dicho, si podía hacerlo, porque necesitaba fuerzas para decirte lo que debes saber. Tenía miedo a hacerte daño, a tu reacción, aunque no la pudiese ver, a tu enfado, a tu desilusión, nose...ya no se lo que digo. Lo mejor será que deje los rodeos para otro día, así que quiero que sepas que estoy muy bien con mi novio, con el que llevo 4 años, siento no habértelo dicho. Yo le quiero, le quiero mucho; a ti también Aitor, pero es diferente...a él le necesito, nos necesitamos y me va a dar todo su apoyo, en estos momentos en los que tanta falta me hace...porque...porque estoy embarazada Aitor, y el hijo es tuyo, estoy segura. Lo siento, se que esto te arruinaría la vida, ya me lo dijiste...por eso no quiero que te preocupes, mi novio Diego y yo sacaremos al niño adelante lo mejor que podamos. Todo esto es una locura. Conocerte me cambió la vida, nose si para bien o para mal...quiero pensar que para bien. No se si volveré a verte algún día. Solo te pido que me perdones por todo esto. Lo siento...lo siento...

Natacha

Al terminar de leer las últimas líneas, sentí que me faltaba el aire. Un nudo en el estómago me impidió llorar durante unos segundos, luego, mis ojos explotaron y por mi rostro discurrieron torrentes de lágrimas. Aquella tarde el cielo me acompañó llorando gotas de lluvia que ametrallaban de tristeza los cristales de la ventana. Durante un par de meses no fui mas que un mero fantasma que vagaba por el mundo, dando vueltas a todo lo que esa carta me había revelado.
Hasta que llegó el verano y volvimos a Gandía, muy a mi pesar. Pero no encontraba ninguna excusa con la que convencer a mis padres de quedarnos ese verano en Madrid; además, yo no quería fastidiarles las vacaciones, se las merecían...nos las merecíamos.
No quería ver a Natacha, no quería porque no sabría que decirle, ni como reaccionar, quería evitar situaciones embarazosas, valga la redundancia. Fue entonces cuando decidí condenarme a pasar los días necesarios enjaulado entre las cuatro paredes de mi apartamento. Durante esa semana, solo intentaba mantener, aunque sin éxito, mi mente despejada, dar esquinazo a mis amigos e inventar mil excusas para justificar a mis padres mi comportamiento de segregación social. Aunque siempre vigilando a través de las ventanas y la terraza en busca de cualquier indicio sobre la presencia de la mujer que un año atrás había poseído mi mente y mi cuerpo. Ni rastro de Natacha. Los recursos se me agotaban y en casa ya me faltaba el espacio y el oxigeno. Así que, a las cinco y media de la madrugada de un domingo 1 de agosto, me puse en libertad. Pertrechado con todos los bártulos de pesca, me encaminé rumbo al velero de mi padre, el mismo donde recorrí por primera vez la anatomía de la madre de mi hijo, y el mismo que mi padre me dejaba coger siempre que quisiese, ya que sabía que me desenvolvía con él a las mil maravillas, y el mismo que había cambiado la soledad de la fina arena de la playa, por un puesto privilegiado en el puerto de Gandía. Pero su aspecto no era el mismo. El tiempo y el abandono habían hecho mella en el barco. Lo limpié del polvo, de hojas, de olvido y de sueño...le quité varios años de encima. Lo desaté como a un perro, y ambos volvimos a ser libres, saliendo a navegar en busca de pequeñas aventuras que me despejasen la mente de telarañas. Empecé a dejar a mis espaldas aquel cementerio de barcos, en la penumbra de las burbujas amarillentas de las farolas que se difuminaban en una niebla de vapor grisáceo, y que descansaban sobre un agua pintada de negro y reflejos, mientras algunas lanchas resucitaban en la fresca mañana que se respiraba. Fue entonces cuando reparé por primera vez en una caja blanca, situada en la popa del barco. Estaba precintada y en una de sus caras, escrito con pintalabios carmín o sangre, un letrero que rezaba lo siguiente: << No lo merezco >>. Abrí la caja con un cúter. Un olor me invadió las fosas nasales y despertó en mi cerebro un estímulo que lo reconoció si dilación: rosas. Una orgía de rosas secas y poemas se estampaba en mis ojos; en el centro , la fotografía de un niño recién nacido. Detrás de la foto, unas palabras trazadas por unas manos temblorosas : Nuestro hijo. Hasta Nunca. Y un beso carmín en la esquina. Miré hacia atrás instintivamente, pero las lágrimas me velaban los ojos. En aquel paisaje acuoso y difuminado del puerto me pareció ver una silueta que, recortada en la luz de un farol, me observaba, su silueta. Quise gritar, decir algo, pero las palabras se ahogaban en el fondo de mi garganta, intentaban escalar hasta mi boca y escapar por entre mis labios...al final murieron en un suspiro y con ellas , el espejismo de Natacha.
Datos del Cuento
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.6
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