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El espejo maligno

Nunca me habían interesado tanto los espejos, hasta que mamá trajo aquel tan extraño de la tienda de antigüedades. Lo colocó en el recibidor con su marco que formaba extrañas figuras y dijo que se veía precioso. A mí no me o pareció al principio, así que seguí jugando con mi pelota. Pero luego… luego me pareció que sí, que sí que se veía bonito.

Además, el reflejo de uno se veía realmente gracioso cada vez que pasaba frente a aquella cosa. Como más simpático, más alegre.

Un día, al volver del partido de fútbol, me puse de pie ante el espejo y comencé a haber muecas graciosas, ¡y mi otro yo parecía reírse! En ese instante me atacó un acceso de carcajadas que alertó a mi mamá.

—Pero hijo, Pedrito, ¿qué haces? ¿Por qué estás riendo así? —me preguntó, asustada.

—Es que me estoy burlando del chico del espejo.

—Ese chico eres tú.

—No, no soy yo, solo es un chico que se parece a mí.

Mi mamá me miró con extrañeza y luego decidió volver a su cuarto de costura. Yo seguí jugando a hacerme caras y muecas graciosas a mí mismo.

Desde ese entonces, jugar enfrente del espejo se convirtió en la mejor diversión del mundo. Me encantaba verme a mí mismo mientras hacía todo tipo de gracias y soltaba risotadas que no sabía si empezaba yo, o mi gemelo. A pesar de todo, a mamá no le gustaba verme así. Comenzó a preocuparse y a mirarme con miedo cada vez que iba hasta el recibidor.

—¿Por qué no sales a jugar afuera o pones un videojuego? No puede ser que te pases horas ahí, haciendo caras —me dijo un día.

—¿Qué dices, mamá? Pero sí solo me pongo frente al espejo durante un ratito.

Mi mamá me miró con ojos desorbitados. Luego, un día decidió quitar el espejo y me puse terriblemente triste. No me quiso decir donde lo había guardado.

—Creo que será mejor que te distraigas con otras cosas, como los chicos de tu edad —me dijo, esquiva.

Esa noche no pude dormir. No dejaba de pensar en mi reflejo, en aquel espejo que sin saber por qué, me había traído tanta felicidad. Hasta que alguien susurró mi nombre.

Era mi propia voz. Pero yo no había pronunciado una palabra.

Me levanté de la cama y sigilosamente, subí hasta el ático, de donde provenían los susurros. Eran de mi reflejo. Lo encontré guardado en un viejo baúl, entre un montón de cajas con trastos que nadie usaba y adornos de Navidad. Ahí estaba mi espejo.

Sonreí y mi reflejo sonrío también. Luego extendí la mano hacia él y el vidrio desapareció…

Desde entonces ya no vivo en mi verdadera casa, sino en la casa del otro lado. Es exactamente igual, aunque todo este del revés. La madre de mi gemelo me trata muy bien y me deja jugar cuanto quiero. No tengo que hacer deberes.

Pronto, ella también traerá a mi mamá para que estemos juntos.

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