No obstante los ingentes esfuerzos realizados, no pude emular, ni siquiera aproximarme al autentico sonido emitido. No fueron suficientes mis carraspeos inútiles ni el taconeo desesperado de mis zapatos.
Agradezco de ese tenso momento, la sensatez y apoyo tácito de mi tío jorge, que cenaba muy abstraído a unos metros de distancia.
Advertí, a pesar de la difícil situación, que en ese instante una línea divisoria e imaginaria, se había tenuemente bosquejado entre nosotros, que algo tan simple y natural como indeseado, nos separaba, pero que paradojalmente, también nos unía.
Claro que el castigo de mamá había sido injusto y mi sensibilidad de niño no lo pudo aceptar, por lo que irrumpí en un llanto inconsolable. Avergonzado me refugié en un rincón del comedor y me senté apoyado en la pared con las piernas recogidas, escondiendo el rostro congestionado en mis manos. Las convulsiones propias del llanto, que en vano trataba de ahogar, fueron lentamente activando otros músculos. Sentía una inmensa pena, superior a la vergüenza de llorar.
Surgió de pronto, completamente ajeno a las circunstancias, ignorante de todo protocolo, rompiendo el dramatismo del momento. Fue rotundo, nítido, majestuoso, como un grito que clama justicia. Mi tío ciertamente fingió no haber oído el estampido del pedo, que fue breve, de rara tonalidad metálica, diríase hasta musical.
El gesto de mi tío fue altruista, solidario y estoico. Pudo enfadarse con justa razón por haberlo sacado intempestivamente de su concentrado plato de tallarines o burlarse de mi hasta el día de hoy, pero lo cierto es que esa ventosidad extemporánea y traidora, dio la partida, como un disparo, a una silenciosa y reservada complicidad.