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El granjero Bonachón tenía una granja en la que todos los animales hacían exactamente lo que les apetecía. Las vacas se paseaban por el prado y charlaban con los caballos, y los cerdos dormían muy contentos en sus pocilgas. Pero las más alegres eran las gallinas. Había cinco: Enriqueta, Filomena, la vieja tía Copete, Beatriz, que se sentía muy orgullosa porque era bonita, y Bonifacia, la jefa de las gallinas, la más menuda de todas ellas, que se aposentaba en su percha y tocaba un flautín mientras el resto de las gallinas ponían huevos en sus nidales.
Cada vez que el granjero Bonachón quería tomar un huevo para desayunar, no tenía más que asomarse a la ventana de la granja y gritar: "Toca el flautín, Bonifacia", e inmediatamente las gallinas ponían huevos.
Una mañana, el granjero Bonachón reunió a todos los animales de la granja. Las gallinas se sentaron delante de los patos, y los demás animales permanecieron agrupados detrás de ellos.
—Tengo malas noticias —dijo el granjero Bonachón—. Lo siento, amigos, pero me he visto obligado a vender la granja. A partir de mañana trabajaréis para don Cascarrabias.
—Vaya por Dios —se dijeron los animales—. Esperemos que nos trate con amabilidad.
Los animales andaban preocupados cuando a la mañana siguiente se presentó don Cascarrabias para inspeccionar la granja. Era un hombre delgado y feo que jamás sonreía. Llevaba unas relucientes botas y un grueso bastón. A ninguno de los animales le cayó simpático. Primero habló a los cerdos: —¡Qué pocilga más sucia! ¡Buscad cepillos y agua y limpiadla en seguida! Luego se dirigió a los caballos: —Estáis todos demasiado gordos. Pronto os pondré en forma haciendo que tiréis de la carreta hasta el mercado.
Luego riñó a las vacas por su aspecto adormilado. Por último visitó el gallinero, donde las gallinas estaban sentadas tranquilamente en sus nidales esperando a que Bonifacia tocara su flautín. Al ver a Bonifacia, don Cascarrabias se encolerizó: —¡Esto es un gallinero, no un concierto! Vete, Bonifacia. No quiero veros ni a ti ni a tu flautín en esta granja nunca más. Mañana vendrá otro jefe a espabilaros! ¡Holgazanas, más que holgazanas!
Así que Bonifacia hizo su maletín y abandonó la granja. A la mañana siguiente, temprano, Enriqueta miró por la ventana y vio a un enorme y joven gallo paseándose arriba y abajo. Tenía una cresta colorada, largos y relucientes espolones y portaba bajo el ala un bastón ligero con la punta de bronce.
—Me llamo Quiquiriquí, y estoy aquí para meteros en cintura —cacareó muy fuerte—. Con que ya podéis iros espabilando. Es hora de levantarse y poner huevos.
Las gallinas se pusieron en fila para que Quiquiriquí las inspeccionara. Primero le gritó a Enriqueta:
—Hoy no has aseado tus plumas. Están que dan asco.
Luego le tocó el turno a Filomena: —Mañana, a primera hora, debes pulir tus uñas. Son una vergüenza.
A continuación estuvo de lo más grosero con la pobre tía Copete:
—Deja de sonreír, estúpida, o te sacudiré con mi bastón.
Luego las obligó a todas a desfilar por el corral hasta quedar extenuadas. Es decir, a todas menos a Beatriz, pues Quiquiriquí se había encaprichado de ella.
—Tú no te muevas, querida —dijo—. Eres demasiado bonita para cansarte caminando arriba y abajo.
Las demás gallinas marchaban detrás de Quiquiriquí. "Izquierda, derecha, izquierda, derecha, media vuelta, izquierda, derecha", gritaba. Ninguna de las gallinas tenía costumbre de desfilar a paso de marcha. Filomena se torció la pata, Enriqueta se metió en el establo por error, y la pobre tía Copete se sentó a descansar entre las coles y se quedó dormida como un tronco.
A la mañana siguiente, al despuntar el día, las gallinas se despertaron al oír a Quiquiriquí cacareando a voz en grito: —¿Cuántos huevos habéis puesto esta mañana? Nadie desayunará hasta no haber puesto por lo menos un huevo.
Cuando regresó a los diez minutos, no halló ningún huevo.
—Todo el mundo al corral, haremos otra larga marcha, esta vez subiremos a la cima de la colina y volveremos a bajar.
Todas se pusieron en marcha, excepto Beatriz, que se quedó comiendo maíz de un gran saco.
Cuando Quiquiriquí entró más tarde en los nidales, no había un solo huevo. ¡Las gallinas estaban tan asustadas que no podían poner huevos!
Bonifacia se puso a pensar en algún medio para ayudar a las gallinas y le pidió consejo al buho Oliverio.
—No digas nada y vigila —dijo éste.
Entonces, una mañana, Bonifacia oyó a don Cascarrabias gritarle a Quiquiriquí:
—Como no obtengas un huevo muy pronto, tendrás que irte. Buscaré a otro gallo para que se ocupe de las gallinas.
Quiquiriquí estaba muy cariacontecido.
—Déme otra oportunidad, señor —rogó—. Le prometo que mañana temprano pondrán huevos. ¡Por favor!
Aquella tarde, Bonifacia siguió a Quiquiriquí cuando éste se dirigió al estanque y robó todos los huevos de pata que encontró. Con mucho sigilo, los depositó en los nidales mientras dormían las gallinas.
Dijo Quiquiriquí - don Cascarrabias que por fin las gallinas habían comenzado a poner huevos.
—Bien —dijo don Cascarrabias-. Mañana temprano inspeccionaré los nidos. Si hay suficientes huevos, conservarás tu empleo.
Cuando Quiquiriquí se acostó, Bonifacia fue a ver a su amigo el viejo gorrión.
—¿Puedes prestarme cuatro huevos de gorrión muy pequeños por esta noche? Mañana por la mañana te los devolveré.
—Por supuesto -dijo el gorrión, y le entregó cuatro diminutos huevos. Sin ser vistos, retiraron entre ambos los huevos de pata y colocaron en su lugar los huevos de gorrión. Después durmieron hasta el amanecer, cuando toda la granja se despertó con el ufano cacareo de Quiquiriquí:
—A levantarse todo el mundo. Esta mañana vendrá don Cascarrabias en persona a inspeccionar los huevos.
Antes de que las gallinas tuvieran tiempo de meterse en los nidales, entró en el gallinero don Cascarrabias.
—Bien, veamos esos huevos.
Lo siguiente que oyeron todos fue un potente alarido.
—¡Has querido engañarme, Quiquiriquí! Estos huevos son de gorrión, no de gallina. Vete de mi granja inmediatamente. ¡Cómo te atreves a burlarte de mí!
Quiquiriquí salió huyendo de la granja y todos los animales rompieron a reír de gozo. Entonces la pequeña Bonifacia salió de detrás del gallinero y se puso a tocar su flautín, y en el acto todas las gallinas se metieron en sus nidales y empezaron a poner huevos.
—Pero si esto es estupendo —dijo don Cascarrabias, sonriendo por primera vez al ver cinco huevos frescos—. Te devuelvo tu puesto de jefa de las gallinas. De ahora en adelante puedes seguir tocando tu flautín para que las gallinas pongan huevos. ¡Tendréis música mientras trabajáis y raciones dobles de desayuno!
Las gallinas cloquearon alegremente, las vacas mugieron satisfechas, los caballos relincharon y Bonifacia, la jefa musical de las gallinas, tocó su flautín entusiasmada.
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