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Pepito era un niño huérfano que vivía con otros niños en una cabaña abandonada en medio del bosque. No tenían mucho, pero se apañaban con lo que conseguían. En los pueblos había mucha gente buena que les ayudaba y se acercaba a la cabaña a llevar comida y mantas. Y en el bosque tenían toda la leña que necesitaban para calentarse.
Pero un día la gente de los pueblos empezó a marcharse y, la que quedaban apenas tenía para subsistir, así que poco podían ofrecer a los huérfanos de la cabaña del bosque.
Y así, poco a poco, la cabaña dejó de recibir visitas de los buenos samaritanos que les habían ayudado durante esos años.
Los niños estaban muy tristes. A veces se acercaban a los pueblos, pero al ver la miseria en la que vivían sus habitantes se daban la vuelta. Los niños se tenían que conformar con lo que conseguían en el bosque, que no era mucho.
Un día, Pepito, uno de los niños, encontró un grano de centeno.
—Mirad, compañeros, tengo un grano de centeno. ¿Quién me ayuda a plantarlo?
Pero ninguno de los niños hizo caso a Pepito. Todos prefirieron quedarse mirando, reservando fuerzas.
—Solo es un grano de centeno —dijo Marcos, el mayor de los muchachos—. ¿Qué crees que vas a conseguir con eso?
Pepito hizo casi omiso a su compañero y plantó el grano de centeno. Todos los días lo regaba y, cuando brotó, construyó un protector con ramas y unas rejillas que había encontrado entre la basura para que nadie estropease la pequeña planta.
Rufus, un viejo perro callejero que se había instalado en la cabaña, le ayudaba a cuidar y a proteger la planta.
Después de un tiempo el grano de centeno se convirtió en una hermosa planta.
—¿Me ayudáis a cortar la planta y a trillarla para coger los granos? —preguntó Pepito a sus compañeros.
Uno de los niños le contestó.
¿Qué pretendes hacer con eso, Pepito? Déjanos en paz y no molestes.
Solo Rufus parecía dispuesto a ayudar a Pepito. Y así, entre los dos, cortaron la planta y la trillaron para sacar los granos.
—¿Me ayudáis a moler los granos de centeno? —preguntó Pepito.
Esta vez ninguno se molestó en contestar.
—Vamos, Rufus, entre tú y yo nos las apañaremos —le dijo Pepito al perro.
Como no tenían con qué moler la harina, Pepito y Rufus se acercaron al pueblo a ver si alguien les podía dejar un mortero. Cuando lo encontraron, Pepito volvió a la cabaña y empezó moler los granos hasta conseguir harina.
—¿Queréis ayudarme a preparar pan con esta harina? —preguntó Pepito.
—Vale ya, Pepito, que con eso no vas a conseguir nada —le dijo Marcos.
Y era cierto. Para hacer pan necesitaría, además de la harina, agua y levadura. Así se acercó al primer pueblo a ver si conseguía un poco de levadura. Pero en el primer pueblo le dijeron que allí hacía tiempo que no tenían levadura.
Pepito fue al segundo pueblo. Pero allí encontró la misma respuesta. Recorrió tres pueblos más y solo en el último encontró a una señora que le dio un poco de levadura. Este le dijo:
—Te voy a dar un poco de levadura que consigo yo misma. Da mucho trabajo, pero te enseñaré a hacerla para que la tengas para la próxima vez.
—¿Puedo hornear el pan aquí con usted? —preguntó Pepito—. No tengo horno. Y, la verdad, —tampoco sé hacer pan.
La señora aceptó y enseñó a Pepito a hacer el pan y, mientras este se horneaba, le explicó cómo hacer la levadura usando un poco de harina que habían reservado.
Cuando el pan estuvo listo, Pepito lo compartió con la amable señora y con Rufus, que tanto había trabajado junto a él.
Ninguno se dio cuenta de que la casa se había rodeado de un montón de niños que habían acudido al olor del pan. Solo después de acabar el pan escucharon jaleo fuera de la casa y salieron.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Pepito.
—¿Es que no pensabas compartir el pan con nosotros? —preguntó Marcos.
Pepito respondió:
—No quisisteis ayudarme a plantar la semilla, ni a cuidar la planta, ni a trillarla. Tampoco quisisteis saber nada cuando quise hacer la harina ni tampoco me ayudasteis a hacer el pan. Simplemente, pensé que no os interesaba comerlo y no quiso ir a molestaros más, como me pedisteis.
Pepito y Rufus se quedaron a vivir con aquella señora y, entre los tres, plantaron más centeno, usando varios granos que Pepito había guardado antes de hacer la harina.
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