Sin ser demasiado avisado uno ya al arribar al San Calixto se daba cuenta del evidente el dominio que ejercía sobre todos un tipo al que mentaban con reverencial temor como El Hijo de la Sirena.
Cuando logré percatarme de a quien se referían no pude evitar sonreír. Se trataba de Lexial Zarga, el más chico y enclenque del curso y, por cierto, también un descarado dictador. Su mando se ejemplificaba a cada rato: una vez le dio tal puñetazo a León que le dejó conversando la nariz con una amígdala; a la Maca siempre le robaba el almuerzo y el postre se lo echaba con destreza por el cuello de la blusa; al Peyo lo tenía de lustrabotas personal.
Lo increíble del caso es que todos se dejaban hacer temblando y hundiendo la cabeza en el pecho.
Un día no soporté que me ordenara robar papas fritas del kiosko y lo mandé a la mierda.
— No sabes con quien te metes. Soy El Hijo de la Sirena— me dijo ceremonioso.
Esa noche dormí perfectamente. Soñé con una sirena preciosa, de cabellera larguísima que me arrullaba cantando y acariciándome las mejillas. Era tan magnífico el sueño que desperté a las diez de la mañana después de la esperada clase de fútbol. Eso no sería nada. Lo realmente malo es que la visita onírica se repitió con dramática frecuencia haciendo que me perdiera exámenes impostergables.
Estaba a punto de repetir el año así que, desesperado, junté fuerzas y esperé a Lexial a la salida de clases. Venía rodeado de gorilas. Yo fui más ágil y, en hombros, lo llevé directo a su casa. Desde entonces soy su chofer. Y su auto.
"Puto camello", me llama el Señor.