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Oyó la conversación y no podía creer lo que pasaba.Tras las cortinas, el inspector Cambalache permanecía escondido mientras aquellas dos personas tan siniestras planeaban el robo de los cuadros más valiosos del museo de la ciudad. El pobre inspector estaba muerto de miedo, y no sabía qué hacer. Así que esperó a que los ladrones se marcharan para salir de su escondite y avisar a sus compañeros de la comisaría para que evitaran el robo.
Pensaréis que el inspector Cambalache era un poco cobarde. La verdad es que sí, pero él se defendía diciendo que era una persona prudente y que pensaba bien las cosas antes de actuar.
El caso es que el inspector Cambalache sacó su móvil para avisar a la policía y al museo. Salió muy contento por la puerta, con una sonrisa de oreja a oreja, con el teléfono en la oreja esperando a que le cogieran la llamada.
Justo cuando cruzaba la puerta para salir a la calle, alguien con una pinta extraña le preguntó:
-¿Por qué sonríe usted tanto, inspector?
-¡Ja ja ja!- se rió él, muy orgulloso de sí mismo-. Sonrío porque voy a evitar un terrible robo esta misma mañana-.
-¿Sí? ¿De veras?- siguió preguntando aquel extraño -. ¿Dónde se va a producir el robo?
-Pues en el museo de la ciudad.
No pudo seguir hablando. En ese momento, alguien agarró por detrás al inspector Cambalache, le quitó el móvil y le tapó los ojos con una venda. Entre dos le sujetaron los brazos contra su propio cuerpo y lo metieron en una furgoneta que justo acaba de aparcar enfrente.
El pobre inspector se dio cuenta de su error. ¿Quién le manda a él ir contando sus planes por ahí, a cualquiera que le preguntase? Su propio orgullo le había traicionado. Pero no era momento de lamentarse. Tenía que pensar en cómo podía librarse de aquellos malhechores.
Al cabo de un rato, la furgoneta paró. Aquellos hombres bajaron al inspector Cambalache. Entraron en algún sitio que parecía abandonado, bajaron unos cuantos pisos en un ascensor, le quitaron la venda y lo metieron en lo que debía ser un sótano. Allí lo dejaron encerrado y se fueron.
-No estábamos seguros de que hubieras conseguido seguirnos, Cambalache- empezó a decir uno de los bandidos -. Cuando acabemos de robar los cuadros vendremos a ajustar cuentas contigo.
Y se marcharon, dejándolo solo en aquella horrible habitación sin ventanas y con una lúgubre bombilla que parpadeaba cada poco. Solo una mesa vieja y una silla de hierro oxidado le hacían compañía.
Se sentó en la silla a pensar en su mala suerte y en su estúpido orgullo cuando, de pronto, de un agujero de la estancia salió un misterioso gato negro con algunos mechones de color claro.
La verdad es que el inspector Cambalache no era muy amante de los animales, pero en aquel momento aquella compañía le resultó un gran alivio.
-¿Qué hace aquí un gato metido? -dijo el inspector, por aquello de entablar conversación mientras esperaba, aunque bien sabía él que los gatos son poco conversadores.
-Miau -respondió el gato, como era de esperar, con un maullido triste y lastimero.
-Pobrecito -siguió diciendo el inspector -. Seguro que estás muerto de hambre.
-¡Qué hambre ni qué pamplinas!
El inspector Cambalache pegó un salto.
-¡Estoy loco! ¡Estoy loco! -gritó corriendo alrededor de la sala -. ¡No llevo aquí ni cinco minutos y el encierro ya me ha afectado a la sesera!
El gato empezó a merodear alrededor del inspector Cambalache, mientras el pobre hombre se afanaba por alejarse todo lo que podía de de aquel gato.
-No estás loco, Cambalache -empezó a decir el gato-. Soy un gato que habla, y ya está. ¿No conoces a ninguno, o qué?
El inspector Cambalache no salía de su asombro. Pero, como no le quedaba otra que hablar con aquel gato, le contestó:
-La verdad es que ignoraba que los gatos hablaran. ¿Cómo es posible?
-¡Y qué más da! ¡¿Es que te corre horchata por la venas?! ¡¿Están a punto de robar los cuadros más valiosos de la ciudad y tú te quedas ahí preguntándome por tonterías?!
-¡Es cierto! ¡Tenemos que hacer algo! Tengo que salir de aquí.
El inspector empezó a dar vueltas a ver qué podía coger para forzar la puerta. El gato, que no era capaz de comprender a aquel detective tan poco avispado, le dijo con sorna:
-¿No te has preguntado por dónde he entrado yo? Porque no estaba cuando tú entraste, ¿recuerdas?
-Vaya, es cierto. ¿Cómo has entrado? Tal vez pueda yo salir por ahí.
El gato le enseñó el agujero al inspector. Como era demasiado pequeño para él, Cambalache cogió la mesa y la partió de un golpe contra el suelo. Sacó una de las patas y la utilizó para hacer palanca y romper la pared. Tal vez no fuera muy listo, pero Cambalache era increíblemente fuerte.
El inspector y el gato salieron a la calle. No sabía dónde estaba, ni podía avisar a nadie.
-¿Cómo vamos a llegar al museo?- se lamentó.
-Tranquilo, tengo una idea -dijo el gato-. Ven conmigo.
El gato, que conocía muy bien la zona porque llevaba tiempo viviendo por allí, condujo al inspector Cambalache hasta un garaje en el que había una avioneta.
- Sube -dijo el gato.
-¿Qué? ¿Cómo? ¡Hace años que no piloto! No sé si podré hacerlo...
- Eres policía y no tenemos demasiado tiempo así que tendrás que intentarlo.
El inspector Cambalache pensó que no tenía nada que perder así que se concentró y consiguió poner la avioneta en marcha. Despegaron y en unos minutos estaban en el tejado del museo.
Aterrizaron en el tejado del museo. Bajaron de un salto de la avioneta y se metieron en el museo rompiendo la claraboya de la sala central. Las alarmas saltaron por la rotura de los cristales justo cuando los ladrones empezaban a meter los lienzos en sus bolsas. Asustados, los ladrones intentaron huir, pero la policía había llegado ya y los cogieron “in fraganti”.
El inspector había sufrido un fuerte golpe en la cabeza al caer y estaba inconsciente en el suelo mientras esto sucedía.
Cuando despertó en el hospital no estaba muy seguro de lo que había pasado. Cuando le contó a la policía y a los médicos lo que recordaba todo el mundo lo tomó por loco. Pero cuando él mismo empezó a dudar de su cordura, un gato negro con mechones claros apareció en la ventana y le guiñó un ojo.
Loco o no, el inspector Cambalache era un héroe y fue premiado con la medalla de honor de la ciudad por evitar el robo. Eso sí, no volvió a contarle a nadie sus planes, por si acaso.
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