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Había una vez un muchacho valiente que recorría el mundo a caballo. En cada pueblo encontraba gente amable que le ofrecía techo y comida para pasar la noche.
A todos les agradecía su amabilidad dejándoles oro y piedras preciosas. Como era muy cumplidor, en todos los sitios decía lo mismo: “El día que decida dónde vivir me quedaré aquí”.
La gente quedaba muy contenta con la visita de aquel joven aventurero por su generosidad y amabilidad, y esperaban que algún día cumpliera su promesa.
La noticia de que un aventurero agradecía la hospitalidad con oro y piedras preciosas viajó por todo el mundo y, para ganarse los favores del joven, la gente de los pueblos por los que pasaba le atendía como a un príncipe. Pero nadie decía nada de la promesa del muchacho.
Un día, el joven aventurero enfermó y tuvo que alojarse en una posada del camino donde no había más que un anciano y su nieto.
Un mensajero de cada pueblo donde había estado el muchacho salió a buscarlo para llevárselo y que cumpliera su promesa.
Cuál fue la sorpresa de cada mensajero cuando se encontró allí con otros muchos que reclamaban lo mismo.
-En mi pueblo cuidaremos a este muchacho mejor que nadie -decía uno.
-Es mi ciudad donde este valiente aventurero estará mejor tratado -decía otro.
Y así, discutiendo por quién debería llevarse al joven, pasaron los días. Mientras tanto, el anciano y su nieto cuidaron del muchacho y de su caballo.
El anciano, preocupado por la algarabía que se estaba formando fuera, se acercó al muchacho y le dijo:
-Amigo, tienes que elegir ahora. Si no lo haces, la gente que hay fuera va a acabar luchando por ti.
El muchacho no entendía por qué reñían, así que se levantó y salió fuera.
-No os preocupéis, estoy mejor. En unos días podré seguir mi camino.
-Nos engañaste -dijo uno de los mensajeros-. A todos nos dijiste que elegirías nuestro pueblo para vivir cuando llegara el momento.
Entonces, el joven aventurero se dio cuenta de que no había sido honesto con la gente que le había atendido.
-Eso que os dije no era más que un cumplido, cosas que se dicen para quedar bien con la gente y que no significan nada -dijo el joven.
-¿Para eso nos hemos esforzado en atenderte como a un rey? -dijo uno de los enviados.
-Si vuestra amabilidad era por mi oro y mis joyas, no os preocupéis. Lo he perdido todo -dijo el joven.
Los mensajeros, al oír aquello, se fueron por donde habían venido. Si el joven no tenía nada que ofrecerles ya no les servía de nada.
Solo uno de los mensajeros se quedó allí. El hombre le dijo:
-Fuiste agradecido y agradable en tu paso por mi pueblo. Cuando nos necesites, allí tienes tu casa.
-¿No quieres oro ni piedras preciosas? -preguntó el joven.
-Ganaste nuestro corazón mucho antes de ver tu fortuna. Además, con lo que tenemos es suficiente.
-Gracias, amigo. Algún día volveré, y esto es una promesa, no un cumplido.
El joven se recuperó y volvió a viajar. Aunque nada se sabe de dónde acabó, el joven caballero visitaba todo los años aquel pueblo donde tan bien le recibían.
En sus viajes, conoció nuevos pueblos y ciudades. Pero ya no prometió volver para quedarse. En su lugar, prometió volver a visitarlos cuando volviera a viajar por aquellas tierras.
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