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En cierta ocasión, un león se paseaba por sus dominios en busca de algo para comer. Era un león grande y fiero que imponía mucho respeto al resto de los animales, pues por algo era el rey de la sabana.
Siempre que aparecía por sorpresa, los pájaros comenzaban a trinar como locos porque era el modo que tenían de avisar a todos los demás de que se avecinaba el peligro. En cuanto sonaba la voz de alarma, los antílopes se alejaban dando grandes zancadas en busca de un sitio seguro, las cebras aprovechaban las rayas de su cuerpo para camuflarse entre ramas secas, y hasta los pesados hipopótamos salían zumbando en busca de un río donde meterse hasta que el agua les cubriera a la altura de los ojos.
Ese día, como era habitual, los animales se esfumaron en cuanto llegó a sus oídos que el león andaba por allí. Bueno, casi todos, porque algunos ni se enteraron, como le sucedió a una liebre que dormía profundamente sobre la hojarasca. Hacía calor y el sueño le había vencido de tal manera que no escuchó los gritos de los pajaritos.
El león rápidamente la vio y se relamió pensando que era una presa muy fácil. ¡No se movía y la tenía a su total disposición! Emitió un pequeño rugido de satisfacción y, justo cuando iba a abalanzarse sobre ella, vio a lo lejos un ciervo que, por lo visto, también se había despistado porque estaba un poco sordo.
El león se quedó quieto, sin moverse. El ciervo estaba distraído mordisqueando las hojas de un arbusto y tenía que tomar una rápida decisión.
– ¿Qué hago? ¿Me como esta liebre que tengo delante o me arriesgo y voy a por ese ciervo? La liebre no tiene escapatoria posible, pero es muy pequeña. El ciervo, en cambio, es grande y su carne deliciosa… ¡Está decidido! ¡Me la juego!
Salió corriendo a la máxima velocidad que le permitieron sus robustas patas para perseguir a la presa más grande. Pero el ciervo, que divisó al felino con el rabillo del ojo, reaccionó a tiempo y huyó despavorido.
La carrera de león fue inútil; sólo consiguió levantar una polvareda de tierra a su paso que le produjo un picor enorme en los ojos y una tos que casi le destroza la garganta.
– ¡Maldita sea! ¡Ese ciervo ha conseguido escapar! Me he quedado sin cena especial… En fin, iré a por la liebre, que menos es nada.
El león regresó sobre sus pasos en busca de la presa más pequeña. Suponía que seguiría allí, plácidamente dormida, pero el animal ya no estaba. Por lo visto, un ratoncito de campo la había despertado para avisarla de que, si no se daba prisa, el león se la zamparía en un abrir y cerrar de ojos.
El rey de los animales se enfadó muchísimo.
– ¡La liebre también ha desaparecido! ¡Está visto que hoy no es mi día de suerte!
Al principio, al león le reconcomió la rabia, pero después se tumbó a reflexionar y se dio cuenta de que no había sido cuestión de suerte, sino que la caza había fracasado por un error que él mismo había cometido.
– ¡En realidad, me lo merezco! Tenía una presa segura en mis manos y por ir a por otra mejor, la dejé ir. Al final, me he quedado sin nada ¡Pero qué tonto he sido!
Y así fue cómo el león no tuvo más remedio que continuar buscando comida, porque a esas alturas tenía tanta hambre que las tripas le sonaban como si tuviera una orquesta dentro de la barriga.
Moraleja: Como dice el refrán, más vale pájaro en mano que ciento volando. Esto significa que, a menudo, es mejor conformarse con lo que uno tiene, aunque sea poco, que arriesgarse por algo que a lo mejor no podemos conseguir.
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