El cielo, fiel aliado de aquellos monstruos, amenazaba a los caballeros con su lúgubre y desoladora oscuridad, mientras dejaba caer sobre el páramo una finísima y despiadada lluvia. Al fondo, más allá de los bosques sombríos que limitaban el santuario, las montañas, sumidas en una niebla cruel, se alzaban con arrogancia.
Entretanto, en el antiguo santuario, los caballeros azules de la Orden de Wikglor, cincuenta en total, se enfrentaban sin tregua a los terribles y sanguinarios Nurin-auks, demonios negros del primer mundo infernal, que habían sido liberados cinco lunas atrás por obra del malvado Durfild el Nigromante.
Todo comenzó dos semanas antes cuando éste, disfrazado de monje, entró en el castillo Wikglor y robó el Libro de los Siete Reinos. Con el libro en su poder, regresó a su morada, la torre de Ningraff, y allí invocó a los Nurin-auks, con el fin de arrasar los principados del Este, resistentes al ataque de las tropas del oscuro general Kailos.
Así pues, los demonios se pusieron en camino y después de un viaje de cuatro días a través de las extensas y desoladas llanuras que unían Ningraff y Wikglor, llegaron a la frontera. A la noche siguiente, ya se estaban enfrentando con los caballeros locales en un santuario próximo a aquélla.
Bajo la mirada inquisitiva y a la vez vacía de las estatuas que rodeaban la parte principal del lugar, los caballeros, montados sobre corceles negros, mantuvieron a raya a los Nurin-auks. Sus armaduras, y a veces también sus espadas, resplandecían con los fogonazos que los ojos de aquellas bestias desprendían a cada momento, señal de su extremada maldad o tal vez de su ansia de destrucción... De repente, por detrás de las viejas estatuas y el enorme monumento ecuestre que se alzaba al otro lado de donde ellos estaban, una lluvia de afiladas flechas se mezcló con la delgada cortina de agua que cubría la noche. Los demonios bramaron de dolor al sentir la aguda caricia de las saetas.
Y antes de que pudieran volver a concentrarse en la lucha, los invisibles arqueros volvieron a atacar.
Los jinetes, aprovechando este momento de confusión, decidieron separarse. Unos marcharon hacia la estatua ecuestre, más allá del río que partía en dos el santuario, otros en cambio, hacia la larga escalinata que servía de entrada, y los demás a la calzada de piedra que, al otro lado de la muralla oriental, discurría monte abajo hasta perderse de vista.
Cuando llegaron se volvieron, espadas en alto, hacia las criaturas. Después contuvieron el aliento, preparados para el segundo acto.
Señor Rubén: Muy lindo su cuento,espero con ansias el "Segundo Acto"... Con tantos nombres y ya siendo tan tarde tuve que concentrarme (ando cansada), pero estuvo muy interesante y por eso lo leí completo. Me gusta su estilo de narrar... Lo leí porque una vez me dejó un comentario "Ese de Chavez, jejeje". Y tuve curiosidad por saber de sus escritos, le he puesto un diez, se lo merece. PD: Exquisita imaginación. Felicidades. Atte; Nathalie Ledo