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El limbo

EL LIMBO

Aquí, ahora

Apenas oigo el mecanismo de las cámaras que registran los movimientos de todos en este panóptico con celdas diminutas, de apenas dos metros cuadrados de base por dos y medio de altura. No sé cuantos estén como yo recluidos, ni si comparten mi pecado. Apenas calculo que han de ser miles por el ruido de la vajilla metálica cuando reparten la comida. Tampoco sé dónde me encuentre, llevo muchos días encerrado aquí, y solo hasta ahora, decido empezar a consignar mi historia mediante trazos en las paredes con este cubierto que he robado. En esta prisión no se me permiten más que estas penumbras siempre; pero la luz, tan persistente se las arregla para restar sosiego al pensamiento en las tinieblas. A veces por las hendiduras del cielo raso alcanzo a ver la luna y alguna parte del firmamento, y si bien por las noches esto es algo hermoso, no lo es cuando de día se filtran haces dañinos, que me dejan fuertes quemaduras. A veces creo que es el sol, aunque ya tengo dudas, pues antes de mi reclusión gracias a la red supe que pensaban instalar un satélite que reflejase los rayos de sol a la tierra. Entonces supongo que puedo estar en una región aislada en el Polo Norte, que es donde programan esos “soles” satelitales. Pero también me pone a dudar si influirá aquello de la capa de ozono o el calentamiento global, que pregonaban apocalípticas sectas de comienzos de siglo. A veces estas disociaciones lógicas, tan contradictorias y súbitas son el único consuelo que me queda: así se trate de una esquizofrenia inducida por algún tóxico, ello me da en que ocupar el tiempo. Son esos lapsos los que me alivian y ayudan a sobrellevar esta tortura peor que la muerte. Esa es la diferencia con el resto de los penitentes, de ellos puedo escuchar sus gritos al otro lado de las paredes: son hombres y mujeres como yo, pero que han perdido el juicio. No estoy aquí por inocente, he aceptado la responsabilidad de todo lo iniciado. Mi condena ha sido ejemplar, merecida y discreta; el hecho de que esté vivo obedece a la sabiduría de mis captores, quienes saben que la muerte sería un alivio en mi caso, y que todo el tiempo en tinieblas me hace recordar el dolor de una vida que se diluye en desvaríos.

Puedo rayar la pared con confianza, pues sé que a nadie se le ocurriría encender la luz hasta mi muerte. Sé que me queda poco tiempo, desde hace un año no muevo mis piernas, y la atrofia es evidente. Mis rodillas se encuentran completamente deformadas y he perdido la facultad de pronunciar palabra. A veces creo que esto último tiene que ver con la comida que al despertar siempre encuentro en alguna esquina del calabozo, esta tiene un sabor desagradabilísimo y nunca puedo ver realmente de qué se trata. Aunque sospecho que el alimento está envenenada, no puedo hacer nada más para sobrevivir que ayunar día de por medio, para así extender el plazo de los verdugos, que creo que será de años, aunque para mí eso no importe, ya que un instante puede ser meses, y años segundos. Sé que la muerte es inevitable, que es necesario dejar este testimonio para completar el ciclo. Quizá es necesario que este sea mi fin, el destino lo ha dispuesto así para que aproveche el tiempo y tenga oportunidad de describir el portento misterioso que han recibido mis ojos, y así remediar en parte el gran estropicio que mi soberbia creó. Pese a todo tengo la confianza de haber obrado rectamente y no me arrepiento, pues todo lo que hice fue por amor a la justicia y así el precio sea mi vida, bien lo vale. Morir en mi caso ya es una redundancia. Aunque a nadie importe quiero que quede claro, quizá la muerte esté atenta y sea tan piadosa como nosotros los mediocres. Pronto sé que dejará de esquivar mi penosa morada y refrendará nuestro trato.
No sé por donde empezar mi historia, cualquiera de los cabos que sujeto puede ser el principio. Supongo que empezaré por el antes, aunque ciertamente no pueda dilucidar claramente entre el pasado, presente y futuro. Mi nombre es Gerardo Nunez, y a la vez la historia del cracker más famoso del planeta, cuyo paradero hasta hoy es un misterio. Para quienes me conocieron jamás pasé de ser un hombre común y corriente: por las calles y desprovisto de mi portátil era yo un cualquiera con facha de nerd que penduleaba sus brazos inventando zancadas más ambiciosas que esos pasitos graciosos que doy. De “Gerardo Nunez”, ese nombre que ya me suena lejano, no queda ni el recuerdo de su desfile estrambótico por los pasillos de la Universidad de Santiago, y poco hay que revisarse en los archivos si todo ha sido alterado de nuevo. Pocos apostaban a mi favor para la vida, cien a uno –ciento dos con mi padre y mi hermano– era perdedor. De nada sirvió que fuera yo un niño genio, de que a los dos años ya pudiera leer y escribir, diferenciar toda la escala musical al oído, si al fin y al cabo todo mi ingenio se veía opacada por una introversión y un retraimiento que siempre me ha sido incomprendible. Fue algo enfermizo desde el principio. Solo en muy pocas etapas de mi vida he podido dominarlo. Nadie pensaba, y a veces que ni yo mismo, que fuese aquel estudiante retraído y torpe el mismo que la policía persiguió como el terrorista más peligroso del siglo. Pero era yo, y no daba crédito a mis ojos. Ignoro cuándo empezó todo el asunto, quizá cuando mi padre me obsequió el primer Computador Personal en el que aprendí a programar rápidamente, o si cuando tuve plena conciencia y seguí delinquiendo. Quizá mi curiosidad o mi maldad, no sé. Las primeras veces lo tomé como una travesura y hasta me alentaba el miedo a ser descubierto. Solo cuando supe que me perseguían por haber infectado con un virus inocuo a doce mil computadoras en la red, fue que cuestioné seriamente mi conducta y me prometí no volver a hacer diabluras. Pero de otro lado aún era un hacker, y no necesariamente un criminal. Entonces busqué otros objetivos. Pensé en aprovechar ese talento en el vil dinero, pero algo en mí ya se asqueaba, sin embargo el destino tejió la celada: empecé motivado porque la más grande empresa de seguridad informática –SOFTCORP– ofrecía un millón de cib$ para quien interfiriera sus sistemas. En ese entonces sabía algo de programación, no lo suficiente. Hasta invertí dinero en comprarme un PC de más potencia, ilusionado que al cabo de tres meses de inversión violaría los sistemas de la compañía de seguridad más fiable del mundo y ganaría todo el dinero que jamás podría gastar. Fue todo un reto personal, estuve cerca, pero aún era un joven inexperto, solo tenía yo diecisiete años. El ganador terminó siendo un estudiante finlandés que logró colapsar el portal a las @527 de un 18 de julio de no recuerdo ya que año. Pese a mi derrota, a partir de ese día, fui imponiendome pequeños retos personales y los cumplí con estricta religiosidad: borré bancos de datos, boicotié portales cuyos contenidos no me parecían apropiados por sesgados, saboteé eventos, cloné páginas de agencias informativas y con ello puse mi granito de arena para seguir desinformando el mundo.Tiempo después me sentí lo suficientemente capaz y motivado para emprederla contra Softcorp, la multinacional de seguridad electrónica, que ahora había contratado al estudiante finlandés para ser el jefe de sus sistemas de seguridad. En alguna ocasión tuve la oportunidad de robar o copiar más de cien mil números de cuentas de crédito. Hasta la extorsión se cruzó por mi cabeza, pero desistí por dos razones: la primera porque no me consideraba un criminal, la segunda porque no quería tener a todos los sabuesos electrónicos rastreándome ni verme obligado a vivir clandestinamente. En aquel entonces, debido a mi juventud e inexperiencia la segunda razón pesó lo suficiente. La primera razón ya tendía a desdibujarse.

Me acusan de ir contra la moral y la norma, pero yo digo que un criminal tiene un sentido de la moral mayor al que se somete a la norma por simple cobardía. Porque en el transgresor la moral propia se ve desplazada por la necesidad más altruista, que se antepone incluso a los códigos y no se disuade ni por la inminencia del castigo. En sí el castigo se vé como un sacrificio que es compensado con la sensación de obrar rectamente. Si alguien hasta este momento me considera su enemigo, no lo culpo. Pero le compadezco en su egreimiento, porque no puede ni podrá ser mi enemigo. Mis enemigos son los más grandes que cualquiera pudiera imaginar, y siempre he estado dispuesto a pagar con la muerte si es el caso por derrotarlos. Pero esto es otra cosa. Estar encerrado y en las tinieblas es peor. Espero mi hora. Al igual que miles de millones.
El primer golpe laureado, que me lanzó a la fama de los cientos de anónimos ciberdelincuentes célebres, lo obtuve luego de once horas al frente de mi computador. Fue un 13 de marzo, a las @121, obtuve el acceso desde una terminal amiga que no apagó el general Edward Manx –Jefe de la misión tecnológica de la NASA– quien estaba más pendiente de las peripecias sexuales de su secretaria que de su trabajo. Aún me parece verlos copulando sobre el escritorio de caoba que quedó impreso en la –ahí sí– nítida memoria de la opinión pública, que no le perdonó el error de dejar a merced de un loco como yo todos los sistemas del mundo y por eso le mostraron su arrugado trasero, más para vilipendiarlo que para el establecimiento jactarse de que ni los altos mandos tenían intimidad. Ahora me embriaga de poder solo recordar como fue tal experiencia. La red duró averiada cuatro días y el mismísimo presidente de Softcorp, el mismisimo Evander Saint Clair convocó a la rueda de prensa en que anunció a todo el mundo que no descansaría hasta lograr la captura del terrorista que había saboteado la red. Fue solo en ese momento que se desmintió la versión oficial de la corporación, que en un principio había dicho que la interrrupción del servicio obedecía a la popularidad de la red y a los trabajos de ampliación de capacidad y agilización del acceso. Todos los mercados mundiales se estremecieron con la horrorosa verdad. El índice Nasdaq reportó pérdidas astronómicas, por la falta de fiabilidad en el comercio electrónico. Yo había causado un daño enorme. Y no niego que me lo reproché al principio, pero pronto superé los remordimientos, y me enfrasqué de cabeza en la causa.
Luego de ese golpe, no volví a tocar siquiera una tecla de mi PC por meses, tenía mucho miedo, he de confesar, pero por otra parte entendía que eran las vacaciones convenientes de un pillo cibernético ya de renombre mundial. Todos hablaron de ello durante algún tiempo, pero igual lo olvidaron. Siete meses después, cuando la noticia de la inminente unificación en una sola super red agitó los corazones de quienes suponían todo un hito de la carrera informática inventé Leshmaniashis, el virus que diseminé por la pomposa red de 300,000,000 de usuarios que obsequió Softcorp para los Juegos Olímpicos de Melbourne. Fue el virus más temible en mucho tiempo. Los daños fueron calculados en Cib$2,000,000,000. Este virus creó un hoyo negro virtual de 3 billones de gigas que destrozó sin compasión todo lo que era transmitido por la red. Las autoridades fiscales calcularon que debido a ello los magnates de las telecomunicaciones perdieron en una sola jornada más del 20% de sus empresas. El mundo de las telecomunicaciones estaba en crisis, y yo estaba llamado a ser su sepulturero. No sabía porque lo hacía, solo era mi instinto más primitivo. Entre más avanzaban las pesquisas oficiales buscando a los autores de los ataques, más lejos se encontraban de mí. Arrestaron a cuatro personas que nunca había conocido y los acusaron de haber asumido el control de veinte servidores encargados de diseminar Leshmaniasis. En las agencias de noticias decían que las investigaciones iban mejor encausadas que nunca, y que hasta tenían la confesión de uno de los cuatro. De ser cierto no quisiera imaginar los métodos a los que les sometieron para arrancarles mentiras por verdades. Pero es lo común. Las mentiras por verdades son lo más antiguo que tiene la humanidad. Para lo que más sirven las palabras son para ocultar la verdad. En esta celda pienso que soy muy afortunado por haber salido regularmente librado de todo esto. Yo no sé ni para que me tienen aquí retenido, no creo que sea tan valioso para que me tomen por una presa de caza, y que todos se complazcan al verme como la bestia sometida y condenada a purgar mi condena en el mismísimo infierno. Puedo comunicar lo que pienso con solo mi voluntad y estos trazos, y eso me reconforta ahora más. En estos tiempos son muy pocos los que sepan leer. Con las nuevas tecnologías pregonaron la ilustración pero solo jugaban al adoctrinamiento. Descifrar garabatos no es leer, leer es comparar e ir hasta las últimas implicaciones de las palabras, ver todas las intenciones, suposiciones y posibles bifurcaciones: de otra manera se cae en el sutil juego de la manipulación, juego éste en el cual debo admitir con repugnancia, me vi envuelto en alguna parte de mi vida. Pero fue para cumplir con los fines de mi proyecto mayor.
Para entender porque me enfrasque en tamaña empresa conviene que simplemente miremos a nuestro alrededor. Invito a cualquiera a que lo haga si esta afuera. Los compadezco en parte por no tener estos muros para guarnecerse. Observen con atención y respóndanse honestamente si lo que ha construido la humanidad en este tiempo no ha sido la peor tragedia. En los últimos quinientos años el hombre destruyó lo que la naturaleza demoró millones de años en crear. Hace dos decenios el agua y el oxígeno escasean, el número de árboles es escaso y los mercados del papel se encarecen. Por tal razón no existen ahora tantos libros –los cuales han sido reemplazados por libros virtuales o electrónicos mucho más costosos e inalcanzables para muchas franjas de la sociedad–. Ello ha conllevado a una concentración del conocimiento, a una ausencia de información general de una sociedad cada vez más dispersa y fragmentada: la cual no soporta más de quince segundos ante una imagen fija y por ende mucho menos ante la escritura. Una cultura más visual que sacrificó el detalle, la sutileza, por la efectividad y la evidencia que produjeron solo personas perezosas mentalmente. Niños hábidos de sensaciones virtuales, autistas de la modernidad. Muchedumbres de indiferentes que seguirían en sus mundos y en sus necesidades sin saber cuán amenazada estaba su especie. Donde el dinero físico ha desaparecido, pues la sobreexplotación encareció los metales más indispensables y el papel dinero, que no es papel sino tela, se encareció tanto que sólo es rentable para las altas denominaciones, que ya son pieza de colección, y que en realidad ya no existe. Esto, entre otras razones, fue lo que llevó a todos los gobiernos a acabar con el dinero de papel, porque no había árboles de dónde seguir sacando, y esa había sido la fuente más económica. Pero los más talentosos economistas advirtieron que el problema estaba resuelto por el dinero electrónico. Incluso hubo tarjetas para manejar dinero, pero el ingenio y la desesperación por la pobreza llevó a que las personas las clonaran. Cuando los grandes capitales se dieron cuenta de las enormes pérdidas por la falsificación de las tarjetas decidieron hacer lo peor de todo: marcar a las personas con pequeños chips irrastreables, que se activaban a la distancia. La proporción entre los que fueron marcados y los que no pudieron acceder a ello eran inmensas. Se calculaba que la proporción era de uno a seis. Todo este desbarajuste era matizado por una sociedad donde las diferencias eran cada vez más abismales. Donde ser rico era peligroso y ser pobre pecado. Las únicas actividades económicas que medianamente cumplían con la labor de redistribuir la riqueza (o redistribuir la miseria, como se quiera), eran en su orden: el robo y la prostitución. La globalización, que prometió progreso y desarrollo, lo único que hizo fue modernizar la miseria. Una sociedad que antes que buscar unir a los ciudadanos los ponía a competir, con el fin de que no se asociaran. Donde sus fuerzas de seguridad eran escogidas en su mayor parte por en los sujetos potencialmente más peligrosos y cuya mejor opción era captarlos al favor de los peores intereses. En fin, un mundo donde la propiedad continuaba siendo el robo y el salario solo otra forma de soborno. En medio de este panorama, de todo ese ajetreo, se vivió una competencia más reñida. La rapiña social se agudizó, muchas personas lucharon fuerte por llegar a obtener Cib$ y la seguridad social que la riqueza suponía, y cuando lo lograron creían dejar atrás todo el pasado de pobreza. Pero en realidad la situación de “pseudo esclavitud” se les pseudo acentuaba y empezaron a vivir tranquilamente en su mediocre mediocracia, rompiéndose el lomo por aquello que merecían por el sólo hecho de ser ciudadanos. Pese a los ingentes esfuerzos de los arribistas por ascender en la pirámide social, las aves de mal agüero de la economía advirtieron que la clase media se estaba acabando, y que para no llegar a una peligrosa polarización social sería necesario incrementar el poder adquisitivo de la clase “media”. Para ello redujeron en 0.5% los intereses bancarios. Pero no funcionó. Entonces en un acto de generosidad los grandes banqueros decidieron acceder a reducirlos en un 0.51%. Pero igual no fue nadie se acercó.
Con el tiempo los menos pobres se diferenciaron de los más pobres porque podían hacer sacrificios sobrehumanos con tal de mantener su tren consumista. Como en el fondo todos querían ser menos pobres, pronto llegaron a creerse que eran parte del estrato medio. Ellos no entendían que solo eran la parte del medio del Sándwich social. Eran la carne fresca. E igual serían devorados, lenta e irremediablemente.
Entonces fue cuando nació, de manera espontánea aquella organización que tanto pavor generó. Lo llamaremos simplemente “la organización”, aunque algunos le llamaron la CURA –Comandos Unitarios de la Revolución Anarquista–, pero la verdad quienes la creamos nunca le pusimos un nombre definido. Al fin y al cabo definir algo puntualmente es anularlo y encasillarlo. Y era obvio que lo que representábamos iba más allá de una teoría o una simple odiología. Si bien nuestra estructura era la de comandos, para nada podían ser unitarios porque esto significaría una estructura totalitarista, que a la postre es la raíz de todas las desgracias humanas. Los miembros nos encontramos por el sospechoso azar. Nos topamos en las batallas campales de antiglobalizacionistas contra la policía en lugares tan disímiles como Santiago, Bonn, Bruselas, Seattle, Génova, Monterrey,... Algunos medios de comunicación de masas creían identificarnos bajo el remoquete de “los del bloque negro”, pero la verdad nadie podía identificarnos a ciencia cierta, habían cientos de bloques negros. Más allá de un simple color, nadie más que nosotros sabíamos que bajo nuestras máscaras estábamos los más talentosos, los mejor preparados.
Pensé ocultar siempre la forma cómo llegué a la “organización”, pero he comprendido lo inoficioso de mi reticencia que creo se da en buena cuenta a recordar un doloroso episodio sentimental. Bueno, es inevitable que lo haga, aunque la verdad nadie quisiera recordar, para mí es necesario. Me hiere en el orgullo que dicha inclusión en la conjura fuese así, creyendo yo que no había nada más seguro que la casualidad. Para mí todo era claro, nada importaba quien se fuera, solo éramos unas máscaras negras, unas camisas negras y mucho arrojo como para cometer osadías estúpidas y así distraer la atención de la policía mientras otros grupos perpetraban acciones más útiles que la vana confrontación. A ella la primera vez que le vi fue durante la cumbre del FMI en Santiago. Yo era un espontáneo más, pero me acaloré cuando llegó la caballería a rifar porrazos. Aquel día estaba vestido de negro por puro accidente. Cuando vi que los antimotines cercaron con balas de gomas a un muchachito bravucón que intentaba guarnecerse tras una lata de basura me acaloré, me lancé para escudarlo sin llevar la protección adecuada. Quedé muy maltrecho porque recibí varios impactos de esas balas de goma “de disuasión” que me dejaron sin sentido. Cuando fui cayendo y vi que todo se nublaba, alcancé a observar entre brumas como un grupo del bloque negro cruzaba por entre una lluvia de proyectiles. Antes de perder el sentido alcancé a distinguir los profundos ojos negros de ella por entre la capucha y esa visión precedente a lo que pensé sería mi fin me conmovió como ver al mismo ángel de la muerte. Despertaría unos minutos después dentro de las ruinas de una vieja factoría de Cobre, en una densa nube de gas lacrimógeno y a mi lado una capucha negra. Ignoraba quién me había salvado. Luego de ese episodio, en mi cabeza algo fue cambiando. Tuve, digamos, pequeñas transformaciones que trastocaron mi realidad definitivamente: tomé muy en serio la causa ambientalista. Dejé de fumar y más adelante me volví vegetariano.
Cuando anunciaron la Convención del G-8 en Bruselas, reuní todos mis ahorros en pos de verla. Incluso vendí algunos de mis PC´s. Sólo imaginar volver a ver su espigada silueta me hacía sentir un hormigueo en el estómago, como cuando una camada de galgos les sueltan la liebre ¿La volvería a ver?... Me preguntaba en aquel entonces. No podía pensar en más. A Bruselas entré con tres semanas de anterioridad a la Cumbre, fingiendo ser un turista Español. Miles de manifestantes estábamos allí dispuestos a llevar a cabo ataques contra las barricadas que apostaba la policía para impedir el acceso al sitio de las reuniones, donde a puerta cerrada los líderes globalizacionistas decidían con el descarnado olfato piscopatoide la manera más tecnócrata para acabar asépticamente con el desbarajuste económico, por el sencillo método de reducir el número de pobres mediante la limitación de desperdicios para así acabar de matarlos de hambre más rápido.
Entre la multitud hubo un momento en que perdí todas las esperanzas. Y justo cuando ya iba de vuelta a mi Hotel, luego de una batalla campal de rocas y tomates “Frankinstein”, la vi, a la mujer de ojos profundos tras la capucha. Estaba con un grupo pequeño, de no más de diez personas. Cuando intenté acercarme me franquearon el paso, pero ella con un gesto les indicó que no había problema. Sin mediar palabras sacó de un bolsillo una tarjeta con la inscripción de un E-mail y su contraseña. Así fue que entré de lleno en la lucha. Los actos de la “organización”, como la he llamado siempre, eran espontáneos, no estaban incluidos en una planificación previa, ni siquiera obedecían a una estrategia, eran disímiles y variados. Simplemente éramos activistas del común que motivados, o *****desmotivados, saboteábamos el sistema. O creíamos hacerlo. Y lo hacíamos esporádicamente. Las misiones se nos daban por medio de correo electrónico, que tenían una vida útil de cinco mensajes máximo, luego de lo cual se nos asignaba otro E-mail. No podíamos anotar ningún dato, debíamos solo contar con nuestra memoria. Cualquier filtración de información podría acabar con nuestros planes. Bajo la tortura igual cualquiera nos hubiese podido delatar. Fue mejor así. Entre menos se sepa mejor se obedecen las órdenes. Cuando comenzaron lo de las bombas y los ataques indiscriminados a los primeros que culparon fue a nosotros. Y hasta donde tengo conocimiento nada de eso fue cierto. Todo fue una cuestión de contrainteligencia que pretendía opacarnos, un montaje para hacer decaer nuestra imagen, por medio de las grandes cadenas de noticias. Pero el tiro les salió por la culata. No entendieron en que mundo vivían: en ese estatismo donde todos los conflictos parecían conjurados, en ese mundo donde la justicia se había vuelto implacable, donde no hacían falta jueces ni jurados ni nada más que una simple cámara siempre encendida en cualquier parte del mundo para aplicar la injusticia, en ese mundo tan calculado, tan estrictamente cuadriculado, donde la avería de un semáforo creaba una congestión de quince minutos en las autopistas y esa era la noticia del día, en ese mundo tan monótono, unívoco, alguien ponía en boca de todos los medios de comunicación, una palabra que a todos les sonó muy extraña por estar en desuso: “INCERTIDUMBRE”. Los humanos más recientes difícilmente lo entenderían, pero alguna vez muy pocas cosas se podían decidir, actuaba en ellas algo llamado azar. Alguna vez, antes de que el hombre iniciara su fatal carrera de intentar saberlo todo, su vida estaba signada por fuerzas sobrenaturales, fuera de su entendimiento, que le impedían por ejemplo elegir el sexo de sus hijos o el color de sus ojos. En algunos tiempos y culturas incluso tampoco se podía elegir a la pareja, ni tampoco clonar un viejo amor a partir de una guedeja. En ese mundo tan perfecto y milimétrico las bombas causaron el desbarajuste más absurdo. Causaron sensación. Incluso, luego de una semana de que no se habían colocado bombas, los medios de comunicación hicieron una encuesta sobre si las personas creían que estallaría esa semana siguiente, o quienes pensaban que estallaría en dos semanas. La televisión, el cine y el Internet convirtieron la tragedia en un espectáculo, así que la muerte de decenas de personas no importó. Al fin y al cabo la sangre era lo que más vendía periódicos y encendía televisores.
Los miembros de la organización nos contactamos por medio de teleconferencias –donde todos teníamos capuchas–, de chats, por E-mails. Luego de dos años con la Organización y de haber cumplido diferentes tareas menores, fui comisionado a una difícil misión que cumplí a cabalidad: con mi habilidad copié los códigos fuente del paquete de programación Cronos 1.0, de uso restringido de Softcorp, con lo cual podríamos perpetrar serios ataques a los sistemas mundiales. Esta misión fue tan arriesgada que tuve que ingresar de lleno a la clandestinidad, abandonar a Gerardo Núñez y convertirme en un anónimo ser que vagó por todas las capitales europeas antes de ser capturado en Londres, una mañana de lluvia ácida que hoy quisiera olvidar. Dos días después fui extraditado y recluido en la Prisión de Tocarema. Mi juicio duró dos días y fui declarado culpable de todos los cargos: conspiración, terrorismo, robo de información clasificada y estafa. Fui condenado a setenta y dos años de cárcel. Prácticamente cadena perpetua.
A los diez meses, tuve la única visita de mi cautiverio. Se trataba de Anthony Sanders, nadie más y nadie menos que el Vicepresidente de Softcorp, quien me hizo la propuesta más descabellada que alguien imaginara. Lo recuerdo como si fuera ayer. Recuerdo que maldecí, le dije “Esperaba una visita conyugal, o ver a mi madre... pero todo lo que tengo es una estúpida corbata bajo una sonrisa de cretino”. Y él me dijo: “Vengo a ofrecerle su libertad. Evander Saint Clair le da la oportunidad de que enmiende el daño que le ha ocasionado a la sociedad de la mejor manera. Usted confesó haber actuado sólo durante todo este tiempo, desvirtuó una conspiración tan temida por nosotros. Le ofrecemos una nueva vida, en la que usted podrá vivir como lo merece alguien con su talento. Si lo acepta, su sueldo será de cien mil cib$ anuales, y apenas firme podrá salir de acá. Tengo en este portátil un poder para que demandemos excesos de la policía en su captura...”. Obviamente que mi respuesta fue positiva. No porque quisiera ayudarlos, ni por mí, sino porque esa sería la verdadera oportunidad de doblegarlos. Podría yo acceder a los sistemas de Softcorp, ese gran enemigo que tenía en mis pesadillas... No podía dar crédito a esa situación. Así fue como creí recuperar la libertad que ya sentía perdida. Pero simplemente cambiaba de cautiverio.
Tres días después me encontraba trabajando en Silicon Valley, manejaba un Ferrari Testarrosa, tenía una bella casa en los suburbios y una prometedora carrera. Y apenas contaba con veinte años. Fue una experiencia casi mística poner un pie dentro del edificio central de Softcorp, ya no como enemigo –supuestamente– sino como un diligente empleado. Sanders fue mi inductor, me mostró todos los departamentos, los de nanotecnología, los de ingeniería gene robótica, el de diseño de espacios virtuales, en fin, la verdad todo me fascinó. En algún momento pasó a nuestro lado una mujer muy atractiva, que me resultó vagamente familiar, sin quererlo le sonreí, y ella se apenó. Sanders me llamó la atención y me dijo que tuviese cuidado, me dijo que se llamaba Janis Saint Clair y que era sobrina de Evander Saint Clair, el presidente y socio mayoritario de la compañía. Luego de un par de indicaciones, en el sentido de procurar no interactuar con ella, proseguimos.
No sé cómo pudo correr tan rápido el tiempo. En un abrir y cerrar de ojos pasaban volando meses enteros. Durante este tiempo empleé todo mi talento para ganarme la confianza de todos en Softcorp. Incluso de la de Mr. Saint Clair, a quién apenas había visto en persona un par de ocasiones y quien siempre parecía lo suficientemente ocupado como para saludar. Era extraño esto, máxime considerando que él me había enviado a contratar directamente, pues ningún Jefe de Seguridad de Sistemas era lo suficientemente hábil como yo. Inicié como asesor en el área de seguridad, pero a los dos años ya era Jefe de la Sección. Llegué allí por méritos, por nada más. Al momento de ser nombrado en un cargo de semejante envergadura y luego de haber dado varias muestras de confianza, sentí que tenía toda la confianza de Softcorp y empecé a tramar mi venganza. Mi idea era inocular un virus directamente en los procesadores, altamente contagioso con el fin de que todo colapsara el día en que Softcorp festejaba sus sesenta años de existencia.
Sin embargo un imprevisto se cernía sobre mis planes. Sin quererlo, quizá porque se me había prohibido, empecé a sentir una gran atracción por Janis Saint Clair, quien a decir verdad siempre me correspondió con facilidad. Quizá le conmovía mi aureola de rebelde, mi temeridad y posterior domesticación. No sé exactamente qué. Pero las cosas pasaron casi sin darnos cuenta. Sin saber cómo vino el primer beso en mi oficina y de allí en adelante todas mis intenciones se bifurcaron.
Janis era muy refinada y delicada. El tipo de mujer que cualquier hombre desearía tener a su lado. Y esto despertó en mí una codicia y una pasión superior a la fuerza de mi venganza. Luché contra ese sentimiento porque siempre me pareció pernicioso para la alta misión que me había encomendado el destino. El pensamiento de que ella fuera la heredera de todo el desastre que yo causara me llenaba de horror. Pero luchaba contra eso, y jornada tras jornada, al llegar a mi casa continuaba con mis pruebas a fin de buscar un virus lo suficientemente letal como para acabar con todo el mundo de la informática de un solo golpe de mano.
No demoró Evander en darse cuenta de lo que hacíamos Janis y yo en mi oficina. Y no fue porque hubiese cámaras en todas partes, sino porque como dice el adagio, hay tres cosas que no se pueden ocultar: un resfriado, la pobreza y el amor. Un día cualquiera, luego de encerrarme con Janis en el cuarto de aseo, Mr. Saint Clair me llamó por la línea directa para advertirme que no repitiera ese hecho sino quería experimentar “dolorosas consecuencias”. Le di mi palabra de que no volvería a ocurrir. Y así fue. Esa fue la primera vez que se dirigía a mí: si bien él me había tenido siempre en mal concepto, quedó impresionado por el afecto que me tenía su sobrina. A raíz de nuestra relación su actitud fue cambiando, aunque lentamente. De ser frío y distante pasó a tenerme una gran estima. Empezó a surgir la confianza constantemente. Era algo inesperado, que yo no podría haber imaginado. Fue un hecho que me ayudó a ganar aún más confianza y maniobrabilidad. Sin embargo mi amor por Janis iba en aumento. Evander, como después me permitió llamarle, me empezó a invitar a acompañarle en sus tardes solariegas. Así supe que bebía diariamente media botella del mejor Whiskey, pero siempre empezaba religiosamente después de acabar la jornada de trabajo de diez horas.
Le gustaba hablar de diversos temas. Era muy culto. No me ocultaba que influenciaba grandemente en la política mundial. A veces ebrio se preciaba de que no había lugar en el mundo donde no pudiera derrocar un gobernante con solo proponérselo, y que si no lo hacía caer cuando menos lo dejaba maniatado, pues para él era peor la muerte política que la física. En alguna ocasión me dijo entre tragos que tenía ochenta y cinco años, lo que desvirtuó mi impresión de que tendría sesenta máximo. A veces también yo bebía y así fue como logró sacarme algunas infidencias triviales como por ejemplo la manera en que yo violaba sus sistemas de seguridad y dónde me había refugiado en mi clandestinidad. De la CURA siempre le sostuve la verdad, no conocí nunca a ciencia cierta a ninguno de sus miembros, tampoco les revelé sus alias. No lo hice ni aún bajo tortura, mucho menos con unos simples Whiskey.
Los días se iban haciendo monótonos con el pesar y el hastío que mal yo necesitaba para esta nueva etapa de mi vida. Cumplía ya cuatro años de trabajar para Softcorp y había reducido en su totalidad los peligros de saboteo. Con el encarcelamiento de dos personas más a quienes acusaron de ser los autores intelectuales de la CURA, Softcorp y Evander respiraron tranquilamente de nuevo. En el año siguiente la Policía desarticuló más de tres atentados contra mi vida que supuestamente venían de parte de los anarquistas. Solo uno estuvo realmente cerca, pero fue evitado por una escolta que dio su vida por mí y dio de baja a dos de los atacantes. Esto sucedió en el Aeropuerto Ronald Reagan de Nueva York, y este hecho me dejó muy impresionado, pues lamenté tanto la muerte de mi guardaespaldas como la de los atacantes. Evander al ver mi shock sugirió que me relajara, incluso me concedió vacaciones por dos meses. Acepté, porque era lo mejor mientras el ambiente se moderaba. Mi guardia personal se reforzó y fue cuando noté que igual continuaba siendo un preso, solo que la jaula iba mejorando, ahora era de oro. La contraprestación a la limitación de mis libertades era una cuenta de ahorros que no usaba pues todo lo tenía a mi alcance: aviones supersónicos, automóviles modernísimos, la más avanzada tecnología, los alimentos más refinados. Mientras que en prisión había poquísimos guardias para millares, ahora tenía sobre mí a doce hombres armados que con sus veinticuatro ojos vigilaban todos mis actos y no me dejaban siquiera adelantar mis experimentaciones con el procesador–virus con que planeaba mi venganza. Los dos meses transcurrieron entre evasiones a mis escoltas, desvelos experimentando con minichips, encuentros furtivos con Janis y marasmos inexplicables. No puedo negar que por momentos crecía mi afecto por ella y por Evander y esto en ocasiones amenazaba con echar al suelo los planes de mi venganza. Todo era contradictorio, por un lado yo sabía a Evander Saint Clair como mi enemigo, pero por otro era mi mecenas. Incluso en ocasiones lo miré como el padre que nunca tuve en realidad. Por si fuera poco estaba el afecto de pareja de Janis, que me impedía hacerle daño. Sin embargo el odio siempre fue superior a estas consideraciones, y avancé, no sin esfuerzo, la revancha. Al finalizar los dos meses todo estaba consumado, había creado ya el más terrible procesador, que echaría por tierra todos los sistemas de la tierra. Y me preparé a entregarlo para que fuese reproducido y finalmente instalado en un lote de más de veinte millones de PC´s, que ya se encontraban vendidos en los cinco continentes. Luego del receso, me reintegré a Softcorp. Inmediatamente entregué el procesador para que fuese reproducido e implementado. No alcancé a frotarme las manos ni a siquiera comprar mi pasaje aéreo a cualquier país del mundo sin extradición cuando a mi oficina se presentó Janis con la sonrisa que nunca deseé ver en su rostro, para darme una noticia que cambiaría para siempre mi vida.
“Vas a ser padre”, me dijo sin compasión. Entonces, todo lo que tenía en la cabeza dio un giro de ciento ochenta grados. Pensar en un hijo... en una extensión de mi ser más allá de este tiempo y de este cuerpo, evidenció unos lazos que siempre temí. De repente desistía de todos mis planes porque sería mi hijo quien ocuparía ese trono, heredero de Softcorp, que en mi demencia planeaba destruir. Entonces fui a la planta de ensamble y reproducción para detener lo que ya veía como una gran tragedia. Allí encontré a Anthony Sanders, quien dijo que ya todo estaba listo, que sólo bastaban un millar de unidades para completar el pedido. Sin dudarlo fui en busca de Evander Saint Clair, era hora de que le contase la verdad, pues todo se había salido de mis manos. Esperaba que por mi franqueza me perdonara, y así evitase un colapso peor al que se cernía por mi traición.
A mí me acusan de haberlo matado. Pero la verdad cuando yo llegué ya estaba muerto. Intentaba decirme el nombre de su asesino cuando Anthony Sanders salió tras las cortinas, encañonándome y diciendo: “Qué sorpresa, señor Núnez, será un honor matarle, como siempre he deseado... pero antes debo encargarme por completo del buen y querido Señor Saint Clair... siempre tan considerado con sus empleados... ¿cierto?... maldito bastardo” La demencia transfiguró su rostro y descargó dos balas en la cabeza de Evander. En ese momento alcancé a guarnecerme tras un mueble y como pude abandoné la casa. Sanders me persiguió por entre el descampado unos metros, pero mi pánico parecía haberme dado no dos pies, sino cuatro.
No sé cuanto tiempo seguí corriendo, volví a Softcorp a destruir el prototipo original que guardaba en el escritorio. Era ya de noche. Busqué la manera de sabotear la producción. Con sigilo entré en el edificio, burlando los sistemas de seguridad que yo mismo había creado y cuando llegué a mi oficina noté que había sido saqueada. Sólo quedaba una pistola que guardaba allí siempre por seguridad. En un instante supe que no me encontraba sólo allí, y al notar una sombra tras un biombo disparé todo el proveedor. Lo que siguió me desgarra de dolor aún sólo relatarlo. Al verificar quién había sido el intruso me encontré con nadie menos que con Janis, quien herida de muerte y al notar mi contrariedad, sacó de su chaqueta el prototipo y dijo: “Amor... ¿por qué nos traicionaste?”. Le respondí que nunca pensé traicionarla, que todo era para enmendar mi error. Ella repetía y repetía sin cesar: “Querías destruir el prototipo, sabotear la línea de producción... ibas a acabar con toda la operación” mientras la llevaba en brazos por los corredores. Mientras avanzábamos todas mis dudas se fueron aclarando: “Yo te amé desde el primer momento –me dijo– cuando defendiste a ese pequeño en Santiago, arriesgando tu vida incluso. Era yo la encapuchada que te puso a salvo. Sanders y yo estábamos entre todos ellos... me sentí muy orgullosa de ti... siempre has tenido mucho valor y decisión”. Le supliqué entre mi llanto y angustia que no hablara más... le dije que Sanders nos había traicionado a todos, pues había matado a Evander. Le dije todo lo que se agolpó en mi desesperación, que a Sanders no le importaba la revolución... solo le interesaba vender más computadores y las vacunas para el virus más letal que yo mismo le había inventado sin saberlo. Entonces supe que había sido utilizado todo el tiempo.
Antes de que pudiera preguntarle algo más murió en mis brazos. Un grito estremecedor emergió de mis entrañas. Preso de la ira, con los ojos desorbitados, enfundé el arma y recorrí toda la empresa. Pero no hubo rastro de Sanders. Cuando luego de recorrer los dieciocho pisos desistí de mi locura se encendió el monitor de un PC y apareció su imagen con una cínica sonrisa diciendo: “La ha matado Usted... ciertamente... Quién lo diría Gerardo Nunez, es una desgracia para usted mismo... quisiera matarlo, claro... pero para usted será peor estar vivo... hasta siento piedad por Usted... Debería tomarlo con calma... al fin y al cabo somos los únicos sobrevivientes de todo esto... podemos repartir por mitades las utilidades por la venta de las unidades y los antivirus... verá, soy muy generoso... además usted me ha dejado sin socia... Podrá tener todas las riquezas que jamás podrá siquiera disfrutar... permítase algo de confort... de lujo... no es nada personal, ¿sabe?.... usted no me cae del todo mal... podríamos negociar... solo debemos buscar una explicación a los dos cadáveres... piénselo bien...”. Tuve tanta rabia que rompí de un puño la pantalla. Entonces las luces parpadearon y la voz de Sanders desde los altavoces dijo: “Usted se lo ha perdido... ha tenido la oportunidad que todos quisieran... pero ha sido tan estúpido que ha renunciado a todo... No tengo más tiempo para perderlo aquí... así que adios...”. Y nunca más oí su voz. Entonces enloquecí y destruí todo lo que estuvo al alcance de mi mano, compactos, servidores, monitores, estabilizadores. No hubo de durar mucho mi arrebato, cuando al momento cientos de patrullas acordonaron Softcorp y fui capturado nuevamente. Sin embargo, gracias a un buen abogado fui considerado demente y recluido en un Hospital mental, donde actualmente me encuentro, de dónde algún día espero escapar y continuar la obra que dejé inconclusa.


EPÍLOGO


HISTORIAL MÉDICO

CAMA: 612
FECHA DE INGRESO: Septiembre 26 de 2001
NOMBRE: GERARDO NUNEZ
EDAD: 32 años SEXO: M ESTADO CIVIL: Separado
OCUPACIÓN: Desempleado ULTIMA OCUPACIÓN: Sistemas
ORIGEN: Santiago de Chile RESIDENCIA: Valparaíso.
No. DE HIJOS: No tiene PROCEDENCIA: Hospital San Diego
RELIGIÓN: Gnóstico RAZA: Moreno
ESCOLARIDAD: Estudios Superiores
LATERALIDAD: Ambidiestro

MOTIVO DE INTERNACIÓN:
Psicosis maniaco depresiva con episodios paranoicos. Fue recluido luego de una crisis nerviosa en su anterior empleo, cuando presa de un ataque destruyó equipos de sistemas y creyó ser un terrorista.
ENFERMEDAD ACTUAL:
Paciente con diagnóstico de esquizofrenia aguda.
Internación en 2000 en el Hospital de Tocarema de Santiago, por crisis nerviosa en la que intentó asesinar a su esposa. Quien le abandonó, según él, estando embarazada. El día 14 de agosto de 2000 presentó una aparente mejoría y fue dado de alto por el galeno Doctor Iregui. El paciente asistió a controles periódicos, hasta que consiguió el nuevo empleo en una empresa de servicios electrónicos, donde ejerció su profesión como Ingeniero de sistemas hasta el día 16 de marzo de 2001, cuando destruyó la línea de ensamble y chips, alegando que destruirían al mundo si se permitía que saliesen al mercado.
El paciente refiere episodios violentos desde los quince años y es tratado con fármacos que le sosiegan sus crisis.

RESUMEN DE HOSPITALIZACIONES:
En 1991 fue hospitalizado al destruir instalaciones de su establecimiento educativo. En 1998, producto de una lesión auto perpetrada en su rodilla izquierda fue internado en el Hospital San Diego, de donde fue transferido al Psiconomio Distrital, de donde fue dado de alta tras cinco meses de tratamiento con hipnóticos. En 2000 en el Hospital de Tocarema por crisis nerviosa e intento de asesinato a su esposa y un familiar de ésta, su tío. En 2001 en el Hospital San Diego por un nuevo episodio violento dentro de la empresa en que trabajaba.

REVISIÓN POR SISTEMAS:
CABEZA: Refiere cefalea crónica de 30 minutos a una hora de duración, dolor global de alta intensidad moderada, acompañada de hipertensión. Se relaciona con estados emocionales y físicos.
OJOS: Refiere disminución de la agudeza visual, debido a la exposición de rayos Ultravioleta de los monitores de computadores. No presenta dolor, secreciones anormales, o visión de fosfenos; refiere visión borrosa ocasional ante exposición de luces altas, sin relación aparente con estados físicos.
OIDOS: Refiere agudeza auditiva normal, no hipoacusia. No refiere dolor, secreción o pérdida del equilibrio. Presenta tinitus en reposo, silbidos y ronroneo.
NARIZ: No presenta epistaxis, obstrucciones, secreciones, ni sinusitis o rinitis. Ha presentado cuatro episodios gripales en este año.
GARGANTA: No presenta dolor, disfagia, o episodios de amigdalitis.
CUELLO: Refiere tortículis, debido a posiciones incómodas de trabajo. En su edad laboral pasaba largas jornadas en posturas inadecuadas lo que le ocasionó traumas irreversibles.
GASTROINTESTINAL: Refiere mal apetito, presenta náuseas vómito y diarrea, aparentemente con relación a su estado anímico.
LOCOMOTOR: Refiere dolor articular grave en sus muñecas, síndrome de puente metacarpiano, debido al exceso de uso de teclados sin condiciones mínimas de ergonomía. Rodillas atrofiadas luego de autoinflingirse heridas en ambas articulaciones.
NEUROMUSCULAR Y NEUROPSIQUIATRICO: No presenta dolores musculares. Refiere graves trastornos del sueño astenia y adinamia. Pese a todo ello es colaborador, muy inteligente y sus respuestas, aunque descabelladas son lúcidas y convincentes.
PIEL Y ANEXOS: Presenta piel seca y en pies descamación en zona delimitada, maléolos internos. No presenta pigmentación anormal, ni erupciones.

EXAMEN FISICO:
APARIENCIA GENERAL: Paciente de apariencia flemática orientado en tiempo, espacio y persona, colaborador, inteligente, edad aparente similar a la real. Mal estado nutricional, débil, presenta astenia y adinamia, masa muscular disminuida.

SIGNOS VITALES:
T°: 36°C
FC: 60xmin. Frecuencia normal-baja, ritmo regular, amplitud fuerte.
FR: 70xmin. TA: 100/70
PESO APROXIMADO: 63 Kg
Datos del Cuento
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.65
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Comentarios


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2 comentarios. Página 1 de 1
Eddy García
invitado-Eddy García 11-11-2002 00:00:00

Tu cuento es excelente, cualquier critica a la narrativa o al tema sería un insulto a tu creatividad, y se ve que manejas muy bien información de cultura general, felicitaciones. Tienes futuro, si perseveras en tu intento coronaras con los laureles del exito.

Elder Cruz
invitado-Elder Cruz 02-11-2002 00:00:00

Juan Gómez promete mucho. Es una obra que debiera ser difundida. Qué loable la menuda labor que se ha tomado. Léanlo. Debería escribir una novela sobre esta historia futurista.

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