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Categoría: Hechos Reales

El llanto.

Era el diablo. Un Ángel Negro. Un Anticristo. Alma siniestra. O todos ellos.

No sé cómo lograr credibilidad. Camino pensando cómo convencer a ustedes que mi historia es verídica. Me tiemblan los labios, balbuceo al recordar lo que sucedió. Eso te debe bastar para creer. De lo contrario, tómalo como un cuento, pero así no te atrapará. Porque de ser así, la historia literalmente quedaría pobre, sin siquiera poder calificarse.
Sólo voy a cambiar en mi relato la ciudad en la que sucedió para no asustar a los crédulos lectores, que son escasos, pero existen.

Ah, y si crees que algo más extraordinario te ha sucedido a ti, y te supones mejor escritor, pues anda, escríbelo y házmelo saber.

Yo soy Nante, de Argentina, y ésta es mi historia.

Caminaba de regreso muy borracho del boliche. Sin notarlo me había quedado solo en aquel antro. Mis amigos se habían marchado sin avisarme, quizás no me encontraron a la hora de retirarse creyendo que me había ido anteriormente.
Aquel maldito humo me irritaron los ojos y me ardieron varias cuadras.
Caminé muy lento, pasé unas paradas de colectivos urbanos pero no me detuve en ninguno, creí que caminar unas cuantas cuadras con el aire en el rostro podría despabilarme y sacarme un tanto la borrachera. No tenía apuro de llegar a alguna parte si bien el sueño intentaba lanzarme al suelo a descansar.
Tropezando con pequeños obstáculos de la ciudad desordenada, comencé a escuchar una vocecita, una pequeña risa detrás de mí. Volteé de repente para mirar quién vendría detrás. No había nadie. A penas un colectivo pasando a gran velocidad la esquina de la cuadra anterior. Quizás el efecto del alcohol y el cansancio.
Pero que la había escuchado estaba seguro. Y no estuve equivocado. La voz apareció nuevamente, y el fino hilo de risa inocente se convirtió en un llanto sereno. Llanto de una joven mujer, un lamento muy triste. Pero no era ese el sentimiento que a mí me provocó, sino un terror que me puso la piel de gallina. ¡No había nadie detrás de mí! ¿Oía la tristeza de nadie? Ridículo, lo sé.
Comencé a caminar de prisa, cruzándose mis pies entre sí, mis manos en los bolsillos por el cruel frío que hundía a la ciudad de Córdoba. Pero dentro de ellos mis puños eran prensas de temor, oprimiendo el miedo que me comenzaba a invadir. El llanto era cada vez más claro. Fueron creo unas diez cuadras caminando a ciegas, con la cabeza gacha, sin mirar siquiera si algún colectivo asesino se atravesaría por mi camino.
Transitaba por Sarmiento y recuerdo haber pasado Viamonte, cuando me envolvió la sensación de un vómito imprevisto y me arrojó hacia unos arbustos de la entrada de una casa. La sensación no fue más que seis arcadas, seguidas exactamente por jarras de cerveza y fernet, pizzas de medianoche y unos sorbos de licor de chocolate. Pasaron por mi mente unas imágenes de la noche a gran velocidad que fueron interrumpidas por la impresión de mareo. Creí que terminaría en el suelo desmayado, inconciente, descansado lo que el cuerpo me estaba reclamando y que tan poca importancia le prestaba en esos días.
Me incliné un poco más y me arrodillé agachando la cabeza. Cuando creí que podía seguir caminando sin riesgos de desvanecerme, escuché nuevamente el llanto y el susto hizo verme en un instante a media cuadra de los arbustos de servicios.
Comenzó a ser cada vez más claro, como si aquella jovencita se me acercara por detrás, o si me fuera a cruzar. Es que no lograba distinguir por dónde venía su voz.
Y fue en una ochava. La intersección de Sarmiento y Gral. Deheza o Gral. Güemes. Ahí sucedió. Ahí la vi. Estaba sola apoyando la cola contra la pared y sus rodillas flexionadas hundiendo sus codos en los muslos. Con sus manos se tapaba el rostro, su peinado desprolijo le ayudaba a ocultar su cara.
Por su vestimenta no parecía venir de algún boliche. Yo que habría caminado ya más de treinta cuadras, lanzado parte del alcohol que me había emborrachado, estando a punto de desmayarme, con las mejillas heladas y ese aliento a madrugada de domingo, no dudé en preguntarle si podía ayudarla.
Había mirado hacia todas las direcciones, buscaba a alguien agazapado en algún rincón oscuro esperando mi distracción para asaltarme, no habría sido el primer caso similar de robo. Siempre los ladrones buscan bajar la guardia a la presa. Siempre.
Estaba parado frente a una chica de unos veinte años, morocha, de media estatura, que no lograba parar de llorar, que no notaba al comienzo mi presencia, que no daba cuenta de la oportunidad de ser ayudada.
El miedo había sido reemplazado por la compasión por ella. No le veía el rostro pero algo en mí confiaba en su bondad y su malograda suerte que la había dejado abandonada, triste, llorando una noche fría en la capital provinciana, casi a las seis de la madrugada.
Le volví a preguntar si podía ayudarla apoyando mi mano derecha en su hombro y con violencia me la apartó dándome un susto de sorpresa. Pensé que no confiaría en un desconocido.
Sin necesidad de volver a insistir, con la conciencia tranquila de haberle querido ayudar di un paso atrás y giré para seguir mi camino. Ya no estaba mareado. Ya no estaba asustado.
De repente, a los pocos pasos: - HEY.
Me di vuelta con asombro y la vi, otra vez. Esa vez con su rostro destapado.
Su brazo izquierdo colgando, y el derecho estirándose hacia a mí, llamándome, invitándome a regresar esos pasos que me había alejado.
Las muecas de su boca tendían a una sonrisa diabólica, burlándose de mi destino. Como si lo conociera. Sus rasguños y heridas en las mejillas y pómulos derramaban hilos de sangre hasta el cuello, perdiéndose en esa camisa que cada vez menos parecía de salida nocturna.
Su nariz parecía haber salido de una mala praxis en una operación quirúrgica, deslizándose hacia un costado, desasiéndose de su interior de una masa mucosa, verde, oscura, tal vez con una mezcla de sangre.
En la frente le vi mechones de pelo ensangrentado pegados de un modo extraño, queriendo simular una lastimadura, como si no tuviese suficiente con lo que estaba observando. Hinchándose el pecho se me acercó un paso y extendió aún más la mano. Sonriendo pronunció mi nombre: ¡HEY NANTE!
Pude ver su lengua. El pulso se me aceleró y estuve a muy poco de hacerme en los pantalones. Su lengua era dos protuberancias balanceándose de adentro hacia fuera y de un lado a otro, terminadas en punta, filosas puntas que contendrían veneno en su interior, o quizás en esos colmillos de vampiro, de serpiente. No podría describir su rostro de otro modo, fueron apenas segundos los que contemplé la figura, que cuando hizo el intento en sujetarme por el cuello, tuve la ocurrencia de escapar corriendo, sin poder gritar, ahogándome en una bocanada de aire helado, alejándome a toda prisa, sin poder mirar hacia atrás siquiera una vez, sintiendo las manos y la frente traspirada, sin poder tranquilizar a mi corazón que golpeaba tan fuerte que creí que rompería el pecho. Sin poder.
El cemento de la calle pasaba a toda prisa por debajo de mis suelas y ya no tenía noción cuán rápido iba. Llegué agitado a una esquina y me sostuve del cartel del nombre de la calle Garay. Estaba muy asustado, se me nubló la vista, y el calor y el frío invadió mi cuerpo queriéndolo enfermar por varios días. Miré en todas direcciones en busca de esa mujer, busqué a otra persona. No había nadie. Solo en la calle. Siquiera un perro deambulando entre la bruma congelada.
Intenté recuperar a toda prisa el aire. Sin lograrlo continué el camino a casa, antes de volver a escuchar mi nombre de aquella boca, de aquella alma, que quizás me habría venido a buscar, revelar un secreto tal vez. No quise averiguarlo, tampoco ahora, nunca lo haré.
Abrí y cerré la puerta de mi hogar a toda prisa. Me acosté con las frazadas hasta la cabeza, procurando antes de caer en las redes del sueño, rezar tres Padrenuestros y un Avemaría.
-Nante-
Datos del Cuento
  • Autor: Nante
  • Código: 19979
  • Fecha: 09-06-2008
  • Categoría: Hechos Reales
  • Media: 5.1
  • Votos: 101
  • Envios: 0
  • Lecturas: 4714
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