Anoa había nacido en el ambiente de una familia
bastante conservadora.
Tenía dos tíos sacerdotes, hemanos de su padre, y
una religiosa por parte de su madre.
Era de estatura mediana, delgada, ojos grises, y su tez, igual que un copo de nieve.
Conforme iba creciendo le atraía aquel mundo; era lo que había vivido en su casa.
Cuando complió la mayoría de edad, decidió entrar en las Carmelitas Descalzas, para hacer sus votos de novicia.
Fue muy duro para ella, pero al fin lo pudo conseguir.
Su superiora la mandó a un internado de señoritas, donde daba clases de música. Tenía varias jovencitas a su cargo; una de ellas llamó su atención. Siempre estaba aislada de las demás. Anoa se acercó, le daba pena verla triste; se reflejaba en su rostro la tristeza.
Cuando Anoa le habló, Catia le confesó que había perdido a su madre y se encontraba muy sola.
Su padre era médico, trabajaba en un hospital y casi nunca lo veía. Anoa trató de tener con Catia un trato especial; se hicieron amigas inseparables.
Un día Catia emfermó gravemente y tuvieron que ingresarla en el hospital.
Una vez allí, se negó a tomar alimentos; sólo pronunciaba el nombre de Anoa, pedía verla.
El padre creyó que eso le haría bien y se puso en contacto llamando por teléfono con el internado, para que fuera Anoa a visitarla para ver si así mejoraba.
Al entrar en la habitación Anoa vió a un hombre sentado en la cama junto a Catia.
Era alto, delgado, tez blanca, cabellos rubios y
ojos verdes. Se quedó impactada ante el magnetismo de su mirada; jamás nadie la había mirado de esa manera.
Sintió en sus venas una corriente que alteraba por momentos su sangre; tuvo que bajar la vista para poder concentrarse.
Sin saber por qué, ese hombre la atraía de una forma arrolladora.
Catia se sintió mejor con la visita de Anoa. Su cara se transformó y cambió totalmente su aspecto, la relegiosa se despidió.
Cuando volvió de nuevo al internado, su cuerpo temblaba de emoción y no se quitaba de la mente a Richard.Lo que le estaba sucediendo no lo comprendía.
No sabía lo que era el amor, jamás había sentido nada por nadie. ¿Sería tal vez eso lo que ella experimentaba dentro de su corazón?.
Sea lo que fuere, ya no podía vivir sin él.
Una tarde pidió permiso a la superiora y se dirigió a la casa de Richard.
Al subir por la escalera, el corazón le bombeaba con una agitación tal que se le salía de su cavidad. Llamó a la puerta Richard abrió. Se miraron; él sabía que los dos sentían lo mismo.
No tuvieron que hablarse, Anoa se echó en sus brazos; la pasión la dominaba.
Richard sacó dos copas y una botella de champán; puso el televisor y metió un disco, se oía la canción -Estoy sintiendo tu perfume embriagador-eso la alteró aún más.
Pasó alcuarto de baño y se desnudó. Puso el hábito en el sofá; en la mesita la bíblia y el rosario, mientras Richard se fumaba un cigarro.
Se entregó sin reparo; cuando los dos cuerpos se juntaron, creyeron que estaban en el mismo cielo..
Así siguieron los días siguientes; los encuentros cada vez eran más frecuentes.
Los muros del internado la abrasaban, y un día decidió colgar el hábito en el armario.
No podía seguir más tiempo con esa farsa, ella no estaba hecha para religiosa.
Pidió la dispensa al Vaticano, para casarse y lo pudo conseguir.
Si huviera seguido de monja toda su vida, se lo hubiera reprochado.
Prefirió ser feliz al lado del hombre que la hizo sentir, y dar cariño a Catia, que tanto lo necesitaba.
Siempre estaba la fotografia de su boda, en el despacho de su esposo. Era realmente dichosa; nunca se arrepintió de la decisión que tomó.